La quiebra
I
El hermoso Banco, de escaparates esmerilados y con
una puerta de brillantes placas de cobre, en medio del barrio pobre, de casas
sucias, habitadas por pobres gentes, parecía un príncipe que, no sabe cómo, se
encontró de repente entre una multitud de mendigos. Y la multitud amaba a aquel
príncipe. Trabajaba para él. Todas las miradas estaban fijas en él. Parecía
traer el consuelo a aquella miseria. Era la esperanza del barrio.
Una larga hilera de gente, hombres y mujeres, jóvenes
y viejos, se estacionaban los sábados por la tarde frente al Banco, después de
haber recibido el salario de la semana. Uno tras otro, iban dejando sus
pequeñas economías en las ventanillas de relucientes barrotes de cobre. Fue
algo como una ceremonia mística de los tiempos antiguos, durante la cual los
creyentes traían sus ofrendas al altar. Era la veneración al bello príncipe
del barrio. Y el príncipe, por manos de los empleados, bien vestidos y cuidadosamente afeitados, aceptaba
generosamente aquellas ofrendas. Los billetes de Banco, diez veces contados,
llevando señales de las manos sucias de las pobres gentes, desaparecían tras
las ventanillas.
Mucha gente ha entrado por la sólida puerta de
relucientes placas de cobre. Otras muchas han salido por ella, llevando el
dinero economizado en largos años de trabajo. Los pobres llevaban allí su
dinero como si fueran a orar a un templo. Mas en aquel templo las oraciones
estaban inscritas en un grueso libro y daban intereses. Y a las gentes les
parecía que aquel templo, con empleados cuidadosamente afeitados en vez de
sacerdotes, era más sólido y más importante que los demás.
II
Un buen día, el Banco cerró de pronto su puerta. Cesó
de pagar a sus clientes. El príncipe había trabajado demasiado oro y su
vientre estalló. Estaba muerto. O quizá simulaba la muerte.
La gran puerta reluciente no se abrió más. Se tornó
muda e inmóvil. Inspiraba ahora un horror indecible. Los empleados,
cuidadosamente afeitados, habían desaparecido. El príncipe se quitó la máscara,
y ahora todos vieron que era una terrible araña, un vampiro gigantesco, que,
habiéndose colocado en medio del barrio, como en el centro del corazón, chupó
durante largos años su sangre, lentamente, obstinadamente, con una fría
tranquilidad. Los escaparates eran los ojos de aquel monstruo; la puerta amada
de placas de cobre, era su boca. Ahora, la boca se había cerrado porque el
monstruo estaba satisfecho.
Al principio, las víctimas de aquel monstruo no
sintieron más que dolor; creyeron que era una herida fácil de curar. No sabían
que estas heridas están siempre envenenadas, aunque muy pronto lo
comprendieron. Para muchos, la mordedura del vampiro tuvo trágicas
consecuencias. David Rimcha, que tenía en el Banco todas sus economías, reunidas
en dieciocho años de penoso trabajo, se ahorcó. Anna Chemi, doncella del
servir, que ahorraba su dinero para poder casarse con su novio, se envenenó.
Pablo Rabin, propietario de una tiendecilla de ultramarinos y padre de cinco
criaturas, que recientemente había depositado todo su dinero en el Banco,
sufrió un ataque de parálisis.
Los demás quedaron destrozados, desesperados, heridos
en lo más hondo. Mujeres jóvenes envejecieron, enflaquecieron las mejillas,
los corazones llenos de dolor. Los que valerosamente habían luchado contra
las miserias de la vida, estaban ahora abatidos.
Una nube negra envolvía aquel pobre barrio. Parecía
una epidemia. Los tentáculos monstruosos del vampiro gigantesco penetraron en
todas partes, sembrando la desolación y los sufrimientos.
III
Un domingo por la tarde, los habitantes de aquel
barrio se reunieron cerca de la puerta cerrada del Banco. No esperaban nada;
sabían muy bien que la puerta no se abriría más. Habían venido simplemente
para echar una ojeada sobre los escaparates vacíos, aquellos ojos crueles del
monstruo. ¡Como si la fuerza invisible de que disponía el monstruo continuase
atrayendo a las gentes aun después de muerto! Ya hacía tres semanas que el
Banco había cerrado, pero el barrio seguía agitado como una colmena de abejas
que hubiera sido turbada.
En la acera estaba de
pie Tina Berg, una joven de bello y pálido rostro y admirables ojos negros.
Un joven se aproximó a
ella y le dijo:
-¡Buenas, Tina! Hace
tres semanas que no te veo. ¿Dónde te metes?
-He estado ocupada
-contestó ella, y se puso encarnada.
-Estás muy bien vestida.
¡Qué sombrero tan bonito!
-¿Te gusta?
-Sí. Y el traje también.
Estás aún más guapa que de costumbre.
La miró con ojos
amorosos.
-Te he buscado en todas
partes, pero no he podido hallarte -continuó.
-He estado ocupada.
-¡Qué contento me he
puesto al volver a encontrarte! ¿Vamos a dar un paseíto?
-¡No! -repuso ella lacónicamente.
-¿No quieres pasearte más conmigo?
-¡No!
Después de un corto silencio, el joven preguntó:
-¿Has perdido mucho dinero en el Banco?
Tina, con una amarga sonrisa, repuso:
-Todo lo que tenía. Todo lo que había ganado en dos
años y medio.
Miró los escaparates vacíos del Banco y añadió:
-Pero eso no tiene importancia; yo lo ganaré otra
vez.
-Naturalmente, no hay que desesperarse. Veo que ya te
has comprado un traje nuevo y un sombrero. Además, eres tan joven...
Se inclinó sobre ella y, en voz baja y entrecortada,
llena de felicidad, como hablan los jóvenes enamorados, le murmuró al oído:
-Te he buscado todas las
tardes, te esperaba hasta las horas avanzadas de la noche... No podía dormir.
Te amo de tal modo, Tina, que no puedo vivir sin ti. Casémonos dentro de un
mes... ¿Quieres? Trabajaremos los dos... ¿Quieres?
Tina sonrió ligeramente.
-No me casaré contigo -repuso.
-Pero, ¡tú me lo habías prometido!
-Te lo había prometido antes de aquello...
Y señaló con la cabeza el Banco cerrado.
-...Ahora, ya no quiero.
-Es igual, antes o después... Ya que me lo has
prometido...
La joven bajó la cabeza y no respondió.
La acera estaba llena de líneas irregulares y de
números que los niños habían dibujado para jugar. Tina levantó la cabeza, y
mirando al joven a los ojos, dijo:
-Sí, una vez te prometí
y ¡he de cumplir mi palabra!
-Sí, sí -confirmó el
joven alegremente-. ¿Hablas en serio?
Ella sacó su pie por debajo de la falda de seda, que
hasta ahora nunca había usado, y mirando su elegante bota amarilla, preguntó:
-¿Se dice que el Banco
reembolsará el quince por ciento?
-Sí, eso me han dicho.
-Muy bien. Pues si tú quieres, puedes también coger
de lo que yo te había prometido... el quince por ciento.
-No te comprendo.
-Es muy sencillo...
Podrías tenerme... No te costará más que...
-¿El qué?
-No te costará caro. Mira...
Indicó, con su pie elegante, un sitio en la acera. Él
siguió con la vista el pie de la joven y vio la cifra 3, que los niños habían
pintado con tiza sobre las sucias piedras de la acera. El joven seguía sin
comprender. Entonces, ella, con voz alterada, en la que se adivinaban las
lágrimas, le dijo:
-¡No seas tonto! Me puedes tener por tres rublos. No
vale la pena de que nos casemos...
Osip Dimov