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miércoles, 3 de mayo de 2017

8ª Fira de Col·leccionisme de Bagà


Nicasio

Había un aprendiz de marchante, Nicasio llamado con razón, mozo inexperto salvo en lo suyo, y algo en la ciencia de la aritmética; poco curtido en las artimañas que se practican en el amor.
Los buenos burgueses de otro tiempo aprendían tarde a ser vividores: no ilustrábanse en esta lección más que estando en la edad viril. Los de hoy en cambio, sin adularlos, tienen buen tiento de hacerse sabios tan pronto como las otras gentes.
El jovenzuelo de otras épocas, quizá un poco menos avezado, no había obtenido aún diplomas. De cualquier modo, el pobre señor en buen camino permaneció, quedándose por eso cortado; aclaro que fue por el ingenio.
Una dama, no obstante, lo amó. Era la hija de su señor; amable todo lo que es posible, y nunca se andaba por las ramas, ya sea por su humor franco y sincero o que estuviese obligada a hacerlo, al caer en las manos de un tonto. Alguno con más atrevimiento irá a acusarla, pero yo no: conductas tales su razón tienen. Cuando se ama a una diosa, ella toma estas iniciativas y nuestra dama eso lo sabía.
Su ingenio, sus rasgos, su riqueza, empujaban a muchos muchachos a conquistarla: feliz sería aquel de entre ellos que atrapara en nombre de Himeneo cierto objeto, que ella prometió a mejor título al jovenzuelo que hemos citado.
Hay cierto dios que a veces dispone, y Amor es comúnmente llamado.
Satisfizo a la dama elegir para este asunto al aprendiz de antes. Bien es verdad (todo hay que decirlo) que él de cuerpo estaba bien formado, bello, joven, lozano: tesoros que no desprecia mujer alguna, por poco que sea rico su imperio. Por una que capte por el alma, mil Amor atrapa por los ojos.
Esta, que era una de las más gentiles, por miles de cosas que enamoraban, trataba de animar al mozo; no era nada parca en sus miradas, lo pellizcaba, le sonreía, poníale la mano en los ojos, y hasta incluso el pie le pisoteaba. A este lenguaje él no respondió con otra cosa más que suspiros, que eran intérpretes de sus deseos. Tanto que, según dice la historia, tanto las dos partes suspiraron, que, su amor en regla declarado, los jóvenes, como se deduce, no escatimaron promesa alguna, ni otras palabras más seductoras, como los besos con avaricia; todo sin tasa y sin medida.
Por previsor que fuera el amante, debían cambiar sin cesar los planes: la cosa ya se alargaba tanto que él terminaba equivocándose.
En resumen, tan solo faltaba que cumplieran el último acto: a las mozas bueno es reservarlo. No ocurrió eso sin manifestar mucho disgusto o muchas ganas: «Por vos, decía la bella dama, quiero en el sexo ser iniciada, o ya no serlo en toda mi vida. Por vos lo seré, os lo prometo; tened por seguro en adelante que seré en ello vuestra aprendiz. No puedo hacer por vos otra cosa, soy sincera; no esperéis que, mediante un lenguaje normal, os prometa que vaya a hacerme religiosa, a menos que un día Himeneo no siga a nuestro amor. Himeneo correría de mi cuenta, no lo dudéis: ¿pero y el modo? Vos me amáis mucho y no queréis nada que pudiera causarme vergüenza. Unos y otros pidieron mi mano: mi padre está a punto de entregarme. Por mi parte, os prometo esperar no importa con quien sea el compromiso, ya sea consejero o presidente, víspera o día de matrimonio: de vos soy con anterioridad, y vos tendréis mi virginidad.»
El jovenzuelo diole las gracias como pudo.
Ocho días después, surgió un partido de importancia.
La joven le dijo a su amigo:
«Debemos amoldarnos a éste, pues es un hombre, por lo que creo, que examinará ligeramente.»
Mientras la moza discutía el caso, la prometen, luego la preparan: el día de bodas fijado estaba.
Mas entended esto, por favor (me gustaría ver lo que pensáis cuando yo he dicho que la preparan): no se trataba de un error, la prometieron y nada más. Dieron ocho días a la novia, en vista de que ella aún temía la ruptura de este compromiso; ella retrasó la transacción hasta el propio día de la boda, por miedo a un accidente imprevisto que a las mocitas echan a perder.
Llevan sin embargo al monasterio a nuestra galana aún doncella: el sí fue dado, pero en privado. El esposo quiso con la joven irse a acostar al regresar. Ella le pide aún un día, que se le concede con esfuerzo; no obstante, hubo que pasar por ello.
Como la aurora estaba cercana, la esposa, en lugar de acostarse, se viste: parecía una reina; no le faltaba nada a la ropa: perlas, alhajas y los diamantes; su esposado la hacía señora, su amigo, para hacerla mujer, se cita con ella en la mañana: los dos debían ir al jardín, a un lugar propicio a estos asuntos. Una compañera allí debía acechar en torno a los amantes (estaba enterada del secreto).
La dama acude allí la primera, con el pretexto de ir a hacer un ramo, le dice a sus parientes.
Nicasio, después de unos instantes,  se va a encontrarla; el buen señor, al ver el lugar, se pone a hablar: «¡Cuánta humedad tenemos aquí! ¡Mal haya!, se os estropeará el traje; es muy bonito y sería una lástima: permitidme que inmediatamente vaya a buscar una alfombra.»
«¡Por Dios!, dejemos ahora la ropa, contesta totalmente molesta; diré que me he caído al suelo. Por el perjuicio no preocuparos: la ocasión ahora la pintan calva, hay que aprovecharla, y al cuerno todas las vestimentas del país; ¡que es mejor que los hermosos trajes se estropeen, y que se ensucien, antes que ir así a dilapidar un cuarto de hora, tiempo precioso! Mientras que todos están pendientes de mi boda, vos debéis pensar en gozar de momentos tan dulces. Lo que digo no me favorece, pero os quiero firmemente y deseo haceros hombre honesto, si puedo.»
 «En verdad, dijo el enamorado, conservar un tejido tan caro en nada nos perjudicará. Me doy prisa, y vuelvo enseguida; dos minutos serán suficientes.»  En eso que parte, sin dejar ni tiempo para replicarle.
Su necedad hirió a la dama. El desdén tanto llególe al alma, que ella volvió desde ese momento a su ser, el cual indignamente por un necio perdió: ¡qué vergüenza! «Príncipe de los tontos, se dijo, vete, no me das ninguna pena: mejor hubiese sido cualquiera. Mi ángel bueno ha considerado que tú no te habías merecido una recompensa tan preciosa. Ya no quiero estar enamorada más que de mi marido. Lo juro; y por temor a que los rescoldos hagan que vuelva a traicionarlo, me voy, sin demorarme más, a llevarle un bien que habría tenido Nicasio de haberse aquí quedado.»
En diciendo esto, la desposada sale de allí escandalizada. Regresa el otro, y con su alfombra: pero ya no era igual que antes.
Amantes, el momento propicio no se presenta todas las horas. Leí en el alfabeto amoroso que un galán cerca de una persona no dispone del tiempo a su antojo: que lo aproveche, pues, como pueda; la demora en eso perjudica: Nicasio de ello es buen testimonio.
Muy sofocado de haber corrido, y muy alegre por tal proeza, va y regresa muy resuelto a bien usar alfombra y amante. Pero ¡vaya!, ella con su traje limpio, los labios de despecho mordiéndose, regresaba a ver a los amigos; y, con su pasión ya bien curada, quizá marchaba en ese momento, para así vengarse de su amante, a llevar a su marido el objeto en que se fundaba este despecho.
¿Qué objeto es éste? Pues es aquel que la moza dice tener siempre. Lo creo; pero en cuanto a meter la mano en el fuego, ¡no me atrevo!: lo que también sé es que en tal caso la moza que miente nunca peca.
Gracias a Nicasio nuestra dama conservó el virgo a su pesar, regresando al tiempo que gruñía, cuando Nicasio se la encontró: «¿Cuál es la causa, dijo a la dama, de que vos no me hayáis esperado? Sobre esta alfombra bien extendida seríais mujer en poco rato. Regresemos pues, y sin pensarlo: venid y dejad de ser doncella, porque puedo, sin estropear nada, testimoniaros cual es mi celo.» 
«Ni mucho menos, replicó ella: mi Virginidad dice que debo retrasar el asunto hasta otro día. Temo por vuestra salud, Nicasio, y os aconsejo que antes que nada recuperéis un poco el aliento. Ahora respirad cómodamente. Si sois un aprendiz de marchante, haceos aprendiz de galán: muy pronto en ello no seréis maestro. En cuanto a mí, yo no puedo ser vuestra maestra en esta profesión. Señor Nicasio, debéis coger a alguna sirvienta del suburbio. Vos sabéis cómo vender tejidos, también su precio a la perfección; mas lo que vale una ocasión, vos lo ignoráis, id a aprenderlo.» 

La Fontaine