Petición de mano
El
celebérrimo Explorador, a quien nadie lograba fastidiar tanto como un
periodista, se decidió, por vez primera en su vida y fiado en su inconmovible
fama, a decir la verdad, aun a riesgo de que aquella pavesa de informadora
granujienta, que le torturaba desde la hora del café, sospechase que estaba
siendo engañada. Cuando él creía que la entrevista finalizaba, a la pregunta
-bellaca-: -Dígame, señor Explorador, ¿qué motivo
concreto le impulsó en su juventud a recorrer sin tregua las más ignoradas
regiones del planeta?
Contestó: -Un
chiste.
-¿Un chiste?
-consideró delicado reiterar la entrevistadora.
-Un chiste
acerca de una petición de mano.
-¿De una
petición de mano?
El
celebérrimo Explorador, superando la sólita náusea que sólo un ejemplar de la
misma especie puede provocar a su prójimo, cerró y abrió los ojos
pacientemente, buscó sobre la mesa su bolsa de tabaco de pipa y, resbalando su
salacot hacia la nuca, condescendió a explicar:
-Espero que
no le sea desconocida la inquietud que inocula olvidar a medias un chiste que
recientemente nos han contado. En una persona, como yo, privilegiada por una
memoria sin fisuras, ese inconcebible olvido puede determinar una existencia.
La mía, desde luego, así quedó determinada hace cuarenta años, cuando, al
despertar en mi habitación de Punch Palace, en Escocia, no logré reconstruir el
sucedido que la noche anterior y ante la chimenea de la sala de armas había
juzgado saludable narrarnos el Mayor Maimed, uno más de los invitados al
week-end de los Duques de Punch. Las horas del alba, durante las que intenté
recordar, poseído por la soberbia de mi autonomía mnemotécnica, resultaron
funestas. Indudablemente tres elementos estructuraban el chiste. Los recordaba:
un cartero, una petición de mano y un movimiento final, en el que precisamente
radicaba la supuesta gracia de la historieta. Pero, aunque poseía estos tres
elementos, me era imposible combinarlos de una manera adecuada. Incluso, créame,
conseguí chistes mucho más hilarantes que el maldito que había contado el Mayor
Maimed, pero jamás el auténtico. Al sonar la campana para el desayuno, bajé
exhausto, casi patético, y mi infortunio no hizo sino acrecentarse con la
noticia de que el Mayor había partido aquella madrugada misma para el
Continente.
-Y usted,
infatuado por su autonomía -supuso la chica-, no preguntó a los otros
invitados.
-Si había
bajado decidido a que el propio Mayor Maimed me repitiera el infernal
cuentecillo, deberá conceder que no tenía otra alternativa, por muy estúpida
que pareciese, que importunar a mis anfitriones y al resto de los invitados.
Unos no habían escuchado al Mayor, otros habían olvidado también y sólo Lady
Punch insistió en una versión de alucinante inexactitud, que por cortesía admití
como buena. He de confesar, y no creo que merezca reproche alguno si considera
usted la situación en que yo había caído, que llegué a interrogar a la
servidumbre, confiado en esa costumbre secular, que les corroe, de registrar
por entero las conversaciones de sus señores. En aquel caso los criados, ni a
prueba de soborno, habían oído nada. Me impuse olvidar, desechar tan irritante
episodio, y el martes, de regreso a mi despacho de Londres, reconocí
incondicionalmente que no podría ni anudarme una corbata, ni atacar una pipa,
mientras no oyese de labios del Mayor Maimed el chiste.
-Y partió
usted en su busca.
-A lo largo de cuarenta años y por todos los países, comprendidos los
más salvajes -confirmó el celebérrimo Explorador, hasta con un ápice de asombro
por la repentina sagacidad de la reportera-. Sin resultado alguno.
-¿Sin ningún
resultado? -volvió a repetir la muchachuela, recuperando su innata tendencia a
enmascarar con una fingida sordera su estulticia real.
-Todavía no
he encontrado al Mayor y, por tanto, como hasta usted misma entenderá, todavía
no he conseguido reconstruir aquel chiste.
El chiste que
el Mayor Maimed relató al que luego sería celebérrimo Explorador durante una
velada en la sala de armas del castillo de los Duques de Punch hacia la segunda
década del siglo era éste:
-Míster Smith
-anuncia el cartero-, traigo una carta para usted.
-Gracias,
Tom. Se tratará probablemente de la respuesta a mi petición de mano -y míster
Smith, cogiendo la carta con la mano izquierda, se la coloca bajo el sobaco
derecho.
-Parece inconcebible -suspiró la infeliz, no atreviéndose a declarar
tajantemente que era inconcebible.
-No, no lo
es. En cuarenta años de exploraciones con un único y secreto objetivo, he
aprendido los ilimitados contornos de la imprecisión humana. Todo desierto, cualquier extensión polar, la más
gigantesca ciudad o el más impenetrable bosque, en algún punto del espacio
acaba. La frivolidad, inconsecuencia y torpeza de nuestros semejantes, no.
Cuando llegaba a la Tierra de Baffjn se me juraba que el condenado Mayor Maimed
había partido para Monrovia, donde, al desembarcar yo, se me aseguraba que unas
horas antes había volado con destino a Punaka.
-¿Por qué viajaba incesantemente el Mayor Maimed? -interrumpió la
encuestadora.
-A causa de
su condenada profesión de Mayor del Imperio -masculló despectivamente el
celebérrimo Explorador.
-¿No pudo
dejarle una nota, mandarle un aviso, telegrafiarle o telefonearle su estricta
necesidad de entrevistarse con él? -preguntó la chica, refiriéndose al Mayor
Maimed.
-Además de
todos esos imperfectos sistemas de comunicación que ha logrado usted enumerar,
he grabado mensajes en los troncos de árboles que crecen en selvas inexploradas
hasta mi descubrimiento, he lanzado botellas a las aguas de archipiélagos que
no figuraban en las cartas de navegación, he ascendido a cumbres desde las que
la luna se huele, horadado túneles, paseado ciénagas, padecido terribles
infecciones -la voz del celebérrimo Explorador, indudablemente afectado por el
crepúsculo, se agudizó-, combatido con serpientes, caimanes, agencias de
viaje, barreras aduaneras, buitres, toros de España y panteras de Bengala. Mi
cuerpo, como mostrarán esas fotos que ha tomado usted con destino al reportaje,
siempre que no haya velado la película, se fue llenando de cicatrices,
mutilaciones, huellas y surcos, algunas heridas que jamás se cerrarán. Este,
señorita, el de mi piel, es el mapa de una existencia sin reposo ni compensación.
La demudada
periodista temió que su interlocutor iba a arrancarse sus ropas excesivamente
tropicales, a exhibir, en una furiosa enajenación, su cuerpo como símbolo de
derrota. Pero el famoso trotamundos cogió con la mano izquierda la bolsa del
tabaco, la colocó bajo el sobaco derecho y luego, con una mueca de sonrisa,
recibió la pipa de manos de la muchacha, quien se la entregaba con esa
precipitada amabilidad que, en su dudoso colegio, le habrían enseñado como la
más adecuada, cuando se ha de ayudar a un manco celebérrimo y, por si fuera
poco, amnésico Explorador.
García Hortelano, Juan