El polvo del saber
Todos los días al salir de la universidad o entre dos
cursos caminaba hasta la calle Washington y me detenía un momento a contemplar,
por entre las verjas, los muros grises de la casona, que protegían celosa,
secretamente, la clave de la sabiduría.
Desde niño sabía que en esa casa se conservaba la
biblioteca de mi bisabuelo.
De ésta había oído hablar a mi padre, quien siempre
atribuyó la quiebra de su salud a la vez que tuvo que mudada de casa. Mientras
mi bisabuelo vivió, los diez mil volúmenes estuvieron en la residencia
familiar de la calle Espíritu Santo. Pero a la muerte del patriarca, sus hijos
se repartieron sus bienes y la biblioteca le tocó al tío Ramón, que era
profesor universitario.
Ramón era casado con una señora riquísima, estéril, sorda
e intratable, que lo martirizó toda su vida. Para desquitarse de su fracaso
matrimonial, la engañaba con cuanta mujer le pasaba por delante. Como no tenía
hijos, hizo de mi padre su sobrino preferido, lo que significaba al mismo
tiempo que una expectativa de herencia una fuente de obligaciones. Es así que
cuando hubo que trasladar la biblioteca de Espíritu Santo a su casa de la
calle Washington, mi padre fue el encargado de la mudanza.
Contaba mi padre que en trasladar los miles de
volúmenes tardó un mes. Tuvo que escalar altísimas estanterías, encajonar los
libros, llevarlos a la otra casa, volver a ordenarlos y clasificarlos, todo esto
en un mundo de pelusas y polilla. Cuando terminó su trabajo quedó cansado para
el resto de su vida. Pero toda esta fatiga tenía su recompensa. Cuando tío
Ramón le preguntó qué quería que le dejara al morir, mi padre respondió sin
vacilar:
-Tu biblioteca.
Mientras tío Ramón vivió, mi padre iba regularmente a
leer a su casa. Ya desde entonces se familiarizaba con un bien que algún día sería
suyo. Como mi bisabuelo había sido un erudito, su biblioteca era la de un
humanista y constituía la suma de lo que un hombre culto debía saber a fines
del siglo XIX. Más que en la universidad, mi padre se formó a la vera de esa
colección. Los años más felices de su vida, repetía a menudo, fueron los que
pasó sentado en un sillón de esa biblioteca, devorando cuanto libro caía en
sus manos.
Pero estaba escrito que nunca entraría en posesión de ese
tesoro. Tío Ramón murió súbitamente y sin testar y la biblioteca con el resto
de sus bienes pasaron a propiedad de su viuda. Como tío Ramón murió además en
casa de una querida, su viuda guardó a nuestra familia, y a mi padre en
particular, un odio eterno. Jamás quiso recibirnos y optó por encerrarse en la
calle Washington con su soledad, su encono y su sordera. Años más tarde cerró
la casa y se fue a vivir donde unos parientes a Buenos Aires. Mi padre pasaba
entonces a menudo delante de esa casa, miraba su verja, sus ventanas cerradas e
imaginaba las estanterías donde continuaban alineados los libros que nunca
terminó de leer.
Y cuando mi padre murió, yo heredé esa codicia y esa
esperanza. Me parecía un crimen que esos libros que un antepasado mío había tan
amorosamente adquirido, coleccionado, ordenado, leído, acariciado, gozado,
fueran ahora patrimonio de una vieja avara que no tenía interés por la cultura
ni vínculos con nuestra familia. Las cosas iban a parar así a las manos menos
apropiadas, pero como yo creía aún en la justicia inmanente, confiaba en que
alguna vez regresarían a su fuente original.
Y la ocasión se presentó. Supe que mi tía, que había
pasado varios años en Buenos Aires sin dar signo de vida, vendría unos días a
Lima para liquidar un negocio de venta de tierras. Se hospedó en el Hotel
Bolívar y después de insistentes llamadas telefónicas logré persuadirla que me
concediera una entrevista. Quería que me autorizara a elegir aunque fuera
algunos volúmenes de una biblioteca que, según pensaba decirle, «había sido de
mi familia».
Me recibió en su suite y me invitó una taza de té
con galletas. Era una momia pintarrajeada, enjoyada, verdaderamente siniestra.
No abrió prácticamente la boca, pero yo adiviné que veía en mí la imagen de su
marido, de mi padre, de todo lo que aborrecía. Durante los diez minutos que
estuvimos juntos, tomó nota de mi embarazoso pedido, leyendo mi discurso en el
movimiento de mis labios. Su respuesta fue tajante y fría: nada de lo que «era
suyo» pasaría a nuestra familia.
Al poco tiempo de regresar a Buenos Aires falleció. Su
casa de la calle Washington y todo lo que contenía fue heredado por sus parientes
y de este modo la biblioteca se alejó aún más de mis manos. El destino de
estos libros, en verdad, era derivar cada vez más, por el mecanismo de las
trasmisiones hereditarias, hacia personas cada vez menos vinculadas a ellos,
chacareros del sur o anónimos bonarenses que fabricaban tal vez productos en
los que entraba el tocino y la rapiña.
La casa de la calle Washington continuó un tiempo cerrada.
Pero quien la heredó -por algún misterio, un médico de Arequipa- resolvió sacar
de ella algún provecho y como era muy grande la convirtió en pensión de
estudiantes. De ello me enteré por azar, cuando terminaba mis estudios y había
dejado de rondar por la vieja casona, perdida ya toda ilusión.
Un condiscípulo de provincia, de quien me hice amigo, me
pidió un día que lo acompañara a su casa para preparar un examen. Y para
sorpresa mía me condujo hasta la mansión de la calle Washington. Yo creí que se
trataba de una broma impía, pero me explicó que hacía meses vivía allí, junto
con otros cinco estudiantes de su terruño.
Yo entré a la casa devotamente, atento a todo lo que me
rodeaba. En el vestíbulo había una señora guapa, probablemente la administradora
de la pensión, motivo que yo desdeñé, para observar más bien el mobiliario e ir
adivinando la distribución de las piezas, en busca de la legendaria biblioteca.
No me fue difícil reconocer sofás, consolas, cuadros, alfombras, que hasta
entonces sólo había visto en los álbumes de fotos de familia. Pero todos
aquellos objetos que en las fotografías parecían llevar una vida serena y
armoniosa habían sufrido una degradación, como si los hubieran despojado de sus
insignias, y no eran ahora otra cosa que un montón de muebles viejos,
destituidos, vejados por usuarios que no se preocupaban de interrogarse por su
origen y que ignoraban muchas veces su función.
-Aquí vivió un tío abuelo mío -dije al notar que mi amigo
se impacientaba al verme contemplar absorto un enorme perchero, del que antaño
pendían pellizas, capas y sombreros y que ahora servía para colgar plumeros y
trapos de limpieza-. Estos muebles fueron de mi familia.
Esta revelación lo impresionó apenas y me conminó a pasar
a su cuarto para preparar el curso. Yo lo obedecí, pero me fue imposible
concentrarme, mi imaginación continuaba viajando por la casa en pos de los
invisibles volúmenes.
-Fíjate -le dije al fin-; antes de que empecemos a
estudiar, ¿puedes decirme dónde está la biblioteca?
-Aquí no hay biblioteca.
Yo intenté persuadirlo de lo contrario: diez mil
volúmenes, encargados en gran parte a Europa, mi bisabuelo los había reunido,
mi tío abuelo Ramón poseído y custodiado, mi padre sopesado, olido y en gran
parte leído.
-Nunca he visto un libro en esta casa.
No me dejé convencer y ante mi insistencia me dijo
que tal vez quedaba algo en las habitaciones de los estudiantes de medicina,
donde nunca había entrado. Fuimos a ellas y no vi más que muebles arruinados,
ropa sucia tirada por los rincones y tratados de patología.
-¡Pero en algún sitio tienen que estar!
Mi amigo era ambicioso y feroz, como la mayoría de
los estudiantes provincianos, y mi problema le interesaba un pito, pero cuando
le dije que en esa biblioteca debía haber preciosos libros de derecho utilísimos
para la preparación de nuestro examen, decidió consultarle a doña Maruja.
Doña Maruja era la mujer que había visto a la entrada
y que -no me había equivocado- tenía a su cargo la pensión.
-¡Ah, los libros! -dijo-. ¡Qué trabajo me dieron!
Había tres cuartos llenos. Eran unas vejeces. Cuando me hice cargo de esta
pensión, hace tres o cuatro años, no sabía qué hacer con ellos. No podía
sacarlos a la calle porque me hubieran puesto una multa. Los hice llevar a los
antiguos cuartos de sirvientes. Tuve que contratar a dos obreros.
Los cuartos de la servidumbre quedaban en el
traspatio. Doña Maruja me entregó la llave, diciéndome que si quería
llevármelos encantada, así le desocuparía esas piezas, pero claro que era una
broma, para ello necesitaría un camión, qué un camión, varios camiones.
Yo vacilé antes de abrir el candado. Sabía lo que me
esperaba, pero por masoquismo, por la necesidad que uno siente a veces de
precipitar el desastre, introduje la llave. Apenas abrí la puerta recibí en
plena cara una ruma de papel mohoso. En el piso de cemento quedaron desparramados
encuadernaciones y hojas apolilladas. A esa habitación no se podía entrar sino
que era necesario escalarla. Los libros habían sido amontonados casi hasta
llegar al cielo raso. Emprendí la ascensión, sintiendo que mis pies, mis manos
se hundían en una materia porosa y polvorienta, que se deshacía apenas trataba
de aferrarla. De vez en cuando algo resistía a mi presión y lograba rescatar un
empaste de cuero.
-¡Sal de allí! -me dijo mi amigo-. Te va a dar un cáncer.
Eso está lleno de
microbios.
Pero yo persistí y seguí escalando esa sapiente
colina, consternado y rabioso, hasta que tuve que renunciar. Allí no quedaba
nada, sino el polvo del saber. La codiciada biblioteca no era más que un montón
de basura. Cada incunable había sido roído, corroído por el abandono, el
tiempo, la incuria, la ingratitud, el desuso. Los ojos que interpretaron esos
signos hacía años además que estaban enterrados, nadie tomó el relevo y en
consecuencia lo que fue en una época fuente de luz y de placer era ahora
excremento, caducidad. A duras penas logré desenterrar un libro en francés,
milagrosamente intacto, que conservé, como se conserva el hueso de un magnífico
animal prediluviano. El resto naufragó, como la vida, como quienes abrigan la
quimera de que nuestros objetos, los más queridos, nos sobrevivirán. Un
sombrero de Napoleón, en un museo, ese sombrero guardado en una urna, está más
muerto que su propio dueño.
Julio Ramón Ribeyro