Salvados por
un pelo
Fue bajo tierra.
En aquella caverna malsana y húmeda bajo Belgrave
Square, los muros goteaban. ¿Pero qué era esto para el mago? Era sigilo lo que
necesitaba, no sequedad. Allí meditaba sobre el rumbo de los acontecimientos,
daba forma a los destinos y preparaba pócimas mágicas.
Durante los últimos años, la serenidad de sus meditaciones
había sido perturbada por el ruido de los autobuses; a sus finos oídos llegaba
el estruendo sísmico, distante, del metro, rumbo a Sloane Street. Cuando oía
hablar del mundo de arriba, su cabeza no estaba en su favor.
Una noche, resolvió por encima de su malévola pipa,
allá abajo, en su cámara malsana y húmeda, que Londres había vivido lo
suficiente, había abusado de sus oportunidades, había llegado demasiado lejos,
en resumen, con su civilización. Así que decidió destruirla.
Por lo tanto, llamó con
un gesto a su acólito, que estaba en el otro extremo de la caverna, entre las
malezas y le dijo: «Tráeme el corazón del sapo que mora en Arabia, junto a las
montañas de Betania». El acólito se escurrió por la puerta oculta, dejando a
aquel anciano siniestro con su espantosa pipa, y, adónde fue o por qué camino
regresó, sólo lo saben los gitanos pero, al cabo de un año, estaba en la
caverna de nuevo, escurriéndose sigilosamente por la trampa mientras el anciano
fumaba, y le llevó una cosa pequeña y carnosa pudriéndose en un cofre de oro
puro.
«¿Qué es esto?», croó el anciano.
«Es -dijo el acólito- el corazón del sapo que otrora
moraba en Arabia, junto a las montañas de Betania».
El anciano retorció los
dedos apretándolo, y bendijo al acólito con su voz áspera y su mano como una
garra levantada; los autobuses retumbaban arriba en su recorrido sin fin; a lo
lejos, el tren sacudía Sloane Street.
«Ven -dijo el viejo mago-, es hora». Dejaron en el
acto la caverna cubierta de malezas, el acólito llevando el caldero, el espetón
dorado y todo lo necesario, y salieron a la luz del día. Extremadamente
maravilloso lucía el anciano en su toga de seda.
Su meta eran las afueras de Londres; el anciano
andaba a zancadas delante y el acólito corría detrás de él, y había algo mágico
sólo en las zancadas del anciano, además de su maravillosa vestimenta, el
caldero y la varita, el acólito apresurado y el pequeño espetón dorado.
Algunos niños se burlaron de ellos hasta que atrajeron
la mirada del anciano. Así iba a través de Londres esta extraña procesión de
dos sujetos, demasiado rápida para seguirla. Las cosas se veían peores arriba
de lo que parecían en la caverna y, a medida que avanzaban hacia las afueras de
Londres, peor se veía la ciudad. «Es hora -dijo el anciano-, sin duda».
Entonces llegaron por fin a los confines de Londres y
a una pequeña colina, desde donde se veía la ciudad con una vista lúgubre. Ésta
era tan miserable que el acólito extrañó la caverna, a pesar de lo malsana y húmeda
que era, y de las innumerables y terribles cosas que decía el anciano cuando
dormía.
Escalaron la colina y pusieron el caldero sobre el
suelo; echaron en él todo lo necesario y encendieron una fogata con hierbas que
ningún farmacéutico vendería ni ningún jardinero decente cultivaría; luego removieron
el caldero con el espetón dorado. El mago se apartó un poco y murmuró, luego
avanzó hacia el caldero y, cuando todo estaba listo, abrió de repente el cofre
y dejó caer dentro la cosa carnosa para que hirviera.
Luego enunció conjuros, luego levantó
los brazos hacia el cielo; como los humos que salían del caldero invadían su
mente, dijo cosas iracundas que no conocía hasta entonces y runas que eran
espantosas (el acólito gritaba); maldijo a Londres, desde la niebla hasta el
margal, desde el cénit hasta el abismo, los autobuses, las fábricas, las
tiendas, el parlamento, la gente. «Que todos perezcan -dijo- y que Londres
muera, tranvías y ladrillos y andenes, pues han usurpado demasiado tiempo los
campos, que todos mueran y las liebres salvajes regresen, la zarzamora y el
escaramujo».
«Que todo desaparezca
-dijo- que desaparezca ahora, que desaparezca por completo».
En un breve momento de silencio, el anciano tosió,
luego se quedó esperando con una mirada ansiosa. El largo, largo zumbido de
Londres zumbaba como siempre lo ha hecho desde que las primeras chozas de carrizo
se levantaron junto al río, cambiando su nota a ratos pero siempre zumbando,
mucho más alto ahora de lo que había sido antaño, pero zumbando día y noche,
aunque su voz estuviera agrietada por la edad. De manera que seguía zumbando.
El anciano se volvió hacia su tembloroso acólito y le
dijo terriblemente mientras se hundía en la tierra: «¡NO ME HAS TRAÍDO EL
CORAZÓN DEL SAPO QUE MORA EN ARABIA, JUNTO A LAS MONTAÑAS DE BETANIA!».
Lord Dunsany