Si hubieran conocido la lengua de la ciudad, habrían
podido preguntar quién hizo al hombre blanco, de dónde salió la fuerza de los
automóviles, cómo se sostienen los aviones, por qué los dioses nos negaron el
acero.
Pero no conocían la lengua de la ciudad. Hablaban el
viejo idioma de los antepasados, que no habían sido pastores ni habían vivido
en las alturas de la sierra nevada de Santa Marta. Porque antes de los cuatro
siglos de persecución y de despojo, los abuelos de los abuelos de los abuelos
habían trabajado las tierras fértiles que los nietos de los nietos de los
nietos no habían podido conocer ni siquiera de vista o de oídas.
De modo que ahora ellos no podían hacer otro
comentario que el que les nacía, en chispas burlonas, de los ojos: miraban
esas manos pequeñitas de los hombres
blancos, manos de lagartija, y pensaban: esas manos no saben cazar, y
pensaban: sólo pueden regalar regalos hechos por otros.
Estaban
parados en una esquina de la capital, el jefe y tres de sus hombres, sin
miedo. No los sobresaltaba el vértigo del tráfico de las máquinas y los
transeúntes, ni temían que los edificios gigantes pudieran desprenderse de las
nubes y derrumbárseles encima. Acariciaban con las yemas de los dedos sus
collares de varias vueltas de dientes y semillas, y no se dejaban impresionar
por el estrépito de las avenidas. Sus corazones se compadecían de los millones
de ciudadanos que les pasaban por encima y por debajo, por los costados y por delante
y por detrás, sobre piernas y sobre ruedas, a todo vapor: "¿Qué sería de
todos ustedes -preguntaban lentamente sus corazones- si nosotros no
hiciéramos salir el sol todos los días?"
Eduardo Galeano