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domingo, 21 de mayo de 2017

Palace of the Grand Dukes of Lithuania


Flor trasplantada

En un pueblo de pastos, la luz estaba llena de flores. Unas flores de la familia de las rosáceas, de hojas ovales, acumi­nadas, dentadas y atormentadas por debajo. Cambiaban de color. Todo el pueblo estaba enamorado de ellas y las cuida­ba; las cuidaban tanto que olvidaban, los hombres, llevar los animales a pastar, y, las mujeres, encender el fuego y poner las cosas a cocer dentro de las ollas. Cuando la noche huía todos salían de sus casas, a regar, a mirar, a rezar por las flores. Hasta que un día el rey dijo que ya había tenido bas­tante paciencia y que tal desenfreno tendría que acabar. Hizo preparar mil carros de mula e hizo llevar las flores muy lejos. Sin las flores todo el mundo trabajaba. Y llegó la peste. Los sabios estudiaban, el rey se arruinaba. Los bueyes y las ter­neras se iban muriendo. Un mosquito de color de vinagre picaba a las bestias con picadura mortal. Hasta que se des­cubrió que el perfume de aquellas flores que habían echado de casa alejaba al mosquito, porque le molestaba. El rey en persona las fue a buscar. Y las flores volvieron a su país. Delan­te de cada mata, un centinela. Cada noche, la visita del obis­po y del rey. Las flores encontraban la tierra magra y las cere­monias desagradables. Su país no era su país y pronto se murieron desmedradas. Entonces el rey hizo poner en fila a todas las muchachas y las fue oliendo una por una. Las que olían a flor las separaba y las hacía plantar hasta el cuello para ver si los cabellos les florecían con flores de aquéllas. Pero no. Y el rey gritaba arrancándose los bordados del pecho: «¡Volverán los mosquitos!»... Y el obispo decía: «Volverán los mosquitos...». Y ya venían.

Mercé Rodoreda