La
gratitud es insaciable
Una vez, un hombre hizo un favor a mi padre. Habiéndose
perdido en una ciudad que conocía mal, le indicó el camino recto; y no sólo
eso: lo acompañó durante un trecho, para cerciorarse de que no se equivocaba.
Mi padre se emocionó mucho con este acto de generosidad, y cada vez que lo
contaba (y lo contaba muy a menudo, demasiado a menudo), no podía evitar que
los ojos se le llenaran de lágrimas; era la primera vez en su vida que alguien
le hacía un favor y estaba dispuesto a no olvidarlo jamás. Cuando se
despidieron, le prometió que nunca dejaría de agradecérselo.
Aunque éramos pobres, mi padre se las ingenió para reunir
el dinero suficiente para comprar una caja de dulces y enviársela a su
benefactor. Al poco tiempo le mandó un billete de lotería, que no resultó
premiado. Angustiado por el paso del tiempo, que no disminuía la deuda
contraída, mi padre decidió fijar una fecha en la cual, todos los meses, le enviaría
un regalo a su benefactor. De este modo, fue enviando estilográficas,
almanaques decorados, tigres y ciervos de cristal, ceniceros de porcelana, una
brújula, una gorra de marinero, un coral disecado, una lámpara de bronce,
billeteras, una lámina para hacer un cuadro, el libro de un pensador inglés,
varias latas de té y un calentador de manos usado por los soldados alemanes en la Segunda Guerra
Mundial.
Preocupado por saldar su deuda, mi padre trabajaba cada
día más y fue agregando otras fechas en las que hacer regalos, para demostrar
su gratitud: ahora también le enviaba dulces y billeteras en Navidad, el
domingo de Pascua y el día de San Cristóbal, que era el santo de su benefactor.
Todos éramos conscientes de esta deuda de gratitud y contribuíamos, en la
medida de nuestras posibilidades, para que nuestro pobre padre pudiera cumplir
con su deudor.
La gratitud es insaciable, asegura un reverendo y filósofo
inglés: la deuda, lejos de pagarse, se multiplica, y nunca trabajamos lo
bastante como para borrarla. Mi pobre padre seguía emocionándose al recordar el
favor recibido, y cada día agregaba nuevos detalles que aumentaban su
sentimiento de gratitud y sus lágrimas al recordar el gesto de su benefactor.
Así, supimos que aquel hombre había aconsejado a mi padre acerca del modo de
llegar a su destino, a pesar de que eran las nueve de la mañana (hora impropia
para pasear, ya que todo el mundo marcha a su trabajo), de que el tiempo era
algo frío y oscuros nubarrones se deslizaban por el horizonte. Es más: el
benefactor se desvió varios metros de su camino, para acompañar a mi padre, con
lo cual posiblemente perdió unos divinos minutos de su preciosa vida y dejó
pasar el autobús que todos los días lo conducía a la oficina donde trabajaba.
Eso no es todo: también le hizo un dibujo en un trozo de papel, para indicar
con precisión los pasos que mi padre debía dar para llegar allí donde iba.
La gratitud es ansiosa, afirma el mismo reverendo y
filósofo inglés: la menor duda en cuanto al hecho de haber sido agradecidos,
aumenta la deuda: a los dos años de recibir aquel favor, mi pobre padre
contrajo una enfermedad incurable; habiendo estado alejado del mundo de los
sanos por las paredes de un hospital, y del mundo de los vivos por un coma
profundo, al despertar mi padre comprendió que este accidente de su naturaleza
le había hecho olvidar los regalos que debía mandar, y esto lo llenó de zozobra
y de sentimiento de culpa.
Durante los dos años que habían transcurrido desde el momento
en que mi padre recibió ayuda, el benefactor no dio señales de vida, ni se hizo
sentir, pero cuando mi padre despertó de su coma profundo y horrorizado
comprendió que había dejado pasar la fecha habitual de sus regalos, nos pidió,
encarecidamente, que lo llamáramos por teléfono y nos disculpáramos en su
nombre. Mi padre tenía los ojos llenos de lágrimas al comprobar su distracción.
En efecto, el benefactor había observado la ausencia de
sus regalos habituales -nos dijo por teléfono- y atendió, gentilmente,
nuestras disculpas. Le aseguramos que fuera cual fuera la salud de nuestro
padre, eso no volvería a suceder y pareció satisfecho con la promesa.
Mi padre se llenó de alegría al conocer que su benefactor
disculpaba su falta y de inmediato reunió sus escasos fondos y nos conminó a
comprar una cigarrera de cuero, que muy prestamente enviamos al hombre que le
había ayudado, con una tarjeta que reiteraba la eterna gratitud de mi padre.
La verdadera gratitud es inagotable: no tiene fondo,
observa el reverendo pensador inglés. Cuanto más se intenta saldar la deuda,
más crece, por una proporción geométrica entre el favor realizado y el que se
cree haber recibido. Mi padre no había fijado una fecha para la caducidad de su
deuda y comprendió que las deudas que se intenta pagar (a diferencia de las
impagadas) no se extinguen nunca, pero lo aceptó hidalgamente, porque temía
que su benefactor creyera que era un hombre olvidadizo de los favores
recibidos.
Antes de morir, mi pobre padre nos reunió junto a su lecho
y nos comunicó sus providencias hereditarias. En realidad, aparte de algunos
objetos personales en buen estado de uso (como su brocha de afeitar, un
bolígrafo recargable, un reloj de bolsillo de tapa dorada, cuatro pares de
calcetines, unas gafas de miope, su tintero de vidrio y algunas fotografías de
su juventud), mi padre no tenía gran cosa que legarnos, salvo su deuda. De modo
que nos dijo:
-Hijos míos, habéis observado que, durante mis últimos
años de vida, he tenido mucho cuidado en no olvidar a mi benefactor y he
tratado de no faltar a los deberes de gratitud que me correspondían. La
gratitud es eterna: esta pasión ha agotado mi vida. Os imploro y os conmino a
seguir mi obra y, en mi nombre, aceptad esta deuda que os dejo como todo
legado, con la conciencia de que cumpliréis un deber que me ha sido tan caro.
En efecto, la deuda había sido cara, y desde ese momento,
si bien aceptamos el legado de nuestro padre, nos cuidamos muy bien de merecer
cualquier otro favor.