La pata de palo
Voy a contar
el caso más espantable y prodigioso que buenamente imaginarse puede, caso que
hará erizar el cabello, horripilarse las carnes, pasmar el ánimo y acobardar el
corazón más intrépido, mientras dure su memoria entre los hombres y pase de
generación en generación su fama con la eterna desgracia del infeliz a quien cupo tan mala y tan desventurada suerte. ¡Oh cojos!, escarmentad en pierna
ajena y leed con atención esta historia, que tiene tanto de cierta como de lastimosa; con vosotros hablo, y mejor
diré con todos, puesto que no hay en el mundo nadie, a no carecer de piernas, que no se halle expuesto a perderlas.
Érase que en
Londres vivían, no ha medio siglo, un comerciante y un artífice de piernas de
palo, famosos ambos: el primero, por sus riquezas, y el segundo, por su rara
habilidad en su oficio. Y basta decir que ésta era tal, que aun los de piernas
más ágiles y ligeras envidiaban las que solía hacer de madera hasta el punto
de haberse hecho de moda las piernas de palo, con grave perjuicio de las
naturales. Acertó en este tiempo nuestro comerciante a romperse una de las
suyas, con tal perfección, que los cirujanos no hallaron otro remedio más que
cortársela, y aunque el dolor de la operación le tuvo a pique de expirar, luego
que se encontró sin pierna, no dejó de alegrarse pensando en el artífice, que
con una de palo le habría de librar para siempre de semejantes percances. Mandó
llamar a Mr. Wood al momento (que éste era el nombre del estupendo maestro pernero),
y como suele decirse, no se le cocía el pan, imaginándose ya con su bien arreglada
y prodigiosa pierna que, aunque hombre
grave, gordo y de más de cuarenta años,
el deseo de experimentar en sí mismo la habilidad del artífice, le tenía fuera
de sus casillas.
No se hizo esperar mucho tiempo, que era el comerciante rico y gozaba
renombre de generoso.
-Mr. Wood -le
dijo-, felizmente necesito de su habilidad de usted.
-Mis piernas
-repuso Wood-, están a disposición de quien quiera servirse de ellas.
-Mil gracias;
pero no son las piernas de usted, sino una de palo lo que necesito.
-Las de ese
género ofrezco yo -replicó el
artífice- que las mías, aunque son de carne y hueso, no dejan de hacerme falta.
-Por cierto
que es raro que un hombre como usted que sabe hacer piernas que no hay
más que pedir, use todavía las mismas con que nació.
-En eso hay
mucho que hablar; pero al grano: usted necesita una pierna de palo, ¿no es eso?
-Cabalmente
-replicó el acaudalado comerciante-; pero no vaya usted a creer que
se trata de una cosa cualquiera, sino que es menester que sea una obra maestra,
un milagro del arte.
-Un milagro
del arte, ¡eh!-repitió míster Wood.
-Sí, señor,
una pierna maravillosa y cueste lo que costare.
-Estoy en
ello; una pierna que supla en un todo la que usted ha perdido.
-No, señor; es
preciso que sea mejor todavía.
-Muy bien.
-Que encaje
bien, que no pese nada, ni tenga yo que llevarla a ella, sino que ella me lleve
a mí.
-Será usted
servido.
-En una
palabra, quiero una pierna...,
vamos, ya que estoy en el caso de elegirla, una pierna que ande sola.
-Como usted guste.
-Conque ya está usted enterado.
-De aquí
a dos días -respondió el pernero-, tendrá usted la pierna en casa, y prometo a
usted que quedará complacido.
Dicho esto se despidieron, y el comerciante
quedó entregado a mil sabrosas y lisonjeras
esperanzas, pensando que de allí a tres días se vería provisto de la mejor
pierna de palo que hubiera en todo el reino unido de la Gran Bretaña. Entre
tanto, nuestro ingenioso artífice se ocupaba ya en la construcción de su
máquina con tanto empeño y acierto, que de allí a tres días, como había
ofrecido, estaba acabada su obra, satisfecho sobremanera de su adelantado
ingenio.
Era una mañana
de mayo y empezaba a rayar el día feliz en que habían de cumplirse las mágicas
ilusiones del despernado comerciante, que yacía en su cama muy ajeno de la
desventura que le aguardaba. Faltábale tiempo ya para calzarse la prestada pierna, y cada golpe que sonaba a la puerta de la casa retumbaba en su corazón.
«Ese será», se decía a sí mismo; pero en vano, porque antes que su pierna
llegaron la lechera, el cartero, el carnicero, un amigo suyo y otros mil
personajes insignificantes, creciendo por instantes la impaciencia y ansiedad
de nuestro héroe, bien así como el
que espera un frac nuevo para ir a una cita amorosa y tiene al sastre por embustero. Pero nuestro artífice
cumplía mejor sus palabras, y ¡ojalá que no la hubiese cumplido entonces!
Llamaron, en fin, a la puerta, y a poco rato entró en la alcoba del comerciante
un oficial de su tienda con una pierna de palo en la mano, que no parecía sino
que se le iba a escapar.
-Gracias a
Dios -exclamó el banquero-, veamos esa maravilla del mundo.
-Aquí la tiene usted -replicó el oficial-, y crea usted, que mejor
pierna no la ha hecho mi amo en su vida.
-Ahora veremos
-y enderezándose en la cama, pidió de vestir, y luego que se mudó la ropa
interior, mandó al oficial de
piernas que le acercase la suya de palo para probársela. No tardó mucho tiempo en calzársela. Pero aquí entra la
parte más lastimosa. No bien se la colocó y se puso en pie, cuando sin que
fuerzas humanas fuesen bastantes a detenerla, echó a andar la
pierna de por sí sola con tal seguridad y rapidez tan prodigiosa, que, a su despecho,
hubo de seguirla el obeso cuerpo del comerciante. En vano fueron las voces que
éste daba llamando a sus criados para que le detuvieran. Desgraciadamente, la
puerta estaba abierta, y cuando ellos llegaron, ya estaba el pobre hombre en
la calle. Luego que se vio en ella, ya fue imposible contener su ímpetu. No
andaba, volaba; parecía que iba arrebatado por un torbellino, que iba impelido
de un huracán. En vano era echar atrás el cuerpo cuanto podía, tratar de
asirse a una reja, dar voces que le socorriesen y detuvieran, que ya temía
estrellarse contra alguna tapia, el cuerpo seguía a remolque el impulso de la
alborotada pierna; si se esforzaba a cogerse de alguna parte, corría peligro de
dejarse allí el brazo, y cuando las gentes acudían a sus gritos, ya el
malhadado banquero había desaparecido. Tal era la violencia y rebeldía del
postizo miembro. Y era lo mejor, que se encontraba algunos amigos que le
llamaban y aconsejaban que se parara, lo que era para él lo mismo que tocar con
la mano al cielo.
-Un hombre tan
formal como usted -le gritaba uno- en
calzoncillos y a escape por esas calles, ¡eh!, ¡eh!
Y el hombre,
maldiciendo y jurando y haciendo señas con la mano de que no podía
absolutamente pararse.
Cuál le tomaba
por loco, otro intentaba detenerle poniéndose delante y caía atropellado por la
furiosa pierna, lo que valía al desdichado andarín mil injurias y picardías.
El pobre lloraba; en fin, desesperado y aburrido se le ocurrió la idea de ir a casa del maldito fabricante de
piernas que tal le había puesto.
Llegó, llamó a
la puerta al pasar; pero ya había traspuesto la calle cuando el maestro se
asomó a ver quién era. Sólo pudo divisar a lo lejos un hombre arrebatado en
alas del huracán que con la mano se las juraba. En resolución, al caer la
tarde, el apresurado varón notó que la pierna lejos de
aflojar, aumentaba en velocidad por instantes. Salió al campo y, casi exánime y
jadeando, acertó a tomar un camino que llevaba a una quinta de una tía suya que
allí vivía. Estaba aquella respetable señora, con más de setenta años encima,
tomando un té junto a la ventana del parlour y como vio a su sobrino venir tan
chusco y regocijado corriendo hacia ella, empezó a sospechar si habría llegado a perder el seso, y mucho más al verle tan deshonestamente
vestido. Al pasar el desventurado cerca de sus ventanas, le llamó y muy seria,
empezó a echarle una exhortación muy grave acerca de lo ajeno que era en un
hombre de su carácter andar de aquella manera.
-¡Tía!, ¡tía!
¡También usted! -respondió con lamentos su sobrino perniligero.
No se le
volvió a ver más desde entonces, y muchos creyeron que se había ahogado en
el canal de la Mancha al salir de la isla. Hace, no obstante, algunos años que
unos viajeros recién llegados de América afirmaron haberle visto atravesar los bosques del Canadá con la rapidez de un relámpago. Y poco hace se vio un
esqueleto desarmado o vagando por las cumbres del Pirineo, con notable espanto de los vecinos de la comarca,
sostenido por una pierna de palo. Y así continúa dando la vuelta al mundo con
increíble presteza. la prodigiosa pierna, sin haber perdido aún nada de su
primer arranque, furibunda velocidad y movimiento perpetuo.
José de Espronceda