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miércoles, 17 de mayo de 2017

Padilla Libros






El viejo diccionario

Tengo un viejo diccionario, de hace unos ciento veinte años, que necesito para cierto trabajo de este curso. Las páginas, inmensas y quebradizas, amarillean por los bordes. Cuando las paso, corren peligro de romperse. Al abrir el diccionario, también asumo el riesgo de romper el lomo, que ya está medio abierto. Debo decidir cada vez que voy a consultarlo si merece la pena seguir estropeando el libro para buscar determinada palabra. Dado que necesito usarlo, sé que lo estropearé, si no hoy, mañana, y que cuando acabe el trabajo estará en peores condiciones que cuando lo empecé, si es que no está absolutamente destrozado. Cuando hoy lo cogí de la estantería, sin embargo, me di cuenta de que lo trato con mucho más cuidado que a mi hijo. Cada vez que lo manejo, me cuido mucho de no hacerle daño: mi principal preocupación es no hacerle daño. Hoy he descubierto que, aunque mi hijo debería ser para mí más importante que mi viejo diccionario, no puedo decir que siempre que estoy con él mi principal preocupación sea no hacerle daño. Mi principal preocupación es casi siempre otra cosa: por ejemplo, enterarme de qué deberes lleva, o ponerle la cena, o terminar de hablar por teléfono. Que pueda hacerse daño en el proceso no parece importarme tanto como acabar lo que tengo pendiente, sea lo que sea. ¿Por qué no trato a mi hijo tan bien, por lo menos, como al viejo diccionario? Quizá sea porque el diccionario es evidentemente frágil. Cuan­do la esquina de una página se rompe, es incuestionable. Mi hijo no parece frágil, absorto en alguno de sus juegos o mal­tratando al perro. Sí, su cuerpo es fuerte y flexible, y no es fácil que yo le haga daño. Le he hecho un cardenal y luego se le ha quitado. A veces me resulta evidente que he herido sus sentimientos, pero es difícil apreciar el alcance de las heridas, y los sentimientos parecen curarse. Es difícil decir si se han curado del todo o si han quedado leve e irremedia­blemente dañados. Los daños del diccionario no tienen re­medio. Quizá trate mejor al diccionario porque no me exi­ge nada ni ofrece resistencia. Quizá yo sea más amable con las cosas que no parecen reaccionar contra mí. Pero mis plantas de interior no parecen reaccionar contra mí y, sin embargo, no las trato demasiado bien. Las plantas exigen un par de cosas. Exigen luz, y ya he satisfecho su petición poniéndolas en el sitio adecuado. También exigen agua. Las riego, pero no con regularidad. Y, en consecuencia, algunas no acaban de crecer y otras se mueren. No son ninguna pre­ciosidad: más bien tienen un aspecto raro. Algunas eran preciosas cuando las compré, pero ahora son raras porque no las he cuidado bien. La mayoría está en las mismas ma­cetas, feas, de plástico, en las que me las vendieron. La ver­dad es que me gustan poco. Si la planta no es bonita, ¿existe alguna otra razón para que te guste? ¿Soy más amable con las cosas si son bonitas? Pero trataría bien a una planta aun­que no me gustara. Debería saber tratar bien a mi hijo cuan­do no es precisamente una preciosidad e incluso cuando no se porta bien. Trato al perro mejor que a las plantas, a pesar de que es más activo y más exigente. Es fácil darle agua y comida. Lo saco a pasear, pero no mucho. A veces le pego en el hocico, aunque el veterinario me dijo que no le pegara cerca de la cabeza, o puede que me dijera que no le pegara en ningún sitio. Sólo estoy segura de que no tengo abandona­do al perro cuando se duerme. Quizá yo sea más amable con las cosas sin vida. O, más exactamente, si no están vivas, no hay amabilidad que valga. No sufren si no les presto atención, y eso supone un gran alivio. Es un alivio tan gran­de que incluso es un placer. El único cambio visible que sufren es que se cubren de polvo. El polvo no les hace daño. Incluso puedo buscar a alguien que les quite el polvo. Mi hijo se ensucia, y no puedo ni lavarlo ni pagarle a alguien para que lo lave. Es casi imposible conseguir que no se en­sucie, e incluso es complicado hacer que coma. No duerme lo suficiente, en parte porque me empeño en que se duer­ma. Las plantas necesitan dos cosas, o quizá tres. El perro necesita cinco o seis cosas. Está muy claro cuántas le doy y cuántas no, y, por tanto, hasta qué punto lo cuido. Mi hijo necesita muchas cosas más, además del cuidado físico, y esas cosas cambian y se multiplican constantemente. Pue­den cambiar en mitad de una frase. No siempre sé exacta­mente lo que necesita, aunque suelo saberlo. E, incluso cuando lo sé, no siempre puedo dárselo. Muchas veces al día no le doy lo que necesita. Algo de lo que hago por el viejo diccionario, aunque no todo, podría hacerlo por mi hijo. Por ejemplo, al diccionario lo manejo despacio, sin prisa, con cuidado. Tengo en cuenta su edad. Lo trato con respeto. Antes de usarlo, pienso. Conozco sus limitaciones. No lo animo a que haga más de lo que puede (por ejemplo, estar sobre la mesa completamente abierto). Lo dejo tran­quilo muchas horas.

Lydia Davis