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miércoles, 1 de marzo de 2017

Tabelaria Edicions

          




Cuanta tierra necesita un hombre (2)

V
Pajom preguntó al comerciante cómo podía llegar hasta allí y, en cuanto lo acompañó a la puerta, empezó a hacer los preparativos para el viaje. Confió la casa a su mujer y partió acompañado de un trabajador. Al pasar por la ciudad, compraron una caja de té, regalos y vino, como el comerciante le había aconsejado. Recorrieron unas quinientas verstas y al séptimo día llegaron a un campamento bashkirio. Todo era como el mercader le había dicho. Los bashkirios vivían en la estepa, a la orilla del río, en kibitkas de fieltro. No cultivaban la tierra ni comían pan. Su ganado y sus caballos vagaban en rebaños por la estepa. Tenían los potros atados a las kibitkas y dos veces al día llevaban allí las yeguas, cuya leche utilizaban para elaborar kumis. Las mujeres batían el kumis y preparaban queso; los hombres no hacían nada: bebían kumis y té, comían carne de cordero y tocaban el pífano. De aspecto saludable y ánimo alegre, pasaban el verano de fiesta en fiesta. Eran ignorantes y no hablaban ruso, pero se mostraban acogedores con los forasteros.
En cuanto vieron a Pajom, salieron de sus kibitkas y le rodearon. Encontraron un intérprete. Pajom le dijo que había venido para comprar tierra. Los bashkirios se alegraron mucho, llevaron a Pajom a una de las mejores kibitkas, le hicieron sentarse sobre alfombras, le pusieron debajo cojines de plumas, se acomodaron a su alrededor y empezaron a agasajarlo con té y kumis. Mataron un cordero y le dieron de comer. Pajom cogió los regalos que llevaba en el carro y los distribuyó entre los bashkirios; a continuación dividió el té entre todos. Los bashkirios se alegraron mucho, charlaron entre ellos y luego pidieron al intérprete que tradujera sus palabras.
-Me ordenan que te diga -dijo el intérprete- que les has caído bien y que tenemos por costumbre agasajar a nuestros huéspedes de todas las maneras posibles e intercambiar regalos con ellos. Tú nos has hecho varios obsequios; ahora debes decirnos qué es lo que más te gusta de lo que tenemos para que podamos ofrecértelo.
-Lo que más me gusta es vuestra tierra -dijo Pajom-. La nuestra es escasa y está agotada; entre vosotros, en cambio, la tierra es buena y abundante. Nunca la había visto igual.
El intérprete tradujo. Los bashkirios estuvieron deliberando un buen rato. Pajom no comprendía lo que decían, pero veía que estaban alegres, porque gritaban y reían. Luego guardaron silencio y se quedaron mirando a Pajom, mientras el intérprete decía:
-Me piden que te comunique que, a cambio de tus regalos, te entregarán toda la tierra que desees. No tienes más que indicarnos cuál quieres y será tuya.
Los bashkirios se pusieron a hablar de nuevo, discutiendo entre ellos alguna cuestión. Pajom preguntó qué estaban diciendo y el intérprete le contestó:
-Unos aseguran que primero hay que consultar con el jefe y que no se puede hacer nada en su ausencia, mientras que otros opinan que no es necesario su consentimiento.
VI
Mientras los bashkirios discutían, llegó un hombre con un gorro de piel de zorro. Todos guardaron silencio y se pusieron en pie. El intérprete dijo:
-Es el jefe.
Sin perder tiempo, Pajom sacó la mejor bata que llevaba y se la ofreció, así como cinco libras de té. El jefe aceptó los regalos y se sentó en el puesto de honor. A continuación los bashkirios empezaron a decirle algo. El jefe los escuchó, hizo una señal con la cabeza para que se callasen y se puso a hablar con Pajom en ruso.
-Pues claro -dijo-. Elige la que más te guste. Hay tierra de sobra.
«Pero ¿cómo hago para coger toda la que quiera? -pensó Pajom-. Hay que ponerlo por escrito de algún modo. De otro modo, pueden decirme que es mía y luego quitármela.»
-Os agradezco vuestras amables palabras -dijo-. Tenéis mucha tierra y yo sólo necesito una poca. Pero me gustaría saber cuál es mía. Quisiera medirla de algún modo y poner por escrito que me pertenece. Porque la vida y la muerte están en manos de Dios. Vosotros sois buenos y me la dais; pero tal vez vuestros hijos me la quiten.
-Tienes razón -dijo el jefe-. Se puede poner por escrito.
-He oído que hace poco vino a visitaros un mercader -continuó Pajom-, al que también ofrecisteis un poco de tierra y con el que firmasteis un acta de compraventa. Me gustaría hacer lo mismo.
El jefe comprendió lo que quería.
-Se puede hacer así -dijo-. Tenemos un escribiente. Iremos a la ciudad y pondremos todos los sellos necesarios.
-¿Y cuál será el precio? -preguntó Pajom.
-Tenemos un solo precio: mil rublos por jornada.
Pajom no comprendió.
-¿Qué clase de medida es una jornada? ¿Cuántas desiatinas tiene?
-Nosotros no sabemos contar de ese modo -dijo el jefe-. Vendemos por jornadas. Toda la tierra que consigas recorrer en una jornada será tuya, al precio de mil rublos.
Pajom se sorprendió.
~En un día entero se puede recorrer mucha tierra -dijo.
El jefe se echó a reír.
-¡Toda será tuya! -dijo el jefe-. Pero con una condición: si antes del anochecer no has vuelto al punto de partida, perderás el dinero.
-¿Y cómo vamos a marcar los lugares por los que pase? -preguntó Pajom.
-Nos colocaremos en el lugar de partida y nos quedaremos allí, mientras tú vas y vuelves. Llevarás un azadón para hacer señales donde sea necesario; harás un agujero en cada extremo y dejarás al lado un montón de hierba; más tarde nosotros pasaremos con el arado de un agujero a otro. Puedes hacer el recorrido que quieras, pero debes regresar al punto de partida antes de que se ponga el sol. Todo el terreno que logres abarcar será tuyo.
Pajom se puso muy contento. Decidieron empezar por la mañana temprano. Estuvieron hablando un rato, tomaron más kumis, comieron un poco de cordero y volvieron a beber té. Cuando se hizo de noche, los bashkirios ofrecieron a Pajom un lecho de plumas y se separaron. Prometieron reunirse al amanecer, para llegar al lugar señalado antes de la salida del sol.
VII
Pajom se tendió en el lecho de plumas, pero no pudo conciliar el sueño. Seguía pensando en la tierra. «Marcaré una parcela muy grande. En una jornada puedo recorrer unas cincuenta verstas. En esta época un día dura tanto que parece un año. Y en cincuenta verstas hay un montón de tierra. La peor la venderé o se la dejaré a los mujiks, y yo me quedaré con la mejor y la cultivaré con mis propias manos. Compraré dos bueyes para el arado y contrataré al menos dos trabajadores; sembraré medio centenar de desiatinas y dejaré el resto para que paste el ganado», pensaba.
Pajom no pegó ojo en toda la noche, pero justo antes del amanecer se quedó adormilado y tuvo un sueño. Estaba tumbado en esa misma kibitka y oía que alguien se estaba riendo fuera. Quiso saber de quién se trataba y se levantó. Cuando salió de la kibitka vio al jefe de los bashkirios; estaba sentado y, sujetándose la panza con las dos manos, se balanceaba y se reía a carcajadas. Pajom se acercó y le preguntó:
-¿De qué te ríes?
Entonces se dio cuenta de que no era el jefe de los bashkirios, sino el mercader que había pasado recientemente por su casa y le había hablado de esas tierras. Pero en cuanto le preguntó si llevaba mucho tiempo allí, advirtió que ya no era el mercader, sino aquel mujik que se había presentado en su casa mucho tiempo antes, procedente del Valga. Por último vio que tampoco era el mujik, sino el diablo en persona, con cuernos y cascos; estaba allí sentado, riéndose a carcajadas, delante de un hombre descalzo, vestido sólo con camisa y pantalón. Pajom miró atentamente para ver quién era ese hombre y se dio cuenta de que estaba muerto y de que era él. Se despertó horrorizado. «¡Hay que ver qué cosas sueña uno!», pensó. Miró a su alrededor y a través de la puerta abierta vio que empezaba a clarear. «Hay que despertar a la gente -se dijo-. Es hora de partir.» Se levantó, llamó a su trabajador, que dormía en el carro, le ordenó que enganchara y se fue a despertar a los bashkirios.
-Ya es hora de que vayamos a la estepa a medir la tierra -dijo.
Los bashkirios se levantaron y se reunieron; al poco rato llegó también el jefe. Entonces se pusieron a beber kumisy ofrecieron té a Pajom, pero éste no quería perder más tiempo.
-Si hay que ir, vamos -dijo-. Ya es hora.
VIII 
Los bashkirios se reunieron y partieron, unos montados a caballo y otros en carros. Pajom cogió un azadón y se instaló en su propio carro, acompañado de su trabajador. Cuando llegaron a la estepa, empezaba a amanecer. Subieron a una colina, que en bashkirio se llama shijan. Se apearon de los carros, descabalgaron y se reunieron. El jefe se acercó a Pajom y, señalando la estepa con la mano, dijo:
-Toda la tierra que abarcas con la vista es nuestra. Elige la que quieras.
Los ojos de Pajom resplandecieron: toda la tierra estaba cubierta de hierba, era lisa como la palma de la mano y negra como la semilla de la amapola; en las hondonadas se veían hierbas de distintas clases, que llegaban hasta el pecho. El jefe se quitó el gorro de piel de zorro y lo dejó en el suelo.
-Ésta será la marca -dijo-. Partirás de aquí y aquí volverás. Y toda la tierra que recorras será tuya.
Pajom sacó el dinero, lo puso sobre el gorro, se quitó el caftán y se quedó sólo con la chaqueta sin mangas; luego se ciñó bien el cinturón bajo la panza, se estiró, se metió en el seno una bolsa de pan, ató al cinto una garrafa de agua, se ajustó las botas, cogió el azadón de manos de su trabajador y se dispuso a partir. Estuvo un momento pensando por dónde empezar, pues toda la tierra le parecía buena. «Da lo mismo -decidió-: iré hacia levante.» Se colocó de cara al sol y, desperezándose, esperó a que despuntase en el horizonte. «No debo perder ni un segundo -se dijo-. Con la fresca se camina mejor.» En cuanto surgió el sol, Pajom se echó el azadón al hombro y se internó en la estepa.
Caminaba con paso intermedio, ni deprisa ni despacio. Después de recorrer una versta, se detuvo, cavó un agujero, puso un montón de hierba sobre otro para que se viese bien, y siguió adelante. Había entrado en calor y se movía con mayor ligereza. Al cabo de un rato, cavó otro agujero.
Pajom miró a su alrededor. A la luz del sol se veía bien la colina y la gente que estaba allí, así como el destello de las ruedas de los carros. Pajom intuyó que había recorrido ya unas cinco verstas. Sintió calor, se quitó la chaqueta, se la echó al hombro y siguió adelante. Recorrió otras cinco verstas. El calor apretaba. Echó un vistazo al sol: era hora de desayunar.
«Ha transcurrido ya el primer cuarto de la jornada -se dijo Pajom-. Aún es pronto para dar la vuelta. Voy a descalzarme.» Se sentó, se quitó las botas, se las ató al cinto y reemprendió la marcha. Ahora iba más ligero. «Recorreré otras cinco verstas y luego giraré a la izquierda -pensó-. Este lugar es muy bueno y da pena dejarlo. Cuanto más avanzas, mejor es.» Y siguió en línea recta. Cuando se volvió, apenas pudo divisar la colina; los hombres parecían hormigas y se distinguía un leve resplandor.
«Bueno -pensó Pajom-, por esta parte he cogido bastante; hay que torcer. Además, estoy empapado en sudor y tengo sed.» Se detuvo, cavó un agujero un poco más grande, puso unos trozos de hierba, desató la garrafa, bebió y giró a la izquierda. Después de mucho caminar, llegó a un lugar cubierto de hierba más alta; el calor se volvió sofocante.
Empezaba a sentirse cansado; miró el sol y vio que era la hora de comer. «Tengo que descansar un rato», pensó. Pajom se detuvo y se sentó. Comió un poco de pan y bebió agua, pero no se tumbó. «Si me tumbo, me quedaré dormido», se dijo. Estuvo sentado un rato y luego reanudó la marcha. Al principio caminaba a buen paso. La comida le había dado fuerzas. Pero hacía muchísimo calor y tenía sueño. Sin embargo, siguió caminando, mientras pensaba: «Aguanta unas horas y vivirás como un rey el resto de tu vida».
Caminó también mucho en esa dirección y estaba ya a punto de girar a la izquierda cuando vio que un poco más lejos había una hondonada húmeda; le dio pena dejarla. «Ahí se dará bien el lino», se dijo. Y siguió en línea recta. Atravesó la hondonada, cavó un agujero y torció, creando de ese modo una segunda esquina. Se volvió a mirar la colina: el calor lo había vuelto todo borroso; algo parecía estremecerse en el aire y, a través de la neblina, apenas se vislumbraba a los hombres: debían de estar a quince verstas. «He cogido dos partes muy largas -pensó Pajom-. Ésta tiene que ser más corta.» Caminó un poco en esa dirección, apretando el paso. Echó un vistazo al sol: estaba empezando a declinar, y de la tercera parte sólo había recorrido dos verstas. Hasta el lugar de partida quedaban unas quince. «No -pensó-, aunque quede una parcela irregular, debo seguir en línea recta, sin coger demasiado. De todas formas, tengo tierra de sobra.» Cavó a toda prisa un agujero y se dirigió en línea recta hacia la colina.
IX
Empezaba a sentirse cansado. Estaba empapado en sudor y tenía los pies descalzos, llenos de heridas y magulladuras; las piernas apenas le sostenían. Le habría gustado descansar, pero no podía, pues no llegaría a tiempo antes del ocaso. El sol no esperaba; no hacía más que bajar y bajar. «Ah -pensó-, ¿no me habré equivocado y habré abarcado demasiado? ¿Y si no llego a tiempo?» Contempló la colina y echó un vistazo al sol: quedaba mucho para llegar al punto de partida y el sol estaba ya cerca del horizonte.
Siguió caminando, a pesar del cansancio, apretando cada vez más el paso. Pero por más que andaba, seguía estando lejos. Finalmente echó a correr. Arrojó la chaqueta, las botas, la garrafa y el gorro, quedándose sólo con el azadón, en el que se apoyaba. «Ah -pensó-, he sido demasiado codicioso y lo he echado todo a perder; no lograré llegar antes de la puesta de sol.» Y ese miedo hacía que respirara aún peor. Pajom corría, con la camisa y los pantalones pegados al cuerpo por el sudor; tenía la boca completamente seca. El pecho se le dilataba como el fuelle de una fragua, el corazón le latía como un martillo y no sentía ni sus propias piernas. Aterrorizado, Pajom pensó: «Mientras no muera de agotamiento».
Tenía miedo de morir, pero no podía detenerse. «He corrido tanto -se dijo- que, si me detengo ahora, dirán que soy tonto.» Siguió corriendo; cuando llegó más cerca oyó que los bashkirios chillaban y gritaban. Al oírlos, el corazón le latió aún más deprisa. Pajom hizo acopio de sus últimas fuerzas y siguió corriendo, mientras el sol se acercaba al horizonte, cubierto de niebla, grande, rojo, ensangrentado. Estaba a punto de desaparecer, pero ya no le quedaba mucho para llegar al punto de partida. Podía ver a los hombres en la colina, que agitaban los brazos y le animaban. Distinguía el gorro de piel de zorro en el suelo, con el dinero encima; el jefe estaba sentado en el suelo y se sujetaba la panza con las manos. Pajom se acordó de su sueño: «Tengo mucha tierra, pero quién sabe si Dios me dejará vivir en ella -pensó-. Ah, estoy perdido. No llegaré a tiempo».
Echó un vistazo: el sol había alcanzado la tierra; una de sus partes había desaparecido ya y la otra se recortaba como un arco contra el horizonte. Con las últimas fuerzas que le quedaban, Pajom aceleró el paso, inclinando tanto el cuerpo hacia delante que las piernas apenas conseguían seguirlo y a cada paso estaba a punto de caer. Justo cuando llegaba a la colina, se hizo de noche. Miró a su alrededor y vio que el sol ya se había puesto. Pajom gimió. «Todos mis esfuerzos han sido en vano.» Estuvo a punto de detenerse, pero oyó que los bashkirios continuaban chillando; entonces se dio cuenta de que, aunque allí abajo reinaba la oscuridad, desde lo alto de la colina aún podía verse el sol. Pajom tomó aliento y subió corriendo por la ladera. En lo alto aún había luz. Lo primero que vio fue el gorro. Delante de él estaba sentado el jefe, riéndose a carcajadas y sujetándose la panza con las manos. Pajom se acordó de su sueño y gimió; las piernas le fallaron, cayó de bruces y alcanzó el gorro con las manos.
-¡Bravo! -gritó el jefe-. ¡Has ganado mucha tierra!
El trabajador de Pajom se acercó corriendo y quiso levantarlo, pero un reguero de sangre le corría por la boca: estaba muerto.
Los bashkirios chasquearon la lengua para expresar su tristeza.
El trabajador cogió el azadón, cavó una tumba lo suficientemente grande para alojar a su amo y lo enterró. Tres arshines de la cabeza a los pies le bastaron.

L. Tolstoi