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lunes, 27 de febrero de 2017

D. Diogo de Sousa - Museu de Arqueología


Cuánta tierra necesita un hombre

I

Una hermana mayor fue al campo a visitar a su hermana menor. La mayor vivía en la ciudad y estaba casada con un comerciante; la menor, mujer de un campesino, residía en la aldea. Las hermanas bebieron té y charlaron. La mayor empezó a alabar las ventajas de vivir en la ciudad, comentando qué espaciosa y limpia era su casa, qué bien vestidos iban, qué elegantes prendas lucían sus hijos, cuántas cosas buenas comían y bebían, cómo iba en carroza, asistía al teatro e iba de paseo.
La menor, sintiéndose ofendida, empezó a menospreciar la vida de los comerciantes y a ponderar la de los campesinos.
-No cambiaría mi vida por la tuya -dijo-. Será todo lo gris que quieras, pero no sabemos lo que es el miedo. Es verdad que vuestro estilo de vida es más refinado, pero no es menos cierto que, aunque algunas veces obtenéis grandes ganancias, al día siguiente podéis perderlo todo. Recuerda lo que dice el proverbio: «La ganancia es hermana de la pérdida». A menudo sucede que hoy eres rico y mañana estás mendigando un pedazo de pan. En cambio, la vida del campesino es más segura: modesta, pero larga; nunca seremos ricos, pero siempre tendremos qué comer.
Entonces la mayor dijo:
-¡Ya! ¡En compañía de cerdos y terneros! ¡Sin ninguna elegancia ni modales! Por mucho que se afane tu marido, viviréis entre estiércol y entre estiércol moriréis; y la misma suerte conocerán vuestros hijos.
-¡Qué se le va hacer! -replicó la menor-. Nuestras labores lo exigen. Pero en cambio nuestra posición es más firme; no tenemos que inclinarnos ante nadie y a nadie tememos. Vosotros, en la ciudad, vivís rodeados de toda clase de tentaciones; hoy todo va bien, pero mañana el demonio puede tentar a tu marido con las cartas, el vino o una hermosa mujer. Y todo se convertirá en polvo. ¿Acaso no sucede así a menudo?
Pajom, el dueño de la casa, estaba tumbado en lo alto de la estufa y escuchaba lo que decían las mujeres.
-Es la pura verdad -exclamó-. Ocupados desde pequeños en cultivar a nuestra madre tierra, no tenemos tiempo de pensar siquiera en tonterías. ¡La única pena es que disponemos de poca tierra! ¡Si tuviera toda la que quisiera, no tendría miedo de nadie, ni siquiera del diablo!
Las mujeres acabaron de beber el té, charlaron un rato de vestidos, recogieron la vajilla y se fueron a la cama.
El diablo se había sentado detrás de la estufa y lo había escuchado todo. Se había alegrado mucho de que la mujer del campesino hubiera inducido a su marido a alabarse: se había jactado de que, si tuviese mucha tierra, no temería ni siquiera al diablo.
«De acuerdo -pensó el diablo-. Haremos una apuesta tú y yo: te daré mucha tierra y gracias a ella te tendré en mi poder.»
II
Cerca de la aldea vivía una pequeña propietaria, dueña de una hacienda de ciento veinte desiatinas. Antes siempre había vivido en paz con los mujiks, sin perjudicarlos en modo alguno. Pero un día contrató como administrador a un soldado retirado, que empezó a abrumarlos con multas. Por muy atento que estuviera Pajom, tan pronto un caballo se metía en un campo de avena como una vaca se colaba en el huerto o las terneras entraban en los prados; y cada vez recibía una multa.
Pajom pagaba y luego, en casa, insultaba y pegaba a los suyos. Aquel verano tuvo tantos quebraderos de cabeza por culpa de ese administrador que se alegró cuando llegó el momento de encerrar el ganado en los establos; aunque le molestaba tener que procurarse forraje, al menos estaría libre de temores.
Durante el invierno corrió la especie de que la señora quería vender la tierra y ya estaba en tratos con el posadero del camino real. Los campesinos recibieron la noticia con no poca inquietud. «Si el posadero se queda con la tierra -pensaban- nos acribillará a multas; estaremos aún peor que con la señora. No podemos vivir sin esa tierra; la compraremos entre todos.»
Así pues, una asamblea de campesinos fue a ver a la señora para rogarle que no vendiera la tierra al posadero y le ofrecieron pagar un precio más alto. La señora aceptó. Los campesinos trataron de concertarse para comprar toda la tierra; se reunieron una vez y después otra, pero no se pusieron de acuerdo. El diablo sembró la discordia entre ellos y no fueron capaces de alcanzar un compromiso. Entonces los campesinos decidieron comprar parcelas individuales, cada cual según sus medios. La señora aceptó también esa solución. Pajom se enteró de que su vecino había comprado veinte desiatinas a la señora, que había aceptado aplazar la mitad del pago hasta el año siguiente. Lleno de envidia, pensó: «Comprarán toda la tierra y yo me quedaré sin nada». Entonces decidió hablar con su mujer.
-Todos compran -dijo-. También nosotros deberíamos comprar unas diez desiatinas. Así no podemos seguir: ese administrador va a acabar con nosotros a fuerza de multas.
Se pusieron a pensar en lo que podrían hacer para comprar esa tierra. Habían ahorrado cien rublos; vendieron el potro y la mitad de las colmenas, mandaron al hijo a trabajar y Pajom pidió un préstamo a su cuñado; de ese modo lograron reunir la mitad del dinero.
Una vez amasada esa suma, Pajom eligió una parcela de quince desiatinas con un bosquecillo y fue a tratar con la señora. Llegaron a un acuerdo, se estrecharon la mano y Pajom entregó una señal. Luego fueron a la ciudad para firmar el acta de compraventa; él entregó la mitad del dinero y se comprometió a pagar el resto en dos años.
Así fue como Pajom adquirió esa tierra. Compró semillas a préstamo y sembró. La cosecha fue tan buena que al cabo de un año consiguió saldar las deudas con la señora y con su cuñado. Y Pajom se convirtió en propietario: araba, sembraba y segaba heno en su propia tierra; talaba sus propios árboles y sacaba a pastar al ganado a sus propios prados. Cuando iba a arar sus campos o se quedaba mirando los sembrados y las praderas, su corazón exultaba de alegría. Hasta tenía la impresión de que las hierbas y las flores eran diferentes ahora. Antes, cuando pasaba por aquellas tierras, le parecían como las demás; ahora se le antojaban completamente distintas.
III
Pajom estaba muy satisfecho con su vida. Todo podría haber ido bien, pero los campesinos vecinos empezaron a hollar sus sembrados y sus prados. Les pidió por favor que no lo hicieran, pero no hubo manera: tan pronto los pastores dejaban pasar las vacas a los prados como los caballos que pastaban de noche entraban en sus sembrados. Al principio Pajom los echaba y perdonaba a los propietarios, pero luego perdió la paciencia y fue a quejarse al tribunal del distrito. Sabía que el comportamiento de los campesinos obedecía a su pobreza, que no lo hacían con mala intención, pero pensó: «No puedo dejar así las cosas; si no, acabarán con todo. Hay que darles una lección».
Así pues, con la ayuda del tribunal, les dio una lección y luego otra; uno o dos campesinos fueron condenados a pagar una multa. Sus vecinos empezaron a cogerle ojeriza; volvieron a causar estragos en sus campos, esta vez a propósito. Una vez uno de ellos entró en su bosquecillo y taló diez jóvenes tilos para aprovechar la corteza. Al pasar un día por el bosque, Pajom creyó ver algo blanco. Se acercó y vio los troncos por el suelo, al lado de los tocones. Si al menos hubiera cortado los de los bordes y hubiese dejado uno aquí y allá, pero el muy canalla había cortado uno detrás de otro. Pajom se enfureció. «Ah, si pudiera saber quién ha sido -pensó-, se lo haría pagar.» Tras darle muchas vueltas, llegó a la conclusión de que sólo podía haber sido Siomka. Fue al patio de Siomka a echar un vistazo, pero no descubrió nada y acabó discutiendo con él. No obstante, plenamente convencido de su culpabilidad, puso una denuncia. Juzgaron a Siomka, pero el tribunal lo absolvió por falta de pruebas. Pajom se ofendió aún más y riñó con los jueces y con el jefe de la aldea.
-Estáis confabulados con los ladrones -dijo-. Si respetarais la justicia, no soltaríais a esos maleantes.
Pajom discutió con los jueces y con los vecinos, que le amenazaron con prender fuego a su casa. En definitiva, aunque Pajom tenía muchas más tierras, su posición era peor que antes.
Por esa época corrió el rumor de que la gente emigraba a lugares nuevos. «No tengo ninguna razón para marcharme de mis tierras -pensó Pajom-, pero, si algunos de nuestros vecinos se fueran, viviríamos con más holgura. Me quedaría con sus tierras y ampliaría mis propiedades. Entonces viviríamos mejor. Ahora padecemos demasiadas estrecheces.»
Un día en que se hallaba en casa llamó a la puerta un mujik que pasaba por la aldea. Pajom le ofreció un lecho donde dormir, le dio de comer y charló con él. Entre otras cosas Pajom le preguntó de dónde venía. El mujik le dijo que venía de más allá del Volga, donde había estado trabajando. Poco a poco el mujik le contó que mucha gente se estaba estableciendo en aquellos lugares.
-Han venido campesinos de fuera, se han inscrito en el Registro y han recibido diez desiatinas por cabeza -dijo-. Es una tierra tan buena que si siembras centeno crece como la paja, hasta alcanzar la altura de un caballo; y es tan grueso que cinco puñados forman un haz. Un mujik pobre de solemnidad -añadió-, que llegó sin un céntimo en el bolsillo, ahora tiene seis caballos y dos vacas.
Muy excitado, Pajom, pensó: «¿Por qué pasar apuros y estreches aquí cuando se puede vivir mejor en otro lugar?
Venderé mis tierras y mi casa y con ese dinero me estableceré y llevaré mi propia hacienda. Aquí, con tantas apreturas, no hay quien viva. Pero antes es preciso que vaya a enterarme de todo en persona».
Ese mismo verano preparó lo necesario y partió. Descendió por el Volga en un vapor hasta Samara y a partir de allí cubrió a pie unas cuatrocientas verstas. Llegó al lugar y comprobó que todo lo que había oído era cierto. Los campesinos vivían con holgura; cada hombre recibía diez desiatinas y en el Registro inscribían de buena gana a los recién llegados. Si alguien llegaba con dinero, además de la parcela que se le asignaba, podía comprar, con derecho a perpetuidad, toda la tierra que quisiera. La tierra de mejor calidad se vendía a un precio de tres rublos la desiatina. ¡Podía uno comprar cuanto se le antojara!
Una vez enterado de todo, Pajom regresó a su casa en otoño y empezó a vender cuanto tenía. Vendió la tierra con beneficio, vendió la casa, vendió todo el ganado, se dio de baja en el Registro y, cuando llegó la primavera, partió con su familia a esos nuevos lugares. 
IV
Una vez allí, Pajom se inscribió en el Registro de una gran aldea. Ofreció de beber a los ancianos y puso en orden todos los papeles. Como su familia se componía de cinco personas, le entregaron cincuenta desiatinas de tierra en campos diferentes, con los pastos aparte. Pajom se estableció y compró ganado. Ahora tenía tres veces más tierra que antes, contando sólo la que le habían asignado. Y era una tierra estupenda para el cultivo del cereal. Su situación era diez veces mejor. Había gran abundancia de pastos y de tierras de labor y podía tener todo el ganado que quisiese.
Al principio, mientras se ocupaba de la construcción de la casa y de todos los preparativos, estaba muy contento; pero, una vez que se acostumbró, también esa tierra le pareció poca. El primer año Pajom sembró trigo en la tierra asignada y obtuvo una buena cosecha. Le hubiera gustado sembrar más, pero había poca tierra para distribuir y la que tenía ya no le servía, pues en esas regiones el trigo se siembra en tierras incultas o cubiertas de hierba; siembran un año o dos y luego dejan la tierra en barbecho hasta que vuelve a cubrirse de hierba. Eran muchos los que querían esa tierra y no había suficiente para todos. Así pues, surgían disputas. Los más ricos querían cultivarlas y los más pobres se las arrendaban a los comerciantes a cambio del pago de la contribución. Pajom quería sembrar más tierra. Al segundo año fue a ver a un mercader y arrendó tierras por un año. En suma, pudo sembrar más y obtuvo una buena cosecha, pero aquellas tierras estaban lejos de la aldea: había que cubrir quince verstas con los carros. Al cabo de algún tiempo Pajom advirtió que algunos campesinos-comerciantes de los alrededores vivían en granjas y se enriquecían. «No estaría mal si yo también pudiera comprar tierras a perpetuidad y construirme una granja -se dijo-. Así lo tendría todo a la puerta de casa.» A partir de ese momento Pajom no pensó en otra cosa.
Vivió de ese modo por espacio de tres años. Arrendaba tierras y sembraba trigo. Esos años las cosechas fueron buenas y Pajom empezó a ganar dinero. Vivía bien, pero le molestaba pagar cada año el arriendo de la tierra y tener que luchar por ella; porque, allí donde había una buena parcela, acudían enseguida otros campesinos y la acaparaban toda; así que, si no llegaba a tiempo, se quedaba sin tierra para sembrar. El tercer año arrendó a medias con un mercader un prado de unos campesinos; habían empezado a ararlo cuando los campesinos les pusieron un pleito y el trabajo se perdió. «Si hubiera tenido mi propia tierra -pensaba-, no habría tenido que rendir cuentas a nadie y me habría ahorrado todos estos disgustos.»
Y empezó a informarse de dónde podía comprar tierra a perpetuidad. Al poco tiempo conoció a un mujik que había comprado quinientas desiatinas, pero se había arruinado y las vendía a un buen precio. Pajom entabló negociaciones con él. Tras mucho regatear, se pusieron de acuerdo en una suma de mil quinientos rublos, mitad al contado y mitad a plazos. Habían cerrado ya el acuerdo, cuando un día un comerciante de paso se detuvo en casa de Pajom para dar de comer a los caballos. Bebieron un poco de té y charlaron. El comerciante le contó que venía de la lejana región de los bashkirios, donde había comprado cinco mil desiatinas de tierra por mil rublos. Pajom le hizo algunas preguntas y el comerciante dijo lo siguiente:
-Sólo hay que ganarse la voluntad de los ancianos. Les he regalado batas y alfombras por valor de cien rublos, además de una caja de té; y he dado vino a los que les gusta la bebida. De ese modo he comprado la tierra a veinte kopeks la desiatina. -Le enseñó el acta de compraventa y añadió-: la tierra está a la orilla de un río y toda la estepa está cubierta de hierba.
Pajom le hizo más preguntas y el comerciante dijo:
-Hay tanta tierra que no podrías recorrerla en un año. Y toda pertenece a los bashkirios, que son tan inocentes como corderos. Se puede conseguir la tierra casi de balde.
«¿Por qué voy a pagar mil rublos por quinientas desiatinas -pensó Pajom- y a contraer una deuda, cuando con esa misma cantidad puedo conseguir allí toda la tierra que se antoje?»

(Sigue en la próxima entrada)