Tenía ochenta y un años de edad. Se llamaba doña
Cándida Raposo.
Esa señora tenía el deseo irresistible de vivir. El
deseo se acentuaba cuando iba a pasar los días en una hacienda: la altitud, lo
verde de los árboles, la lluvia, todo eso la acicateaba. Cuando oía a Liszt se
estremecía toda. Había sido bella en su juventud. Y le llegaba el deseo cuando
olía profundamente una rosa.
Pues ocurrió con doña Cándida Raposo que el deseo de
placer no había pasado.
Tuvo, en fin, el gran valor de ir al ginecólogo. Y le
preguntó avergonzada, con la cabeza baja:
-¿Cuándo se pasa esto?
-¿Pasa qué, señora?
-Esta cosa.
-¿Qué cosa?
-La cosa, repitió. El deseo de placer -dijo finalmente.
-Señora,
lamento decirle que no pasa nunca.
Lo miró
sorprendida.
-¡Pero yo
tengo ochenta y un años de edad!
-No importa,
señora. Eso es hasta morir.
-Pero ¡esto
es el infierno!
-Es la vida,
señora Raposo.
Entonces, ¿la
vida era eso?, ¿esa falta de vergüenza?
-¿Y qué hago
ahora? Ya nadie me quiere...
El médico la
miró con piedad.
-No hay
remedio, señora.
-¿Y si yo
pagara?
-No serviría de nada. Usted tiene que acordarse de que tiene ochenta y un años de edad.
-¿Y... si yo
me las arreglo solita? ¿Entiende lo
que le quiero decir?
-Sí -dijo el
médico-. Puede ser el remedio.
Salió del consultorio. La hija la esperaba abajo, en
el coche. Cándida Raposo había perdido un hijo en la guerra. Era un soldado de la fuerza expedicionaria
brasileña en la Segunda
Guerra Mundial. Tenía ese intolerable dolor en el corazón: el
de sobrevivir a un ser adorado.
Esa misma noche se dio una ayuda y solitaria se satisfizo. Mudos fuegos de
artificio. Después lloró. Tenía vergüenza. De ahí en adelante utilizaría el mismo proceso. Siempre triste. Así es la vida, señora Raposo, así es
la vida. Hasta la bendición de
la muerte.
La muerte.
Le pareció oír
ruido de pasos. Los pasos de su marido Antenor Raposo.
Clarice Lispector