Yo lo había conocido al piano, una tarde grata, de cerca,
en la penumbra gris y dulce del crepúsculo de primavera, en su salón. Me había
parecido dulce, bueno, sencillo, vibrante el corazón de la música de su piano,
entre sus hijos, su mujer y sus flores.
Luego, al otro día, en su despacho, de lejos, entrando yo
por la puerta distante del banco grande, me pareció que lo había equivocado
con otro. Estaba más enjuto, más oscuro, recostado entre legajo y hule, y con
unos ojillos de pimienta que en nada se parecían a los azules del día antes,
unos ojillos que me miraban, acercándose, como con desagrado.
Llegando a un punto de la estancia, como en esos cambios
de los árboles cuando nos acercamos a ellos, como si hubiera un escamoteo
teatral, el hombre de hoy, el del escritorio, se transformaba otra vez, en el
hombre de ayer, el del piano, y la sonrisa grande y blanda sucedía al mirar
pequeño, duro y desagradable.
Debió de notar mi confusión, y le dije lo que era:
-Al pronto no lo había conocido a usted. Me parecía usted
otro.
Se rió con una risa fuerte, como si estuviera en el
secreto de mi duda, una risa no sé si mala o buena, que no sé de cuál de los
dos es, si del hombre dulce del piano, que se reía de mi sospecha, o del hombre
molesto del banco, que se reía de mi infelicidad.
... La mujer leyó esta pájina, y, de pronto, sintió
un escalofrío y dio un grito.
No era sospecha suya sólo. El poeta también lo había
visto. En su casa había dos hombres.
Juan Ramón Jiménez