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viernes, 10 de marzo de 2017

Andorra la Vella


De cómo Julián Calvo se arruinó por segunda vez

A Alí Chumacero

I

Reconstruida, pero para el caso, como si fuese nueva. Daba gusto verla. Cuatro mil tiros a la hora, como si nada, con su abanico, su alimentador, su juego de rodillos, con sus ramas nuevas, su bancada y el motor recién pintados de gris, las tablas acabadas de barnizar. Julián Calvo se había empeñado hasta las cejas; veinticuatro meses de crédito que le concedió, sin fiador, la Wreight Paper Co., porque era español. Tardaron quince días más de los dichos en instalarla: que la grúa, que el camión, que el señor Lupe tuvo que ir a Toluca:
-¿Qué pasó?
-Pues a mí me dijo que iba a ver a su papá que estaba malo. Hasta le dije que me saludara al tío Alonso.
Quince días de dormir mal y poco. Pagar las letras. Claro que aquí no tiene tanta importancia. Pero de todas maneras... Ju­lián Calvo era valenciano y comunista. A los quince años de estar en México, seguía siendo ambas cosas. Tozudo.
Lo cierto, ahí estaba la prensa. Iba a poder trabajar más y mejor. Juanito González y Rafael Mediavilla le habían prometi­do que la CIMESA... Los de la Astral se habían comprometido a darle tres libros. Benito Castroviejo haría en la imprenta su Re­vista Fiduciaria y Comercial; no eran más que quinientos ejem­plares pero buenos eran.
Había que celebrarlo. No faltaba más. Lo esperaban todos; en primer lugar, los obreros del taller. Trajeron dos cajas de Coca­-Cola, dos de cerveza, un garrafón de ron, las botanas: carnitas -el chicharrón lo trajo don Pedro, de la Villa-, una cazuela de mole, regalo de Rafael Porrúa, queso, barbacoa, chile y una ca­nasta de tortillas. Por su parte, él trajo manzanilla, salchichón, chorizo español, hecho en Tacuba, que le vendía Rafael Gómez Izquierdo -que iba por el café-, aceitunas y dos latas de navajas «Albo».
Antonio el prensista le preguntó:
-¿A qué hora va a venir el padrecito?
-¿Qué?
-Sí, patrón, el padrecito...
-¿Qué padrecito?
-Pues, patrón, para bendecir la maquinita.
Se sublevó.
-¿No les da a ustedes vergüenza, o pena, como dicen, de creer todavía en esas cosas? El clero es lo peor: el responsable directo de cómo está el mundo.
-Así será, patroncito, ya que usted lo dice. Yo estoy de acuerdo. Pero, ya ve usted, la costumbre...
-Pero ¿ustedes no están sindicalizados?, ¿no pertenecen a la CTM?
-¿Qué tiene que ver?
-¿Tú no perteneces a un partido? ¿No me habías dicho que eras masón?
-Sí, pero ¿qué tiene que ver, patroncito?
-¿Cómo que qué tiene que ver? ¡Todo!
-Piénselo bien, patrón. Aquí estamos acostumbrados a que venga el padrecito y haga su faramalla y todos tan contentos. ¿Qué mal hay en eso?
-No habrá ningún mal; pero lo que es en la casa de un servidor, no entra un tío vestido de sotana.
-Pero si vienen de civil, patrón.
-El hábito no hace al monje. Ea, recontra, ¡que no!
-Está bueno, patrón.
Acabaron cuanto había. Fueron luego a comprar dos botellas grandes de tequila. Ya anochecido, el formador y dos prensistas llevaron a Julián Calvo al «Tampico de Noche» y, después de no dar con dos casas de mala nota que uno del suplemento de Novedades les había recomendado, acabaron por Cuauhte­motzín, al alba. Julián Calvo estaba en la imprenta a las ocho de la mañana.
-¡Cómo es usted, don Julián!
-Hombre, se trabaja o no se trabaja. Bien está lo que está bien.
El prensista no se presentó hasta dos días después.

II

Hacía quince años que se reunían en el café Barcelona, todas las noches: Julián Calvo, hoy impresor, ayer magistrado; Rafael Gómez Izquierdo, fabricante de chorizo y jamón español, antes aparejador; Luis Sánchez Hernández, vendedor de agua de co­lonia, ayer radiotelegrafista; Santiago Carretero Mompou, pe­riodista, antes topógrafo; Gabriel Balbuena, director de cine, antes ingeniero naval, y Manuel Alemany, antes pistolero de la CNT y hoy fabricante de ladrillos en Tlalnepantla.
-Menos mal que no te pidieron colgar un altar con la virgen de Guadalupe, con sus veladoras y todo.
-Claro que intentaron ponerlo. Pero me tuvieron que oír.
-No te arriendo las ganancias.
-Es que, para mí, primero son las ideas.
-Las tuyas, claro.
-Las mías, claro, que son las buenas. Lo que pasa es que son muy atrasados.
-Y los quieres arrear en contra de su voluntad.
-Es la única manera.
-Déjate de historias.
-Así no irás a ninguna parte. Hay que adaptarse. ¿Que te crees que sigues viviendo en Valencia? ¿En qué se parece? -ha­blaba el ladrillero-. Me recuerdas a un comandante que tuve en el frente de Aragón, de carrera, no creas, que quería hacerlo todo según las ordenanzas y lo que le habían enseñado en la Academia de Zaragoza. No daba una. Hay que atemperarse, Ju­lián. Tenemos que acomodarnos.
-Así andamos, por dejarnos ir. Pues, no. No me da la gana. Los principios son los principios. ¿Por qué estamos aquí?
-Pero estás aquí, pedazo de mula.
-De acuerdo. Pero ¿por eso voy a dejar de ser yo? Tú comes tortillas, y chile, y fríjoles y esa porquería que llaman barbacoa y bebes pulque, que ya es el colmo. Pero yo no.
-¿Y por eso te crees superior?
-No, hombre, no. Pero sigo fiel a mis principios. ¿Cuándo va a entrar un cura en algo que tenga que ver conmigo?
-Estás ciego.
-No digo que no. Pero soy el que soy. ¿A que fuiste ayer a la boda de la hija de Alfonso Ramírez?
-Claro.
-No lo entiendo, hombre, no lo entiendo.
-Lo cual no quiere decir sino que eres muy bruto.
-A Dios gracias.
-También citas a Dios.
-Es una manera de hablar.
-También ellos tienen una manera de vivir.
-Bueno, fijaos vosotros: conocéis a Alfonso Ramírez, un me­xicano de peso, grado 33. Del Partido Popular, es decir, casi comunista. Ateo, bueno ¿para qué hablar? La chica, lo mismo.
-¿También es grado 33?
-No fastidies. El novio, profesor de la Universidad, marxista a lo que dice. Se casan. ¿Sabéis dónde? En plena iglesia de San­to Domingo, a la una de la tarde, y mi bueno de Alfonso Ramírez, de chaqué, lleva a su hija hasta el altar. ¿No os fastidia? A mí me subleva. ¿A vosotros no?
-No entiendes lo de aquí.
-Ni quiero.
-Ahí está lo malo. Tú no te puedes imponer.
-Yo no me impongo.
-¿Cómo que no te impones? Claro que te impones.
-¿A quién?
-A tus obreros.
-¡Hombre, es por su bien!
-Eso crees tú.
-No lo creo: estoy convencido. Lo que me subleva es que tú, tú un anarquista, me salgas con ésas.
-Tal vez porque yo vivo con mis trabajadores y tú sólo les ves en el taller a la hora de la raya y echas rayos y centellas si faltan los lunes.
-Claro que sí.
-Al fin y al cabo lo que te importa es que trabajen para que puedas cumplir y ganar dinero; a ellos, eso les tiene sin cuida­do. Buscan otra cosa.
-Fastidiar al prójimo.
-¡Qué equivocado estás! ¿No te quieres dar cuenta que éste es otro mundo? ¿Dónde vives? Aquí. Entonces, si eres socialista o comunista o lo que sea, date cuenta y vive aquí. Que dicho sea de paso, es un país estupendo.
-Cuéntaselo a tu abuela.
-Y a quien sea. Mira, Julián, ¿cómo no quieres que esta gente tenga supersticiones...?
-Todo lo que digas está bien: pero en casa de menda, no en­tra un cura ni por equivocación, y menos a bendecirnos una prensa. Estaría bueno, después de lo que uno ha pasado.
-Pero si te lo piden ellos, que son tus obreros. No olvides que eres el patrón.
-Ya es hora de que se enteren de cómo se les engaña con esas pamemas.
-¿Crees que no lo saben?
-Claro que no lo saben.
-Es otra cosa más honda, señor Calvo -tercia José Luis Mori­ñigo, que no es de la tertulia-, que no tiene que ver con los curas, sino con los espíritus, con la divinidad.
-Pues ahora sí que lo ha arreglado usted: peor que peor.
-Allá tú.
-Mira: una cochina ladrillera no es lo mismo que una imprenta.
-De acuerdo, viste menos. Y cuando encendimos el nuevo horno, vino el padrecito, y todos tan contentos.
-Sí, y menuda borrachera.
-Sí, hombre, y no fue menuda. ¿Y qué? Además métete una cosa en la cabeza: les encanta pedir trabajo y que no se lo den. Para que veas. Y rezan el Padrenuestro y el Ave María al revés, hacen un nudo a cada palabra y a los siete nudos cae la bruja a sus pies. Además, los que nacen el día de San Juan son los que tienen más poder y mis hornos son mejores o peores según quemen mejor o peor los diablitos que les ponen. Y me dicen: «Su merced...». ¿Y qué?
-Allá tú.
-Y me dicen: «Dios y usted nos dan el pan, patroncito». Y me preguntan: «Dígame usted, patrón, ¿el comunismo es bue­no? Porque por ahí dicen que nos hagamos comunistas». Enté­rate: al nahual le ponen alas de petate para pedirle que sus hijos sean guapos y, si las buscas, encontrarás velas negras, para el Diablo...

III

-¿Qué pasó?
-No sé.
-Está sucia.
-Si la limpió ayer el Güero...
-Pues que la vuelva a limpiar.
-Es que tiene que ir por tinta, patrón.
-¿Qué pasó con Agustín?
-Está mala su mamá.
-¿Quién va a tirar la revista?
-Usted dirá, don Julián.
-Que se ponga Rafael.
-Tiene que meter las correcciones del libro del Fondo.
-Entonces, usted.
-Mire, patroncito, yo no me encuentro nada bien.
-Pero, hombre, haga un esfuerzo.
-Me duele el estómago.
-¿Qué pasó?
-Se atora.
-¿No vino el mecánico?
-Sí, señor Julián.
-¿Y qué dijo?
-Dice que no lo entiende, quizás es de la marcha. Yo creo que no sirve.
-El que no sirve es usted. ¡Agustín! ¡Agustín! ¿Dónde se ha metido ese gandul? ¡Agustín! ¡Agustín!
Se desgañita.
-Salió a almorzar.
-¿Qué pasó?
-Está mal el registro.
-¿Por qué?
-Pues, vaya usted a saber. Yo creo que esta máquina no sirve.
-¡Habrá que reponerlo todo! ¡Este trabajo no se puede entregar así!
-Eso, usted sabrá, patrón.
-¿Quién va a pagármelo? ¡Me va a costar los ojos de la cara!
-¿Qué pasó?
-No lo sé, pero se atora, se atora.
-Pero ¡si es una máquina nueva!
-Sí, patroncito, no digo que no. Pero a veces se ponen así. Hay máquinas rejegas.
-¿Y qué pasó ahora?
-Yo creo que lo engañaron a usted, patroncito. No hay ma­nera. Cuando no son los platillos, es el entinte, siempre pasa algo. Yo creo que lo engañaron a usted.
-¡Esta máquina está bien...!
-Pos, ya ve usted que no. Algo falla. Ni modo.
Así se arruinó por segunda vez Julián Calvo. La primera no tuvo nada de particular: dejó lo que tenía al salir de España, como buen soldado de su justa causa.
Ahora vende medicinas de patente. Le va bastante bien. Tie­ne coche, piensa comprar una casa en Cuernavaca.

Max Aub