Blogs que sigo

domingo, 26 de marzo de 2017

Arte entre dos siglos


La quiebra
El hermoso Banco, de escaparates esmerilados y con una puerta de brillantes placas de cobre, en medio del barrio pobre, de casas sucias, habitadas por pobres gentes, parecía un príncipe que, no sabe cómo, se encontró de repente entre una multitud de mendigos. Y la multitud amaba a aquel príncipe. Trabajaba para él. Todas las miradas estaban fijas en él. Parecía traer el consuelo a aquella miseria. Era la esperanza del barrio.
Una larga hilera de gente, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, se estacionaban los sábados por la tarde frente al Banco, después de haber recibido el salario de la semana. Uno tras otro, iban dejando sus pequeñas economías en las ventanillas de relu­cientes barrotes de cobre. Fue algo como una cere­monia mística de los tiempos antiguos, durante la cual los creyentes traían sus ofrendas al altar. Era la veneración al bello príncipe del barrio. Y el príncipe, por manos de los empleados, bien vestidos y cuidadosamente afeitados, aceptaba generosamente aquellas ofrendas. Los billetes de Banco, diez veces contados, llevando señales de las manos sucias de las pobres gentes, desaparecían tras las ventanillas.
Mucha gente ha entrado por la sólida puerta de relucientes placas de cobre. Otras muchas han salido por ella, llevando el dinero economizado en largos años de trabajo. Los pobres llevaban allí su dinero como si fueran a orar a un templo. Mas en aquel templo las oraciones estaban inscritas en un grueso libro y daban intereses. Y a las gentes les parecía que aquel templo, con empleados cuidadosamente afeitados en vez de sacerdotes, era más sólido y más importante que los demás.
II
Un buen día, el Banco cerró de pronto su puerta. Cesó de pagar a sus clientes. El príncipe había tra­bajado demasiado oro y su vientre estalló. Estaba muerto. O quizá simulaba la muerte.
La gran puerta reluciente no se abrió más. Se tornó muda e inmóvil. Inspiraba ahora un horror indecible. Los empleados, cuidadosamente afeitados, habían desaparecido. El príncipe se quitó la más­cara, y ahora todos vieron que era una terrible ara­ña, un vampiro gigantesco, que, habiéndose colocado en medio del barrio, como en el centro del corazón, chupó durante largos años su sangre, lentamente, obstinadamente, con una fría tranquilidad. Los es­caparates eran los ojos de aquel monstruo; la puerta amada de placas de cobre, era su boca. Ahora, la boca se había cerrado porque el monstruo estaba satisfecho.
Al principio, las víctimas de aquel monstruo no sintieron más que dolor; creyeron que era una he­rida fácil de curar. No sabían que estas heridas es­tán siempre envenenadas, aunque muy pronto lo comprendieron. Para muchos, la mordedura del vampiro tuvo trágicas consecuencias. David Rimcha, que tenía en el Banco todas sus economías, reuni­das en dieciocho años de penoso trabajo, se ahorcó. Anna Chemi, doncella del servir, que ahorraba su dinero para poder casarse con su novio, se envenenó. Pablo Rabin, propietario de una tiendecilla de ultra­marinos y padre de cinco criaturas, que reciente­mente había depositado todo su dinero en el Ban­co, sufrió un ataque de parálisis.
Los demás quedaron destrozados, desesperados, heridos en lo más hondo. Mujeres jóvenes enveje­cieron, enflaquecieron las mejillas, los corazones lle­nos de dolor. Los que valerosamente habían lucha­do contra las miserias de la vida, estaban ahora abatidos.
Una nube negra envolvía aquel pobre barrio. Parecía una epidemia. Los tentáculos monstruosos del vampiro gigantesco penetraron en todas partes, sembrando la desolación y los sufrimientos.
III
Un domingo por la tarde, los habitantes de aquel barrio se reunieron cerca de la puerta cerrada del Banco. No esperaban nada; sabían muy bien que la puerta no se abriría más. Habían venido simple­mente para echar una ojeada sobre los escaparates vacíos, aquellos ojos crueles del monstruo. ¡Como si la fuerza invisible de que disponía el monstruo continuase atrayendo a las gentes aun después de muerto! Ya hacía tres semanas que el Banco había cerrado, pero el barrio seguía agitado como una colmena de abejas que hubiera sido turbada.
En la acera estaba de pie Tina Berg, una joven de bello y pálido rostro y admirables ojos negros.
Un joven se aproximó a ella y le dijo:
-¡Buenas, Tina! Hace tres semanas que no te veo. ¿Dónde te metes?
-He estado ocupada -contestó ella, y se puso encarnada.
-Estás muy bien vestida. ¡Qué sombrero tan bonito!
-¿Te gusta?
-Sí. Y el traje también. Estás aún más guapa que de costumbre.
La miró con ojos amorosos.
-Te he buscado en todas partes, pero no he podido hallarte -continuó.
-He estado ocupada.
-¡Qué contento me he puesto al volver a encontrarte! ¿Vamos a dar un paseíto?
-¡No! -repuso ella lacónicamente.
-¿No quieres pasearte más conmigo?
-¡No!
Después de un corto silencio, el joven preguntó:
-¿Has perdido mucho dinero en el Banco?
Tina, con una amarga sonrisa, repuso:
-Todo lo que tenía. Todo lo que había ganado en dos años y medio.
Miró los escaparates vacíos del Banco y añadió:
-Pero eso no tiene importancia; yo lo ganaré otra vez.
-Naturalmente, no hay que desesperarse. Veo que ya te has comprado un traje nuevo y un som­brero. Además, eres tan joven...
Se inclinó sobre ella y, en voz baja y entrecortada, llena de felicidad, como hablan los jóvenes enamorados, le murmuró al oído:
-Te he buscado todas las tardes, te esperaba hasta las horas avanzadas de la noche... No podía dormir. Te amo de tal modo, Tina, que no puedo vivir sin ti. Casémonos dentro de un mes... ¿Quieres? Trabajaremos los dos... ¿Quieres?
Tina sonrió ligeramente.
-No me casaré contigo -repuso.
-Pero, ¡tú me lo habías prometido!
-Te lo había prometido antes de aquello... 
Y señaló con la cabeza el Banco cerrado.
-...Ahora, ya no quiero.
-Es igual, antes o después... Ya que me lo has prometido...
La joven bajó la cabeza y no respondió.
La acera estaba llena de líneas irregulares y de números que los niños habían dibujado para ju­gar. Tina levantó la cabeza, y mirando al joven a los ojos, dijo:
-Sí, una vez te prometí y ¡he de cumplir mi palabra!
-Sí, sí -confirmó el joven alegremente-. ¿Hablas en serio?
Ella sacó su pie por debajo de la falda de seda, que hasta ahora nunca había usado, y mirando su elegante bota amarilla, preguntó:
-¿Se dice que el Banco reembolsará el quince por ciento?
-Sí, eso me han dicho.
-Muy bien. Pues si tú quieres, puedes también coger de lo que yo te había prometido... el quince por ciento.
-No te comprendo.
-Es muy sencillo... Podrías tenerme... No te costará más que...
-¿El qué?
-No te costará caro. Mira...
Indicó, con su pie elegante, un sitio en la acera. Él siguió con la vista el pie de la joven y vio la cifra 3, que los niños habían pintado con tiza sobre las sucias piedras de la acera. El joven seguía sin comprender. Entonces, ella, con voz alterada, en la que se adivinaban las lágrimas, le dijo:
-¡No seas tonto! Me puedes tener por tres ru­blos. No vale la pena de que nos casemos...

Osip Dimov