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jueves, 11 de mayo de 2017

Musée d´Art Moderne de Céret

    

El polvo del saber

Todos los días al salir de la universidad o entre dos cursos cami­naba hasta la calle Washington y me detenía un momento a contem­plar, por entre las verjas, los muros grises de la casona, que protegían celosa, secretamente, la clave de la sabiduría.
Desde niño sabía que en esa casa se conservaba la biblioteca de mi bisabuelo.
De ésta había oído hablar a mi padre, quien siempre atribuyó la quiebra de su salud a la vez que tuvo que mudada de casa. Mientras mi bisabuelo vivió, los diez mil volúmenes estuvieron en la residen­cia familiar de la calle Espíritu Santo. Pero a la muerte del patriarca, sus hijos se repartieron sus bienes y la biblioteca le tocó al tío Ramón, que era profesor universitario.
Ramón era casado con una señora riquísima, estéril, sorda e intra­table, que lo martirizó toda su vida. Para desquitarse de su fracaso matrimonial, la engañaba con cuanta mujer le pasaba por delante. Como no tenía hijos, hizo de mi padre su sobrino preferido, lo que significaba al mismo tiempo que una expectativa de herencia una fuente de obligaciones. Es así que cuando hubo que trasladar la bi­blioteca de Espíritu Santo a su casa de la calle Washington, mi padre fue el encargado de la mudanza.
Contaba mi padre que en trasladar los miles de volúmenes tardó un mes. Tuvo que escalar altísimas estanterías, encajonar los libros, llevarlos a la otra casa, volver a ordenarlos y clasificarlos, todo esto en un mundo de pelusas y polilla. Cuando terminó su trabajo quedó cansado para el resto de su vida. Pero toda esta fatiga tenía su recom­pensa. Cuando tío Ramón le preguntó qué quería que le dejara al mo­rir, mi padre respondió sin vacilar:
-Tu biblioteca.
Mientras tío Ramón vivió, mi padre iba regularmente a leer a su casa. Ya desde entonces se familiarizaba con un bien que algún día sería suyo. Como mi bisabuelo había sido un erudito, su biblioteca era la de un humanista y constituía la suma de lo que un hombre culto de­bía saber a fines del siglo XIX. Más que en la universidad, mi padre se formó a la vera de esa colección. Los años más felices de su vida, repe­tía a menudo, fueron los que pasó sentado en un sillón de esa biblio­teca, devorando cuanto libro caía en sus manos.
Pero estaba escrito que nunca entraría en posesión de ese tesoro. Tío Ramón murió súbitamente y sin testar y la biblioteca con el resto de sus bienes pasaron a propiedad de su viuda. Como tío Ramón murió además en casa de una querida, su viuda guardó a nuestra familia, y a mi padre en particular, un odio eterno. Jamás quiso recibirnos y optó por encerrarse en la calle Washington con su soledad, su encono y su sordera. Años más tarde cerró la casa y se fue a vivir donde unos pa­rientes a Buenos Aires. Mi padre pasaba entonces a menudo delante de esa casa, miraba su verja, sus ventanas cerradas e imaginaba las estante­rías donde continuaban alineados los libros que nunca terminó de leer.
Y cuando mi padre murió, yo heredé esa codicia y esa esperanza. Me parecía un crimen que esos libros que un antepasado mío había tan amorosamente adquirido, coleccionado, ordenado, leído, acariciado, gozado, fueran ahora patrimonio de una vieja avara que no tenía inte­rés por la cultura ni vínculos con nuestra familia. Las cosas iban a parar así a las manos menos apropiadas, pero como yo creía aún en la justicia inmanente, confiaba en que alguna vez regresarían a su fuente original.
Y la ocasión se presentó. Supe que mi tía, que había pasado varios años en Buenos Aires sin dar signo de vida, vendría unos días a Lima para liquidar un negocio de venta de tierras. Se hospedó en el Hotel Bolívar y después de insistentes llamadas telefónicas logré persuadirla que me concediera una entrevista. Quería que me autorizara a elegir aunque fuera algunos volúmenes de una biblioteca que, según pensaba decirle, «había sido de mi familia».
Me recibió en su suite y me invitó una taza de té con galletas. Era una momia pintarrajeada, enjoyada, verdaderamente siniestra. No abrió prácticamente la boca, pero yo adiviné que veía en mí la imagen de su marido, de mi padre, de todo lo que aborrecía. Durante los diez minutos que estuvimos juntos, tomó nota de mi embarazoso pedido, leyendo mi discurso en el movimiento de mis labios. Su respuesta fue tajante y fría: nada de lo que «era suyo» pasaría a nuestra familia.
Al poco tiempo de regresar a Buenos Aires falleció. Su casa de la calle Washington y todo lo que contenía fue heredado por sus parientes y de este modo la biblioteca se alejó aún más de mis manos. El des­tino de estos libros, en verdad, era derivar cada vez más, por el meca­nismo de las trasmisiones hereditarias, hacia personas cada vez menos vinculadas a ellos, chacareros del sur o anónimos bonarenses que fabri­caban tal vez productos en los que entraba el tocino y la rapiña.
La casa de la calle Washington continuó un tiempo cerrada. Pero quien la heredó -por algún misterio, un médico de Arequipa- resolvió sacar de ella algún provecho y como era muy grande la convirtió en pensión de estudiantes. De ello me enteré por azar, cuando terminaba mis estudios y había dejado de rondar por la vieja casona, perdida ya toda ilusión.
Un condiscípulo de provincia, de quien me hice amigo, me pidió un día que lo acompañara a su casa para preparar un examen. Y para sorpresa mía me condujo hasta la mansión de la calle Washington. Yo creí que se trataba de una broma impía, pero me explicó que hacía me­ses vivía allí, junto con otros cinco estudiantes de su terruño.
Yo entré a la casa devotamente, atento a todo lo que me rodeaba. En el vestíbulo había una señora guapa, probablemente la administra­dora de la pensión, motivo que yo desdeñé, para observar más bien el mobiliario e ir adivinando la distribución de las piezas, en busca de la legendaria biblioteca. No me fue difícil reconocer sofás, consolas, cua­dros, alfombras, que hasta entonces sólo había visto en los álbumes de fotos de familia. Pero todos aquellos objetos que en las fotografías pa­recían llevar una vida serena y armoniosa habían sufrido una degrada­ción, como si los hubieran despojado de sus insignias, y no eran ahora otra cosa que un montón de muebles viejos, destituidos, vejados por usuarios que no se preocupaban de interrogarse por su origen y que ig­noraban muchas veces su función.
-Aquí vivió un tío abuelo mío -dije al notar que mi amigo se impa­cientaba al verme contemplar absorto un enorme perchero, del que an­taño pendían pellizas, capas y sombreros y que ahora servía para colgar plumeros y trapos de limpieza-. Estos muebles fueron de mi familia.
Esta revelación lo impresionó apenas y me conminó a pasar a su cuarto para preparar el curso. Yo lo obedecí, pero me fue imposible concentrarme, mi imaginación continuaba viajando por la casa en pos de los invisibles volúmenes.
-Fíjate -le dije al fin-; antes de que empecemos a estudiar, ¿puedes decirme dónde está la biblioteca?
-Aquí no hay biblioteca.
Yo intenté persuadirlo de lo contrario: diez mil volúmenes, encar­gados en gran parte a Europa, mi bisabuelo los había reunido, mi tío abuelo Ramón poseído y custodiado, mi padre sopesado, olido y en gran parte leído.
-Nunca he visto un libro en esta casa.
No me dejé convencer y ante mi insistencia me dijo que tal vez quedaba algo en las habitaciones de los estudiantes de medicina, donde nunca había entrado. Fuimos a ellas y no vi más que muebles arruinados, ropa sucia tirada por los rincones y tratados de patología.
-¡Pero en algún sitio tienen que estar!
Mi amigo era ambicioso y feroz, como la mayoría de los estudiantes provincianos, y mi problema le interesaba un pito, pero cuando le dije que en esa biblioteca debía haber preciosos libros de derecho utilísi­mos para la preparación de nuestro examen, decidió consultarle a doña Maruja.
Doña Maruja era la mujer que había visto a la entrada y que -no me había equivocado- tenía a su cargo la pensión.
-¡Ah, los libros! -dijo-. ¡Qué trabajo me dieron! Había tres cuartos llenos. Eran unas vejeces. Cuando me hice cargo de esta pensión, hace tres o cuatro años, no sabía qué hacer con ellos. No podía sacarlos a la calle porque me hubieran puesto una multa. Los hice llevar a los anti­guos cuartos de sirvientes. Tuve que contratar a dos obreros.
Los cuartos de la servidumbre quedaban en el traspatio. Doña Ma­ruja me entregó la llave, diciéndome que si quería llevármelos encan­tada, así le desocuparía esas piezas, pero claro que era una broma, para ello necesitaría un camión, qué un camión, varios camiones.
Yo vacilé antes de abrir el candado. Sabía lo que me esperaba, pero por masoquismo, por la necesidad que uno siente a veces de precipitar el desastre, introduje la llave. Apenas abrí la puerta recibí en plena cara una ruma de papel mohoso. En el piso de cemento quedaron desparra­mados encuadernaciones y hojas apolilladas. A esa habitación no se po­día entrar sino que era necesario escalarla. Los libros habían sido amon­tonados casi hasta llegar al cielo raso. Emprendí la ascensión, sintiendo que mis pies, mis manos se hundían en una materia porosa y polvo­rienta, que se deshacía apenas trataba de aferrarla. De vez en cuando algo resistía a mi presión y lograba rescatar un empaste de cuero.
-¡Sal de allí! -me dijo mi amigo-. Te va a dar un cáncer. Eso está lleno de microbios.
Pero yo persistí y seguí escalando esa sapiente colina, consternado y rabioso, hasta que tuve que renunciar. Allí no quedaba nada, sino el polvo del saber. La codiciada biblioteca no era más que un montón de basura. Cada incunable había sido roído, corroído por el abandono, el tiempo, la incuria, la ingratitud, el desuso. Los ojos que interpretaron esos signos hacía años además que estaban enterrados, nadie tomó el relevo y en consecuencia lo que fue en una época fuente de luz y de placer era ahora excremento, caducidad. A duras penas logré desente­rrar un libro en francés, milagrosamente intacto, que conservé, como se conserva el hueso de un magnífico animal prediluviano. El resto naufragó, como la vida, como quienes abrigan la quimera de que nues­tros objetos, los más queridos, nos sobrevivirán. Un sombrero de Na­poleón, en un museo, ese sombrero guardado en una urna, está más muerto que su propio dueño.

Julio Ramón Ribeyro