El faro
Lo que hace Genaro es horrible.
Se sirve de armas imprevistas. Nuestra situación se vuelve asquerosa.
Ayer, en la mesa, nos contó una
historia de cornudo. Era en realidad graciosa, pero como si Amelia y yo
pudiéramos reírnos, Genaro la estropeó con sus grandes carcajadas falsas.
Decía: «¿Es que hay algo más chistoso?» Y se pasaba la mano por la frente,
encogiendo los dedos, como buscándose algo. Volvía a reír: «¿Cómo se sentirá
llevar cuernos?» No tomaba en cuenta para nada nuestra confusión.
Amelia estaba desesperada. Yo
tenía ganas de insultar a Genaro, de decirle toda la verdad a gritos, de
salirme corriendo y no volver nunca. Pero como siempre, algo me detenía. Amelia
tal vez, aniquilada en la situación intolerable.
Hace ya algún tiempo que la
actitud de Genaro nos sorprendía. Se iba volviendo cada vez más tonto. Aceptaba
explicaciones increíbles, daba lugar y tiempo para nuestras más descabelladas
entrevistas. Hizo diez veces la comedia del viaje, pero siempre volvió el día
previsto. Nos absteníamos inútilmente en su ausencia. De regreso, traía
pequeños regalos y nos estrechaba de modo inmoral, besándonos casi en el
cuello, teniéndonos excesivamente contra su pecho. Amelia llegó a desfallecer
de repugnancia entre semejantes abrazos.
Al principio hacíamos las cosas
con temor, creyendo correr un gran riesgo. La impresión de que Genaro iba a
descubrirnos en cualquier momento, teñía nuestro amor de miedo y de vergüenza.
La cosa era clara y limpia en este sentido. El drama flotaba realmente sobre
nosotros, dando dignidad a la culpa. Genaro lo ha echado a perder. Ahora
estamos envueltos en algo turbio, denso y pesado. Nos amamos con desgana,
hastiados, como esposos. Hemos adquirido poco a poco la costumbre insípida de
tolerar a Genaro. Su presencia es insoportable porque no nos estorba; más bien
facilita la rutina y provoca el cansancio.
A veces, el mensajero que nos
trae las provisiones dice que la supresión de este faro es un hecho. Nos
alegramos Amelia y yo, en secreto. Genaro se aflige visiblemente: «¿A dónde
iremos?», nos dice. «¡Somos aquí tan felices!» Suspira. Luego, buscando mis
ojos: «Tu vendrás con nosotros, a dondequiera que vayamos.» Y se queda mirando
el mar con melancolía.
Arreola