¿Alguien ha llamado?
En esta ciudad hay barrios de calles arboladas y casas
bajas, casi todas con zaguán, muchas tienen patios con macetas y jaulas de
canarios. A uno le parece que estas casas -en donde viven buenas gentes, no
ricas ni demasiado pobres- huelen siempre a limpio, a jabón en panes, a lejía,
y que son frescas y a la vez abrigadas, y que en ellas no pueden vivir sino
personas honestas y pacíficas.
En una de estas casas viven don Juan y su esposa Noemí,
protagonistas de la pequeña historia que se va a narrar, y con ellos vivía
hasta hace un par de años Diego, su único hijo, graduado de visitador social,
de poco más de veinte años.
La señora Noemí tiene los cabellos de color castaño claro,
como tantas mujeres, pero ya muy entrecanos. Ella usa la misma ropa de hace dos
años, casi exactamente la misma: una falda gris, una blusa de color marfil y
una chaqueta de punto de color desleído. Lleva los cabellos más bien cortos y
peinados sin afectación; no tiene más de cincuenta años -quizá tenga menos-
pero aparenta algunos más; apenas si se pinta los labios cuando sale, en las
mañanas, con la cesta de las compras. Éstas son sus únicas salidas, además de
atrás dos o tres por semana, a la iglesia de la parroquia. Don Juan, su esposo,
en cambio, sale más, pero tampoco va muy lejos, apenas si a la plazoleta
cercana, y una que otras veces al café de la esquina. Pero nunca salen juntos:
cuando uno sale el otro se queda, atento al teléfono o al llamador de la
puerta. Don Juan está jubilado; ha sido durante treinta y dos años un empleado
impecable, como los de antes, de la Dirección General
de Aduanas. Durante todos esos años vivieron en paz y queriéndose a su manera,
o como todo el mundo. Y se mudaron muchas veces de casa; es decir, cada vez que
la Dirección
de Aduanas lo cambiaba de lugar de trabajo, siempre en provincias fronterizas,
como es natural. Y aquí, en esta ciudad, terminó como jefe de vistas. Nunca se
metió en política porque ésa fue una actividad para él muy lejana o ajena, y
tal vez porque le pareció que para la política, los discursos, el Parlamento,
era necesario ser abogado o algo así, y nunca se creyó capacitado para eso. Él,
desde joven, había llegado a conocer instintivamente sus límites y se atuvo a
ellos; de allí su bienestar e incluso su dulzura. Ahora su actividad se resumía
a estar más tiempo en casa y, en las mañanas, dar un breve paseo por el barrio
donde al cabo de muchos años de
ahorro había logrado comprar esta casa, de una sola planta, aunque sin jardín
delantero, gracias a un préstamo hipotecario a largo plazo del plan nacional de
viviendas. En realidad había comprado primero el terreno, pequeño, pero sin
embargo lo suficiente como para tener un jardín con un par de limoneros en el
fondo, y en el terreno edificaron la casa conforme a los planos del Banco
Hipotecario. La casa era de una planta; él hubiese preferido que fuese de dos,
con un pequeño gallinero en el fondo, pero esto no entraba en los programas de
préstamos del banco para empleados menores. De todos modos, allí estaba la
casita, con su frente de color rosado, que hacía mucho necesitaba una pintura,
en un barrio de viviendas modestas y armónicas. En esta casa creció el hijo,
un niño sano pero sin embargo pálido y nervioso, al que frecuentemente debía
darle a beber unas cucharadas de tónicos recetados por don Cosme, el médico de
la mutual. El padre lo recordaba ahora como un chico sensible y enamoradizo,
que un día lloró al observar a un mendigo que pedía limosna con un niño
durmiendo en el suelo junto a sí. Otra vez se había obstinado en entablillar la
pata de un gato vagabundo herido, apaleado quizá, que había aparecido en los
fondos de la casa, al que cuidó con dedicación y dio de comer, hasta que el
gato estuvo repuesto y huyó. Su madre, entonces, había observado, perpleja, que
a ese gato no le agradaba la comida envasada para gatos sino la de perros; eso
lo supo cuando compró la comida por error y el gato devoró la que era para
perros. Por aquel tiempo el hijo estuvo enamorado de Adela -¿o se llamaba
Clara?- Martínez, la hija del herrero vecino. No iban al mismo colegio, pero se
encontraban a la salida y caminaban juntos hasta la casa. Otras veces él iba
hasta la herrería y allí se pasaba las tardes de visita, incluso cuando ella no
estaba o no salía, observando trabajar en la fragua o la bigornia al herrero,
un gallego menudo y taciturno. Largas horas sin que ninguno hablase una
palabra. La chica tiempo después enfermó de un edema pulmonar y murió.
Don Juan se había jubilado un año antes de que el hijo,
aquella noche, no regresara a su casa. De modo que ya iban a ser tres los años
que estaba retirado, pero sólo algunas mañanas acudía al banco de la plaza y
aprovechaba allí para comentar algunas noticias con los demás.
Doña Noemí, aunque iba con frecuencia a la iglesia, no
siempre se confesaba. El padre Raúl era su confesor y la conocía desde muchos
años atrás, cuando llegó a esta parroquia de la ciudad desde un pueblo vecino,
perseguido por una extraña alergia que, sobre todo en ciertas mañanas al comienzo del verano, le deformaba los párpados,
los labios y las orejas y convertía su cara en un odre hinchado y tumefacto,
que algunos murmuradores tenían como síntoma de una supuesta afición a la
bebida. Ella en realidad no tenía nada que confesar, o muy poco, y esto de poco
no llegaba a ser pecado. Pero iba porque se sentía muy reconfortada luego de
hacerlo, e incluso sus dolores reumáticos parecían disminuir o desaparecer
cuando ella, de rodillas, se incorporaba del confesionario y caminaba unos
pasos hasta el banco, donde cumplía con su breve penitencia. La última vez la confesión había sido más breve que de
costumbre. El padre Raúl sufría un fuerte ataque de su alergia. Ella había
comenzado a hablar pero a poco las ganas de llorar la ahogaban y no pudo continuar y escuchó la voz atormentada
del padre Raúl, que dijo: "Si
Dios es grande, también su misericordia lo ha de ser".
Aquella tarde, vestidos como para una visita, habían ido
otra vez a entrevistarse con el funcionario policial que el gobierno había
puesto para atender este tipo de
denuncias, y quedaron muy sorprendidos cuando el funcionario conjeturó que tal vez
el hijo hubiese huido con alguna mujer. "Piénsenlo y hagan memoria.
Después nos avisan", dijo entonces el funcionario. ¿Una mujer? Podía acaso
ser verdad, ¿pero con cuál? Él no salía con nadie, al menos que ellos supiesen.
Y ahora pensaban en esto con cierto asombro: en
los dos o tres últimos años no habían sabido de ninguna mujer cerca
suyo, y atribuyeron esto al trabajo intenso de su hijo, primero en la Obra de Ayuda Parroquial y
después en su total entrega a los pobres
infelices de eso que llamaban villas miseria. "El buscaba algo",
piensa la madre, "algo que quizá no busca la mayoría, pero tal vez no
sabía qué." De regreso a casa ellos pensaron en todas las mujeres posibles con alguna de las cuales pudiera haber huido su hijo, pero
ninguna hipótesis prosperaba. No, no era posible. ¿Y por qué huir? En algunos
carnavales, cuando era poco más que un adolescente, había regresado al
amanecer, tal vez con copas de más y aún a mediodía seguía durmiendo, cuando
ella le llevó el desayuno. Parecía entonces más joven así, sólo un chico, con
rastros de barra de labios en la cara. Ahora tenía veinticuatro años y no se
había casado. Pero alguien en concreto, una mujer perdurable, no habían
conocido. Ambos recordaron, después de pensarlo mucho, a Nora, una muchacha muy
delgada con grandes ojos oscuros, que parecía enferma. Doña Noemí un día se lo
dijo y a él no le gustó, y nunca más volvió a aludirla ni a salir con ella,
que después se casó con un médico, se fue al Chaco y fue desgraciada.
El funcionario aquel dijo que se quedaran tranquilos y que
en todo caso volviesen cuando supieran algo, y que la policía y las autoridades
velan por la seguridad de todos. Y aunque esto lo repitió varias veces, ellos
-ahora- comenzaban a pensar que aquello no eran más que palabras, y las
palabras sólo son como la sombra de los hechos.
Ayer fue una mañana de sol, de un sol de otoño tibio y
claro. Había poca gente en la plaza y algunas mujeres lavaban las veredas
porque aún era temprano; al cabo de un momento el sol pareció ocultarse. Un
señor, al que nunca había visto, sacó a pasear a su perro. Y luego otra vez la
luz del sol fue clara, como una tibia tregua en este país envejecido y triste.
Don Juan se puso a pensar en toda la gente que conocía o
que había conocido, algunos habían muerto y otros se habían ido y pensó
entonces qué intenso es el anhelo de muchos argentinos por cambiar de sitio
donde vivir, por realizar su destino de vagabundos. Sólo unos cuantos quedaban
aquí. Don Lucas, por ejemplo, viudo, pensionado y lector de los diarios, que
anteayer le había contado sobre la aparición de algunos cuerpos mutilados
flotando en el río; el diario no decía de quiénes eran los cadáveres, y él se
preguntó qué harían con ellos. ¿Qué hacen con los cadáveres mutilados? Un
cadáver mutilado no tiene nombre ni parientes, ni amigos, no tiene dinero, no
tiene importancia. Él no leía los diarios, como don Lucas; en realidad nunca lo
había hecho. Y ahora se preguntaba por qué no había adquirido esa costumbre.
Observó su reloj -el de la torre de la iglesia hacía muchos años que estaba
estropeado a causa de un rayo-, todavía tenía tiempo, su mujer salía de compras
alrededor de las diez. Entre los dos se relevaban para estar en la casa, que
nunca -desde que el hijo desapareció- volvió a quedar sola. Y aun de noche,
desde entonces, dejaban una luz, una pequeña luz encendida alumbrando la
entrada. "Vendrá, los dos sabemos que volverá una noche, o una tarde, tal vez
una mañana bien temprano, con una valija, y nos contará dónde estuvo, nos lo
dirá todo, apresuradamente, antes de ir a ducharse y mudar de ropa, y luego nos
lo volverá a contar con menos prisa, sentados, otra vez, los tres, alrededor
de la mesa en la cocina." Él, por momentos, se daba cuenta de que esto
bien podría ser sólo una fantasía, pero lo complacía volver a imaginarlo de
tiempo en tiempo; y todo eso era casi real, ya que las fantasías tienen poder
porque son persuasivas.
Tampoco doña Noemí tenía ahora muchas amigas, en realidad
nunca las había tenido; sus más íntimas no vivían en esta ciudad y ya casi no
escribían. Pero ella siempre estaba ansiosa de hablar con alguien, alguien que
dijera la verdad, aunque no hablase mucho. Pero no lo encontraba, porque
quizá fuera más difícil hacerse de amigos cuando uno está triste o es
desgraciado.
Ahora está nublado, es un atardecer más bien sombrío. Las
luces de las calles se acaban de encender y parecen pálidas o empañadas. También
hoy don Juan ha ido a sentarse en aquel banco de la plaza pero don Lucas no
acudió. Estaría enfermo, porque es viudo y no se cuida demasiado. Él estuvo todo
el tiempo solo, observando a unos chicos, viéndolos jugar. Jugaban con nada,
sin alborotar demasiado. Cuando él era chico no iba a las plazas a jugar, iba a
nadar al río. Escuchó, cercanas, unas campanadas y otra vez miró su reloj.
"Tengo más que estos chicos", pensó, viendo cómo ya se desbandaban.
"Puesto que he sido niño y he llegado a viejo. ¿Y ellos, llegarán a serlo?"
Después se puso un poco triste. "Un hombre viejo tiene de todo, claro;
pero a todo le falta algo." Fue cuando las luces se encendieron y comenzó
a andar en dirección de la casa. La pequeña luz del zaguán también ya estaba
encendida y doña Noemí tejía sentada junto a la mesa de la cocina.
-¿Alguien ha llamado? -pregunta.
-No -dice ella-. Pero a estas horas dicen que las líneas
están sobrecargadas. Más de noche, a lo mejor.
-Sí -dice él.
-¿Comerás algo? Queda un pedazo
de pastel en el horno.
-No.
-Tampoco yo tengo hambre -dice
ella.
Héctor Tizón