Flor trasplantada
En un pueblo de pastos, la luz estaba llena de flores.
Unas flores de la familia de las rosáceas, de hojas ovales, acuminadas,
dentadas y atormentadas por debajo. Cambiaban de color. Todo el pueblo estaba
enamorado de ellas y las cuidaba; las cuidaban tanto que olvidaban, los
hombres, llevar los animales a pastar, y, las mujeres, encender el fuego y
poner las cosas a cocer dentro de las ollas. Cuando la noche huía todos salían
de sus casas, a regar, a mirar, a rezar por las flores. Hasta que un día el rey
dijo que ya había tenido bastante paciencia y que tal desenfreno tendría que
acabar. Hizo preparar mil carros de mula e hizo llevar las flores muy lejos.
Sin las flores todo el mundo trabajaba. Y llegó la peste. Los sabios
estudiaban, el rey se arruinaba. Los bueyes y las terneras se iban muriendo.
Un mosquito de color de vinagre picaba a las bestias con picadura mortal. Hasta
que se descubrió que el perfume de aquellas flores que habían echado de casa
alejaba al mosquito, porque le molestaba. El rey en persona las fue a buscar. Y
las flores volvieron a su país. Delante de cada mata, un centinela. Cada
noche, la visita del obispo y del rey. Las flores encontraban la tierra magra
y las ceremonias desagradables. Su país no era su país y pronto se murieron
desmedradas. Entonces el rey hizo poner en fila a todas las muchachas y las fue oliendo una por una. Las
que olían a flor las separaba y las hacía plantar hasta el cuello para ver si
los cabellos les florecían con flores de aquéllas. Pero no. Y el rey gritaba
arrancándose los bordados del pecho: «¡Volverán los mosquitos!»... Y el obispo
decía: «Volverán los mosquitos...». Y ya venían.
Mercé Rodoreda