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lunes, 20 de marzo de 2017

Pontevedra









¿Alguien ha llamado?

En esta ciudad hay barrios de calles arboladas y casas bajas, casi todas con zaguán, muchas tienen patios con mace­tas y jaulas de canarios. A uno le parece que estas casas -en donde viven buenas gentes, no ricas ni demasiado pobres- ­huelen siempre a limpio, a jabón en panes, a lejía, y que son frescas y a la vez abrigadas, y que en ellas no pueden vivir si­no personas honestas y pacíficas.
En una de estas casas viven don Juan y su esposa Noemí, protagonistas de la pequeña historia que se va a na­rrar, y con ellos vivía hasta hace un par de años Diego, su único hijo, graduado de visitador social, de poco más de veinte años.
La señora Noemí tiene los cabellos de color castaño claro, como tantas mujeres, pero ya muy entrecanos. Ella usa la misma ropa de hace dos años, casi exactamente la misma: una falda gris, una blusa de color marfil y una chaqueta de punto de color desleído. Lleva los cabellos más bien cortos y peinados sin afectación; no tiene más de cincuenta años -qui­zá tenga menos- pero aparenta algunos más; apenas si se pin­ta los labios cuando sale, en las mañanas, con la cesta de las compras. Éstas son sus únicas salidas, además de atrás dos o tres por semana, a la iglesia de la parroquia. Don Juan, su es­poso, en cambio, sale más, pero tampoco va muy lejos, ape­nas si a la plazoleta cercana, y una que otras veces al café de la esquina. Pero nunca salen juntos: cuando uno sale el otro se queda, atento al teléfono o al llamador de la puerta. Don Juan está jubilado; ha sido durante treinta y dos años un em­pleado impecable, como los de antes, de la Dirección General de Aduanas. Durante todos esos años vivieron en paz y que­riéndose a su manera, o como todo el mundo. Y se mudaron muchas veces de casa; es decir, cada vez que la Dirección de Aduanas lo cambiaba de lugar de trabajo, siempre en provin­cias fronterizas, como es natural. Y aquí, en esta ciudad, ter­minó como jefe de vistas. Nunca se metió en política porque ésa fue una actividad para él muy lejana o ajena, y tal vez porque le pareció que para la política, los discursos, el Parlamento, era necesario ser abogado o algo así, y nunca se creyó capacitado para eso. Él, desde joven, había llegado a conocer instintivamente sus límites y se atuvo a ellos; de allí su bienestar e incluso su dulzura. Ahora su actividad se resumía a estar más tiempo en casa y, en las mañanas, dar un breve paseo por el barrio donde al cabo de muchos años de ahorro había logrado comprar esta casa, de una sola planta, aunque sin jardín delantero, gracias a un préstamo hipotecario a largo plazo del plan nacional de viviendas. En realidad había comprado primero el terreno, pequeño, pero sin embargo lo suficiente como para tener un jardín con un par de limone­ros en el fondo, y en el terreno edificaron la casa conforme a los planos del Banco Hipotecario. La casa era de una planta; él hubiese preferido que fuese de dos, con un pequeño galli­nero en el fondo, pero esto no entraba en los programas de préstamos del banco para empleados menores. De todos mo­dos, allí estaba la casita, con su frente de color rosado, que hacía mucho necesitaba una pintura, en un barrio de vivien­das modestas y armónicas. En esta casa creció el hijo, un ni­ño sano pero sin embargo pálido y nervioso, al que frecuen­temente debía darle a beber unas cucharadas de tónicos recetados por don Cosme, el médico de la mutual. El padre lo recordaba ahora como un chico sensible y enamoradizo, que un día lloró al observar a un mendigo que pedía limos­na con un niño durmiendo en el suelo junto a sí. Otra vez se había obstinado en entablillar la pata de un gato vagabundo herido, apaleado quizá, que había aparecido en los fondos de la casa, al que cuidó con dedicación y dio de comer, hasta que el gato estuvo repuesto y huyó. Su madre, entonces, había observado, perpleja, que a ese gato no le agradaba la comida envasada para gatos sino la de perros; eso lo supo cuan­do compró la comida por error y el gato devoró la que era para perros. Por aquel tiempo el hijo estuvo enamorado de Adela -¿o se llamaba Clara?- Martínez, la hija del herrero vecino. No iban al mismo colegio, pero se encontraban a la salida y caminaban juntos hasta la casa. Otras veces él iba hasta la herrería y allí se pasaba las tardes de visita, incluso cuando ella no estaba o no salía, observando trabajar en la fragua o la bigornia al herrero, un gallego menudo y taciturno. Largas horas sin que ninguno hablase una palabra. La chica tiempo después enfermó de un edema pulmonar y murió.
Don Juan se había jubilado un año antes de que el hijo, aquella noche, no regresara a su casa. De modo que ya iban a ser tres los años que estaba retirado, pero sólo algunas mañanas acudía al banco de la plaza y aprovechaba allí para comentar algunas noticias con los demás.
Doña Noemí, aunque iba con frecuencia a la iglesia, no siempre se confesaba. El padre Raúl era su confesor y la conocía desde muchos años atrás, cuando llegó a esta parro­quia de la ciudad desde un pueblo vecino, perseguido por una extraña alergia que, sobre todo en ciertas mañanas al co­mienzo del verano, le deformaba los párpados, los labios y las orejas y convertía su cara en un odre hinchado y tumefacto, que algunos murmuradores tenían como síntoma de una su­puesta afición a la bebida. Ella en realidad no tenía nada que confesar, o muy poco, y esto de poco no llegaba a ser peca­do. Pero iba porque se sentía muy reconfortada luego de ha­cerlo, e incluso sus dolores reumáticos parecían disminuir o desaparecer cuando ella, de rodillas, se incorporaba del con­fesionario y caminaba unos pasos hasta el banco, donde cumplía con su breve penitencia. La última vez la confesión había sido más breve que de costumbre. El padre Raúl sufría un fuerte ataque de su alergia. Ella había comenzado a hablar pero a poco las ganas de llorar la ahogaban y no pudo conti­nuar y escuchó la voz atormentada del padre Raúl, que dijo: "Si Dios es grande, también su misericordia lo ha de ser".
Aquella tarde, vestidos como para una visita, habían ido otra vez a entrevistarse con el funcionario policial que el gobierno había puesto para atender este tipo de denuncias, y quedaron muy sorprendidos cuando el funcionario conjeturó que tal vez el hijo hubiese huido con alguna mujer. "Piénsenlo y hagan memoria. Después nos avisan", dijo entonces el funcionario. ¿Una mujer? Podía acaso ser verdad, ¿pero con cuál? Él no salía con nadie, al menos que ellos supiesen. Y ahora pensaban en esto con cierto asombro: en  los dos o tres últimos años no habían sabido de ninguna mujer cerca suyo, y atribuyeron esto al trabajo intenso de su hijo, primero en la Obra de Ayuda Parroquial y después en su total entrega  a los pobres infelices de eso que llamaban villas miseria. "El buscaba algo", piensa la madre, "algo que quizá no busca la mayoría, pero tal vez no sabía qué." De regreso a casa ellos pensaron en todas las mujeres posibles con alguna de las cuales pudiera haber huido su hijo, pero ninguna hipótesis prosperaba. No, no era posible. ¿Y por qué huir? En algunos carnavales, cuando era poco más que un adolescente, había regresado al amanecer, tal vez con copas de más y aún a mediodía seguía durmiendo, cuando ella le llevó el desayuno. Parecía entonces más joven así, sólo un chico, con rastros de barra de labios en la cara. Ahora tenía veinticuatro años y no se había casado. Pero alguien en concreto, una mujer perdu­rable, no habían conocido. Ambos recordaron, después de pensarlo mucho, a Nora, una muchacha muy delgada con grandes ojos oscuros, que parecía enferma. Doña Noemí un día se lo dijo y a él no le gustó, y nunca más volvió a aludir­la ni a salir con ella, que después se casó con un médico, se fue al Chaco y fue desgraciada.
El funcionario aquel dijo que se quedaran tranquilos y que en todo caso volviesen cuando supieran algo, y que la policía y las autoridades velan por la seguridad de todos. Y aunque esto lo repitió varias veces, ellos -ahora- comen­zaban a pensar que aquello no eran más que palabras, y las palabras sólo son como la sombra de los hechos.
Ayer fue una mañana de sol, de un sol de otoño tibio y claro. Había poca gente en la plaza y algunas mujeres lava­ban las veredas porque aún era temprano; al cabo de un mo­mento el sol pareció ocultarse. Un señor, al que nunca había visto, sacó a pasear a su perro. Y luego otra vez la luz del sol fue clara, como una tibia tregua en este país envejecido y triste.
Don Juan se puso a pensar en toda la gente que conocía o que había conocido, algunos habían muerto y otros se ha­bían ido y pensó entonces qué intenso es el anhelo de mu­chos argentinos por cambiar de sitio donde vivir, por reali­zar su destino de vagabundos. Sólo unos cuantos quedaban aquí. Don Lucas, por ejemplo, viudo, pensionado y lector de los diarios, que anteayer le había contado sobre la apari­ción de algunos cuerpos mutilados flotando en el río; el diario no decía de quiénes eran los cadáveres, y él se pre­guntó qué harían con ellos. ¿Qué hacen con los cadáveres mutilados? Un cadáver mutilado no tiene nombre ni pa­rientes, ni amigos, no tiene dinero, no tiene importancia. Él no leía los diarios, como don Lucas; en realidad nunca lo había hecho. Y ahora se preguntaba por qué no había ad­quirido esa costumbre. Observó su reloj -el de la torre de la iglesia hacía muchos años que estaba estropeado a causa de un rayo-, todavía tenía tiempo, su mujer salía de com­pras alrededor de las diez. Entre los dos se relevaban para estar en la casa, que nunca -desde que el hijo desapare­ció- volvió a quedar sola. Y aun de noche, desde enton­ces, dejaban una luz, una pequeña luz encendida alum­brando la entrada. "Vendrá, los dos sabemos que volverá una noche, o una tarde, tal vez una mañana bien tempra­no, con una valija, y nos contará dónde estuvo, nos lo dirá todo, apresuradamente, antes de ir a ducharse y mudar de ropa, y luego nos lo volverá a contar con menos prisa, sen­tados, otra vez, los tres, alrededor de la mesa en la cocina." Él, por momentos, se daba cuenta de que esto bien podría ser sólo una fantasía, pero lo complacía volver a imaginar­lo de tiempo en tiempo; y todo eso era casi real, ya que las fantasías tienen poder porque son persuasivas.
Tampoco doña Noemí tenía ahora muchas amigas, en realidad nunca las había tenido; sus más íntimas no vivían en esta ciudad y ya casi no escribían. Pero ella siempre esta­ba ansiosa de hablar con alguien, alguien que dijera la ver­dad, aunque no hablase mucho. Pero no lo encontraba, por­que quizá fuera más difícil hacerse de amigos cuando uno está triste o es desgraciado.
Ahora está nublado, es un atardecer más bien sombrío. Las luces de las calles se acaban de encender y parecen pálidas o empañadas. También hoy don Juan ha ido a sentarse en aquel banco de la plaza pero don Lucas no acudió. Es­taría enfermo, porque es viudo y no se cuida demasiado. Él estuvo todo el tiempo solo, observando a unos chicos, viéndolos jugar. Jugaban con nada, sin alborotar demasiado. Cuando él era chico no iba a las plazas a jugar, iba a nadar al río. Escuchó, cercanas, unas campanadas y otra vez miró su reloj. "Tengo más que estos chicos", pensó, viendo cómo ya se desbandaban. "Puesto que he sido niño y he llegado a vie­jo. ¿Y ellos, llegarán a serlo?" Después se puso un poco triste. "Un hombre viejo tiene de todo, claro; pero a todo le fal­ta algo." Fue cuando las luces se encendieron y comenzó a andar en dirección de la casa. La pequeña luz del zaguán también ya estaba encendida y doña Noemí tejía sentada junto a la mesa de la cocina.
-¿Alguien ha llamado? -pregunta.
-No -dice ella-. Pero a estas horas dicen que las líneas están sobrecargadas. Más de noche, a lo mejor.
-Sí -dice él.
-¿Comerás algo? Queda un pedazo de pastel en el horno.
-No.
-Tampoco yo tengo hambre -dice ella.

Héctor Tizón