Tengo
un viejo diccionario, de hace unos ciento veinte años, que necesito para cierto
trabajo de este curso. Las páginas, inmensas y quebradizas, amarillean por los
bordes. Cuando las paso, corren peligro de romperse. Al abrir el diccionario,
también asumo el riesgo de romper el lomo, que ya está medio abierto. Debo
decidir cada vez que voy a consultarlo si merece la pena seguir estropeando el
libro para buscar determinada palabra. Dado que necesito usarlo, sé que lo estropearé, si no hoy, mañana, y
que cuando acabe el trabajo estará en peores condiciones que cuando lo empecé, si es que no está
absolutamente destrozado. Cuando hoy lo
cogí de la estantería, sin embargo, me di cuenta de que lo trato con mucho más cuidado que a
mi hijo. Cada vez que lo manejo, me cuido mucho de no hacerle daño: mi
principal preocupación es no hacerle daño. Hoy he descubierto que, aunque mi
hijo debería ser para mí más importante que mi viejo diccionario, no puedo
decir que siempre que estoy con él mi
principal preocupación sea no hacerle daño. Mi principal preocupación es casi
siempre otra cosa: por ejemplo, enterarme de qué deberes lleva, o ponerle la
cena, o terminar de hablar por teléfono. Que pueda hacerse daño en el proceso no parece importarme tanto
como acabar lo que tengo
pendiente, sea lo que sea. ¿Por
qué no trato a mi hijo tan bien, por lo menos, como al viejo diccionario? Quizá
sea porque el diccionario es evidentemente frágil. Cuando la esquina de una
página se rompe, es incuestionable. Mi hijo no parece frágil, absorto en alguno
de sus juegos o maltratando al perro. Sí, su cuerpo es fuerte y flexible, y no
es fácil que yo le haga daño. Le he hecho un cardenal y luego se le ha quitado.
A veces me resulta evidente que he herido sus sentimientos, pero es difícil
apreciar el alcance de las heridas, y los sentimientos parecen curarse. Es
difícil decir si se han curado del todo o si han quedado leve e irremediablemente
dañados. Los daños del diccionario no tienen remedio. Quizá trate mejor al
diccionario porque no me exige nada ni ofrece resistencia. Quizá yo sea más
amable con las cosas que no parecen reaccionar contra mí. Pero mis plantas de
interior no parecen reaccionar contra mí y, sin embargo, no las trato demasiado
bien. Las plantas exigen un par de cosas. Exigen luz, y ya he satisfecho su
petición poniéndolas en el sitio adecuado. También exigen agua. Las riego, pero
no con regularidad. Y, en consecuencia, algunas no acaban de crecer y otras se
mueren. No son ninguna preciosidad: más bien tienen un aspecto raro. Algunas
eran preciosas cuando las compré, pero ahora son raras porque no las he cuidado
bien. La mayoría está en las mismas macetas, feas, de plástico, en las que me
las vendieron. La verdad es que me gustan poco. Si la planta no es bonita,
¿existe alguna otra razón para que te guste? ¿Soy más amable con las cosas si
son bonitas? Pero trataría bien a una planta aunque no me gustara. Debería
saber tratar bien a mi hijo cuando no es precisamente una preciosidad e
incluso cuando no se porta bien. Trato al perro mejor que a las plantas, a
pesar de que es más activo y más exigente. Es fácil darle agua y comida. Lo
saco a pasear, pero no mucho. A veces le pego en el hocico, aunque el
veterinario me dijo que no le pegara cerca de la cabeza, o puede que me dijera
que no le pegara en ningún sitio. Sólo estoy segura de que no tengo abandonado
al perro cuando se duerme. Quizá yo sea más amable con las cosas sin vida. O, más
exactamente, si no están vivas, no hay amabilidad que valga. No sufren si no
les presto atención, y eso supone un gran alivio. Es un alivio tan grande que
incluso es un placer. El único cambio visible que sufren es que se cubren de
polvo. El polvo no les hace daño. Incluso puedo buscar a alguien que les quite
el polvo. Mi hijo se ensucia, y no puedo ni lavarlo ni pagarle a alguien para
que lo lave. Es casi imposible conseguir que no se ensucie, e incluso es
complicado hacer que coma. No duerme lo suficiente, en parte porque me empeño
en que se duerma. Las plantas necesitan dos cosas, o quizá tres. El perro
necesita cinco o seis cosas. Está muy claro cuántas le doy y cuántas no, y, por
tanto, hasta qué punto lo cuido. Mi hijo necesita muchas cosas más, además del
cuidado físico, y esas cosas cambian y se multiplican constantemente. Pueden
cambiar en mitad de una frase. No siempre sé exactamente lo que necesita,
aunque suelo saberlo. E, incluso cuando lo sé, no siempre puedo dárselo. Muchas
veces al día no le doy lo que necesita. Algo de lo que hago por el viejo
diccionario, aunque no todo, podría hacerlo por mi hijo. Por ejemplo, al
diccionario lo manejo despacio, sin prisa, con cuidado. Tengo en cuenta su
edad. Lo trato con respeto. Antes de usarlo, pienso. Conozco sus limitaciones.
No lo animo a que haga más de lo que puede (por ejemplo, estar sobre la mesa
completamente abierto). Lo dejo tranquilo muchas horas.
Lydia Davis