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sábado, 12 de enero de 2019

Budapest - Hungría


De Autocleto a Hetemaristo

En poco o en nada difieren los simples particulares de la gente respetable que continuamente ensalza los méritos de la dignidad y de la virtud. Me refiero, concretamente, a éstos que embaucan a los jóvenes. Menudo, menudo banquete te has perdido con motivo del cumpleaños de la hija de Escamónides. Pues, habiendo invitado, en un primer momento, a no pocos de los que en apariencia destacan en Atenas por su riqueza y su ascendencia, creyó conveniente, después, darle un toque de distinción a la fiesta con la presencia de unos filósofos. Entre los más conspicuos se encontraba Eteocles, el estoico ése, el vejestorio, con la barba descuidada, sucio, la cabeza despeinada, consumido y con más arrugas en el rostro que una bolsa. También estaba allí Temistágoras, de la escuela peripatética, hombre de aspecto no desagradable y orgulloso de su perilla encrespada. Y Zenócrates, el epicúreo, preocupado por sus rizos y que se daba importancia a causa de su poblada barba. Asimismo, el célebre -de esta manera era llamado por todos- Arquibio, seguidor de Pitágoras, que ostentaba una enorme palidez en su rostro, unos bucles que pendían desde lo alto de su cabeza hasta su pecho, una barba puntiaguda y muy larga, una nariz ganchuda y unos labios fláccidos, dando a entender en todo momento, al tener los apretados y totalmente cerrados, el silencio preceptivo de los pitagóricos. De repente hizo su aparición Páncrates, el cínico, quien empujaba con fuerza a la gente hacia un lado y se apoyaba en una estaca de encina. Llevaba un bastón que estaba tachonado con unos clavos de bronce en los sitios compactos de los nudos, y una bolsa totalmente vacía y muy apropiada para los restos.
Los demás invitados, desde el principio hasta el fin, guardaron idéntica compostura o muy similar; en cambio, los filósofos, conforme el festín avanzaba y los brindis se iban sucediendo, empezaron a dar muestras, uno por uno, de sus extraños modales. Eteocles, el estoico, a causa de su avanzada edad y de haberse saciado más de la cuenta, yacía tendido y roncaba. El pitagórico, tras haber roto su habitual silencio, tarareaba al son de cierta melodía algunos de los Versos de oro. El bueno de Temistágoras, como define a la felicidad no sólo en función del cuerpo y del alma, sino también de acuerdo con las cosas externas, según el principio peripatético, reclamaba más pasteles y una abundante variedad de manjares. El epicúreo Zenócrates tenía entre sus brazos a una citarista y, al tiempo que la mirada con languidez y sensualidad, afirmaba con los ojos medio cerrados que esto era la tranquilidad de la carne y la consolidación del placer. El cínico, después de haber desabrochado y dejado caer por tierra su manto, empezó por orinarse, en consonancia con la doctrina cínica de la indiferencia. Luego, estaba dispuesto a hacer el amor con Dóride, la cantante, ante la vista de todos cuantos le miraban, pretextando que la naturaleza es un principio de generación.
De manera que a nosotros, los parásitos, ya no se nos prestó ninguna atención. El espectáculo y el entretenimiento no corrieron a cargo de ninguno de los que estaban contratados a tal fin. Y eso que, tanto el citarista Febades como los actores cómicos encabezados por Sanirión y Filistíades, no cejaron en su empeño. Pero sus números se consideraron aburridos y sin atractivo, únicamente los despropósitos de los filosofastros gozaron de una general aprobación.

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