Blogs que sigo

viernes, 19 de mayo de 2017

Víctor Oliva


Historia de un niño malo 

Había una vez un niño malo cuyo nombre era Jim, a pesar de que si atienden ustedes a los libros de la escuela dominical encontrarán que los niños malos que allí figuran se llaman casi siem­pre James. Era extraño y, no obstante, cierto que éste se llamaba Jim.
Tampoco tenía la madre enferma, una madre pia­dosa y doliente, atacada de tisis, que deseara yacer en su tumba y descansar, de no haber sido por el mucho amor que prodigaba a su hijo y la angustia de que el mundo fuera duro y cruel hacia él cuando ella faltase. La mayoría de los niños malos de los libros de las escuelas dominicales se llaman James y tienen madres enfermas que les enseñan a decir «Voy a acostarme...», etc., y les arrullan con voz dulce y plañidera, besándoles luego para desearles las bue­nas noches, arrodilladas junto a la cama y llorando en silencio. Con éste ocurría todo lo contrario. Se llamaba Jim y su madre no tenía absolutamente nada: ni tisis ni nada de todo esto. Era bastante robusta, más robusta que otra cosa, y no era piadosa; y, lo que es aún más, no tenía la menor inquietud respec­to a su hijo Jim.
Solía decir que si se rompía la cabeza no iba a per­derse gran cosa. Le mandaba a acostarse dándole un sopapo y no le besaba jamás deseándole las buenas noches; por el contrario, cuando estaba ella dispuesta a ir a acostarse le daba pescozones en las orejas.
En cierta ocasión, este niño malo robó la llave de la despensa, se metió en ella y se comió la confitura que le vino en gana, acabando de llenar el bote con alquitrán para que así su madre no se diera cuenta de la diferencia; pero no le asaltó de pronto un cruel remordimiento ni tampoco voz alguna que le susu­rrara: «¿Está bien desobedecer así a mi madre? ¿No es pecaminoso hacer una cosa tal? ¿Adónde van a parar los niños malos que engullen glotonamente la confitura de su excelente madre?» Ni se arrodilló a solas, ni prometió no ser nunca jamás malo como hasta entonces, ni se levantó con el corazón feliz y contento, ni se lo contó todo a su madre solicitando su perdón y su bendición con los ojos arrasados en lágrimas de orgullo y arrepentimiento. No. Así es como se comportan todos los otros niños malos de los libros; pero, por extraño que parezca, con este Jim sucedía todo de manera distinta. Se comió aque­lla confitura y dijo, con su forma de hablar vulgar y pecaminosa, que estaba estupenda. Volvió a colocar el bote diciendo que también aquello era estupendo y riéndose pensó que cuando la vieja lo descubriera iba a poner el grito en el cielo. Cuando la madre lo descubrió negó que supiera absolutamente nada del asunto y ella le dio una paliza severísima, encargán­dose él de los lloros. Todo lo que pasaba con aquel chico era curioso; todo se desenvolvía de manera distinta a como les sucede a los James malos de los libros.
En otra ocasión se subió al manzano de Acorn, el granjero, para robarle manzanas, y no se rompió ninguna rama, ni él se cayó y se rompió un brazo, ni fue arrollado por el perrazo del granjero teniendo que languidecer en cama durante semanas enteras, teniendo tiempo de arrepentirse y prometer enmendarse en lo sucesivo. No; robó tantas manzanas corno le dio la gana y bajó perfectamente; también se encargó del perro y en cuanto le vio venir para echár­sele encima le arrojó un ladrillo que lo dejó malpa­rado. Era muy extraño. Jamás ocurría nada parecido en aquellos libritos de cubiertas veteadas como mármol, con dibujos de hombres con chaquetas de faldo­nes, sombreros acampanados y pantalones hasta la rodilla y mujeres con el talle justo debajo del brazo y sin miriñaque. Nada había parecido en ninguno de los libros de la escuela dominical.
En otra ocasión, robó el cortaplumas del maestro, y cuando tuvo miedo de que se descubriera y le azo­taran, lo deslizó bajo el gorro de George W. Wilson, el hijo de la pobre viuda de Wilson, el chico intacha­ble, el niño bueno del pueblo, que siempre obedecía a su madre, no decía jamás una mentira y estaba or­gullosísimo de sus lecciones e infatuado con la es­cuela dominical. Cuando el cortaplumas cayó del gorro y el pobre George bajó la cabeza, sonrojándose, como consciente de su culpa, y el ultrajado profesor le atribuyó el hurto, estando a punto de dejar caer el puntero sobre sus hombros temblorosos, no acudió de pronto a interponerse ningún improbable juez de paz con el pelo blanco que, adoptando una actitud adecuada, dijera: «No castiguéis a este noble muchacho. Ahí está el infame culpable. Pasaba por casuali­dad por la puerta de la escuela y, sin ser visto, observé cómo se cometía el hurto.»  Ni entonces Jim fue expuesto a la vergüenza general ni hubo venerable juez que dirigiera ningún sermón a toda la escuela bañada en lágrimas y tomara a George de la mano, diciendo que un niño así merecía ser glorificado, ofreciendo luego el ir a vivir con él y barrer la oficina, encender el fuego, hacer los recados, cortar leña, estudiar leyes y ayudar a su mujer a hacer las labores caseras, concediéndole todo el tiempo restante para jugar, proporcionándole la dicha de ganar cuarenta centavos al mes. No, así habría ocurrido en los libros, pero no sucedía de tal forma con Jim. No hubo ningún viejo trasto de juez que se entremetiera para armar jaleo, y así, George, el niño modelo, recibió una paliza y Jim se alegró de ello, porque detestaba a los niños modelos. Jim solía decir que era partidario de gritar: «¡Abajo con estos mequetrefes!» Tal era el lenguaje grosero de este niño malo y mal educado.
Pero lo más extraño que jamás le ocurriera a Jim sucedió aquella vez que salió a pasear en barca, en domingo, sin que se ahogara, y aquella otra vez que se vio sorprendido por la tormenta cuando estaba pescando en domingo y no fue herido por el rayo. Ya pueden ustedes consultar y volver a consultar los libros de la escuela dominical de arriba abajo, desde el momento presente hasta las próximas Na­vidades, y no se tropezarán jamás con una cosa pa­recida. ¡Oh, no! Encontrarán que todos los niños malos que salen a pasear en barca el domingo se aho­gan, invariablemente, y que todos los niños malos que son sorprendidos por la tormenta cuando están pescando acaban infaliblemente por ser aniquilados por el rayo. Los botes en que van niños malos en domingo naufragan siempre y hay siempre tormenta cuando los niños malos van a pescar ese día. Cómo logró escapar siempre este Jim, resulta para mí un misterio.
Aquel Jim debió de recibir algún encanto al nacer. Esta ha de ser la explicación. Nada podía dañarle. Incluso llegó a darle al elefante de la casa de fieras un paquete de tabaco, sin que éste le golpeara la cabeza con la trompa. Fue a registrar la alacena en busca de pippermint y no se equivocó y bebió aguarrás. Robó la escopeta de su padre y se fue a cazar en día feriado sin arrancarse dos o tres dedos. Cuando estaba furioso golpeó a su hermanita con el puño en las sienes y ésta no estuvo todo el verano pos­trada en cama, sufriendo, ni murió con dulces palabras de perdón en sus labios que redoblaran la angustia de su corazón destrozado. No; lo resistió perfectamente. Por fin escapó para irse en un barco y al regresar no se encontró triste y solo en el mundo, con aquellos a quienes amaba durmiendo en el tranquilo cementerio, ni encontró el hogar de su infancia desmoronado y en ruinas. No. Regresó borracho como una cuba y lo primero que vio fue el puesto de policía donde lo detuvieron.
Y creció, y se casó, y fundó una familia numerosa a la que una noche partió la cabeza con una hacha, enriqueciéndose con toda clase de canalladas y fraudes. Y ahora es el truhán más perverso e infernal de su pueblo natal y es universalmente respetado y forma parte del Parlamento.
Así es que, como ustedes ven, jamás hubo ningún James, de esos malos de los libros de escuela dominical, que tuviera una suerte tan portentosa como este pecaminoso Jim con su vida encantada.

Mark Twain