El Paraíso nuevamente hallado
(DE WILLIAM BLAKE)
Aberdeen, 5 de
setiembre.
Entre los
manuscritos inéditos de la colección Everett hay uno que, a pesar de su
brevedad, es de los más importantes, según me lo confirmó un scholar de
Cambridge: es de William Blake, el visionario poeta, autor de El Matrimonio
del Cielo y el Infierno.
Según parece,
el fragmento que tengo ante mis ojos debió de ser el esbozo de un poema que
hubiera tenido por título El Paraíso nuevamente hallado, título que recuerda
al Paradise Regained, de John Milton, pero tanto el tono como el
contenido son muy diversos.
Blake comienza diciendo que el Edén del que habla la
Biblia no puede haber desaparecido de la faz de la tierra, parque Dios es por
esencia creador, y, ciertamente, no ha querido destruir una de sus obras maestras.
Así pues, es necesario buscar ese Paraíso, cosa que ya intentaron muchos
hombres durante los siglos de las luces, o sea, durante la Edad Media. El
último navegante que se esforzó por hallar el Paraíso Terrenal fue Cristóbal Colón, quien marchando
hacia Occidente se proponía llegar al Oriente, lugar donde Dios habría
preparado el jardín de delicias para su primer huésped. Pero, por desgracia, el
místico genovés halló tierras que se interponían entre Europa y Asia, y que
resultaron ser a la vez cebo y barrera. Con él concluyó la Edad Media y terminó
la búsqueda del Edén.
Blake imagina
ser él mismo el nuevo peregrino que pretende recorrer, afanosamente, el camino
seguido por los dos exiliados: por nuestro primer padre y por nuestra primera
madre. Por espacio de largos años viaja por estepas y bosques, atraviesa
cadenas de montañas y multitud de ríos, recorre valles fertilísimos y selvas terroríficas,
marcha por las dunas del mar y los senderos herbáceos de los altiplanos.
Encuentra llanuras verdes y jardines florecidos, bosques donde mora la alegría
de los pájaros y frescos oasis de palmeras y fuentes, pero en ningún sitio
halla al verdadero Paraíso Terrenal, por doquiera reinan el gemido del sufrimiento
y las sombras de la muerte.
Una noche,
cansado y afligido, se duerme el peregrino sobre el musgo de una caverna.
Tiene un sueño en el que se le aparece un gigante de cabello blanco, un gigante
que lo mira con ojos fulgurantes e imperiosos; el peregrino cree reconocer en
él al Creador pintado por Miguel Ángel en la capilla Sixtina. El anciano
habla así al desesperado viandante:
-En vano
recorres la tierra buscando el lugar donde estuvo el Jardín destinado a ser
morada de Adán. Cómo premio a tu fe y tu constancia te revelaré la verdad, que
fue adivinada únicamente por rarísimos santos. El Paraíso Terrenal es toda la
tierra, nada más que la tierra con todas sus regiones, con sus alturas y sus
aguas. Adán y Eva no fueron expulsados de un lugar cerrado, sino que fueron
cegados. Las espadas de los querubines cambiaron la visión de sus ojos, los
obnubilaran y no reconocieron el asilo de las delicias y jamás lo volvieron a
reconocer. Sus ojos ofuscados vieron malezas y espinas donde había flores
esplendorosas, vieron piedras escabrosas donde había gemas refulgentes, zonas
desiertas donde en realidad había
extensiones alfombradas de hierbas olorosas, lugares nebulosos donde
brillaban cielos resplandecientes, horrendos abismos donde había valles
bendecidos por la sonrisa del sol. El mundo ha quedado tal cual fue en su
creación desde el primer día, pero los hombres, debido a la alteración de su
mirada, ven en el Paraíso, ya un doloroso Purgatorio, ya un horrendo Infierno.
"Y
también su facultad auditiva fue alterada por el fragor de las espadas, y
dejaron de comprender el lenguaje de los animales y los armoniosos mensajes de
las plantas. Si el hombre pudiera recuperar la limpidez de sus pupilas
obcecadas y la virtud perfecta de sus oídos, entonces todo se le aparecería
como es en la realidad, como se le apareció el primer día, antes del pecado.
El anciano
extendió su diestra y tomó los ojos del durmiente, luego sopló con su boca en
sus oídos. Al percibir aquella sensación el peregrino se despertó sobresaltado,
sacudido por un gozoso terror, y salió de la caverna. Ya amanecía, y Blake
comprobó que el Señor no le había engañado: lo que en la tarde anterior le
había parecido una tierra pedregosa y estéril, la veía ahora como una
multicolor fiesta de hierbas y flores, de arbustos cargados con bayas maduras,
por doquier veía ovejas pastando. Extasiado de estupor, comprendió de golpe los
razonamientos que se decían gorjeando los mirlos y las alondras, alegrándose
con él por la recuperada
felicidad.
"Y yo -concluye diciendo Blake-, después de agradecer al Señor con un
canto nuevo, regresé a mi ciudad, a mi pobre casita, y me di cuenta de que
hasta mi reducida huerta de Londres era un rincón, hasta entonces ignorado, del
Edén omnipotente y eterno."
Giovanni Papini