La propiedad
En esa propiedad de campo que
daba sobre el mar, cuyo jardín no tenía flores por culpa del viento, pero toda
suerte de cascadas, de grutas, de fuentes y de glorietas, vivíamos en un Edén.
La señora a veces iba a la ciudad y durante su ausencia yo aprovechaba para
descansar. Bonita como nadie, yo salía esos días y bajaba a la playa, con el
kimono y las sandalias puestos; no llevaba ninguna uña sin barniz, ninguna
pierna sin depilar.
Aproveché las vacaciones, que
pasaron en un abrir y cerrar de ojos, para someterme a operaciones de cirugía
estética: empecé por la nariz, después fue el turno de los ojos y de los senos.
Los médicos no me cobraban nada. Yo no tenía inconveniente en prestarme para
experimentos de esos, porque me atendían médicos importantes y serios,
verdaderos doctores y no practicantes que la matan a una, prometiendo el oro y
el moro.
No había propiedad en el
continente tan bonita como esa. Muchos huéspedes millonarios venían a alojarse
y pasaban días, a veces semanas, a veces meses, en la casa. La señora era
buena, tanto para las visitas como para la servidumbre. Mi trabajo era
agradable. No enceraba pisos, ni limpiaba vidrios, que es tan engorroso.
Lo que más me costaba era
levantarme a las seis y media de la mañana: ni la limpieza de los baños, ni
atender el teléfono cuando me colgaban el tubo, me desagradaba tanto como ese
momento en que abandonaba mis castillos en el aire, para levantarme y servir
los desayunos, que no es trabajo de cocinera.
En aquella mansión, en lugar de
flores, peces rojos, que nadaban en sus peceras como Pedro por su casa,
adornaban los dormitorios. Esta era una de las tantas originalidades de la
patrona. Además de ser generosa, mi señora era bonita y rubia como el trigo,
«tal vez un poquito delgada para su estatura», decían el panadero Ruiz y
Langostino, el del muelle, que eran unos envidiosos; para mí, estaba en su
peso. Pero ella nunca estaba satisfecha. Siempre quería adelgazar más: ¡Qué
pecado! El tratamiento de un especialista, con hormonas, que valían un ojo de
la cara, le hizo aumentar cuarenta kilos, que rebajaba fácilmente, sin querer,
y comiendo como un tiburón o como un pajarito. ¡Cuántas veces la sostuve en mis
brazos, llorando porque no había bajado de peso o porque había subido injustamente,
con muchos sacrificios! Una vez me resfrié de tantas lágrimas que recibí sobre
los hombros. ¡Yo era su paño de lágrimas!
-Si fuera pobre como yo, no se
alimentaría tan mal -le decía para consolarla-. Peor sería parecer un elefante
como la señora Macuri, o un palillo de dientes como doña Selena, o el hambre en
la India, como otras de sus invitadas -yo agregaba con el corazón en la mano.
Ella me hacía callar. Sabía que era perfecta, pero se encaprichaba con la misma
retahíla: gorda y flaca, flaca y gorda.
Desde las ocho de la mañana, los
compañeros llevaban las peceras al jardín para cambiarles el agua y dar comida
a los peces, que eran unos comilones.
Las persianas cerraban bien, tan
bien que se necesitaban maña y fuerza para abrirlas. Un día uno de los
invitados me llamó para que abriera una de ellas.
-Yo me ahogo en esta casa. Es
bonita, pero las persianas no se abren.
Se lo conté a la señora y
aprovechó para no invitar más al desagradecido, que nunca me dio propina, ni
cuando le buscaba los zapatos debajo de la cama, que no era mi trabajo.
La señora me trataba bien, salvo
cuando se enojaba y eso sucedía todos los días: por una puerta abierta, por un
sillón colocado en otro sitio, por una basurita que había caído en un rincón,
por los bichofeos que ensuciaban las sillas de la terraza. ¡Qué culpa tenía yo!
La señora era elegante. Con
verdadera pena, yo veía envejecer los trajes, los zapatos, los guantes, la ropa
interior, que iba a regalarme. No soy interesada. A veces, si caía el lápiz de
rouge al suelo, me lo regalaba; si le faltaba un solo diente al peine, aunque
fuera de carey, también me lo regalaba. No mezquinaba los perfumes: el perfume
desaparecía de a medio frasco por día: las visitas tenían todas el mismo olor
relajante de algunas flores, que no me dejan dormir de noche.
Las mallas de baño, yo las
estrenaba nuevecitas, porque el día en que la señora las compraba ya le
parecían horribles, por esto, por lo otro y por lo de más allá. Yo era muy
feliz en aquella vida de abundancia y de lujo: nunca faltó vino en mi comida,
ni café, ni té, si lo quería. Los remedios viejos y los postres que habían
salido mal, me los regalaba para mi madre enferma, que la adoraba como yo.
Todo cambió cuando llegó Ismael
Gómez. La señora ya no me regaló sus vestidos viejos, ni sus remedios, porque
Ismael Gómez pretendía que cuanto más viejo era un traje o un remedio, sentaban
mejor. Las comidas también cambiaron: me obligaron a preparar muchos postres
con crema y huevo batido, mucho merengue con dulce de leche, y yemas quemadas,
que me hacían mal al hígado. Ismael Gómez tenía una verdadera adoración por la
señora pero la respetaba, eso sí. No la dejaba mover, le alcanzaba cualquier
cosita que necesitaba. Todo el día le ofrecía algo de comer, le compraba
bebidas finísimas y el no compartía nada, como si no quisiera abusar de las
riquezas de la señora. La gente decía que era un pan de Dios, pero yo no lo
tragaba. En aquella época la señora tomó a su servicio a un cocinero gigante,
recomendado por Ismael Gómez. Me sacaron de la cocina sin decir agua va. Las
comidas cambiaron de nuevo. Enormes postres de cuatro pisos, adornados con
figuras aparentemente alegres, desfilaban a diario por el comedor. Con el
tiempo descubrí que esas figuras hechas de merengue rosado, que en el primer
momento me parecían tan bonitas, representaban calaveras, monstruos con cuatro
cabezas, diablos con guadañas, en fin, todo un mundo de cosas horribles, que mi
señora no advirtió, porque no era maliciosa; yo no me atreví a explicarle nada.
Resolví, sin embargo, vigilar las comidas, y a las horas en que preparaban las
fuentes, entraba intempestivamente en la cocina, donde me recibían de mala
gana.
Ismael Gómez redobló sus cuidados
con la señora. No permitía que se molestara ni para ir al Banco. Durante varios
días, en un cuaderno con hojas cuadriculadas, como un nene que no sabe
escribir, se ejercitó en imitar la firma de la señora, hasta que nadie pudo
distinguir qué mano había escrito aquellas líneas.
Varias veces me escondí detrás de
la puerta, para oír las conversaciones entre la señora e Ismael Gómez, al
atardecer, antes de que nos fuéramos a la cama. Yo presentía que alguna
desgracia iba a suceder en la casa, pero no podía explicar en qué fundaba mis
presentimientos. Tuve que consultar a un médico, porque durante varias noches
tuve pesadillas que me dejaron afiebrada.
Mis presentimientos se cumplieron
el día en que vi a mi señora acostada con perfil de santa, entre coronas de
flores blancas, en la capilla ardiente. Yo llegaba de casa de mis tías, donde
había pasado un mes de vacaciones, y pregunté en la puerta, sujetando con la
mano mi corazón, que latía como un despertador:
-¿Dónde está la señora?
-Está en la sala, de cuerpo
presente -me respondieron.
Se me doblaron las rodillas. En
los espejos yo parecía ni más ni menos que una enana. ¿Quién es ésa?, pensé, y
era yo. Entré en la sala llorando como una Magdalena. El señor Ismael Gómez me
tomó del brazo y me dijo:
-Tengo que darte una buena
noticia. La señora te deja una pequeña fortuna, a condición de que cuides esta
casa, que ahora es mía, como la cuidaste siempre para mí y para ella, que
seguirá viviendo en nuestra memoria -y agregó, conteniendo las lágrimas-: ¡Ya
ves lo que es la vida! No quiso ser mi novia y ahora es la novia de la muerte,
que es menos alegre que yo.
Un zumbido de moscardones llenó
la sala: mujeres enlutadas rezaron. Perdí la cabeza.
Me arrojé en los brazos que
Ismael Gómez me tendía como un padre y comprendí que era un señor bondadoso.
Silvina
Ocampo