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jueves, 6 de octubre de 2016

Museo do Pobo Galego - Espadeleiros




Mi bella vecina

Los sentimientos que me inspiraba la viuda joven que vivía en la casa de al lado de la mía eran de veneración. Eso, al menos, les decía yo a mis amigos y me decía a mí mismo. Hasta Nabin, mi más íntimo amigo, ignoraba mi verdadero estado de ánimo. Y yo tenía no sé qué orgullo en poder conservar pura mi pasión, escondiéndola así en los rincones más hondos de mi pecho.
Ella parecía una flor de sefali cuajada de rocío, caída a destiempo en la tierra. Demasiado radiante y santa para el lecho nupcial ornado de flores, había sido consagrada al Cielo.
Pero la pasión es como un torrente montañés, y no quiere quedarse presa en donde nace; tiene que buscar salida. Por eso, yo intentaba dar expresión en poemas a mis emociones. Mi pluma, sin embargo, se negaba a cometer sacrilegio con el objeto de mi adoración.
¡Cosa singular! Por aquel mismo tiempo, mi amigo Nabin se vio afligido de la manía del verso, que se le vino encima como un terremoto. Era el primer ataque que sufría el pobrecillo, y lo cogió igualmente desprevenido para la rima que para el ritmo; a pesar de lo cual, no pudo contenerse, y sucumbió a la tentación, como viudo a su segunda mujer
De modo que Nabin vino a pedirme socorro. El asunto de sus poemas era ese tan viejo, tan viejo que es nuevo siempre; todas sus canciones iban disparadas a la amada. Le di una palmadita en la espalda, y le pregunté bromeando: "Bueno, compadre, ¿quién es ella?" Nabin contestó riéndose: "¡Eso es lo que me falta que poner en claro!"
Confieso que encontré un considerable consuelo en prestar auxilio a mi amigo. Como una gallina que estuviera sacando huevos de pato, dispendio en las efusiones de Nabin todo el calor de mi pasión oculta; y con tal ahínco revisé y corregí sus verdes producciones, que la mayor cantidad de cada poema fue mía.
Y Nabin me decía, sorprendido: "¡Eso era, precisamente, lo que yo quería y no podía decir! ¿Cómo diantre te las arreglas tú para dar con tanto hermoso sentimiento?"
Como poeta, yo respondía: "Es que me los imagino. Ya sabes que la verdad es muda y que la fantasía es solamente la que sabe de elocuencia. Lo real obstruye, como una roca, el fluir del sentimiento; la imaginación se abre paso a pico."
Y el pobre Nabin se decía perplejo: "¡Sí...í...í, ya lo veo! ¡Claro está!" Y, después de pensarlo un rato, murmuraba otra vez: "¡Sí, claro, tienes razón!"
Ya he dicho que en mi propio amor había un sentimiento de delicada reverencia que me impedía expresarlo en palabras; pero con Nabin por pantalla, no había nada que estorbase el volar de mi pluma; y estos poemas apócrifos manaban una calidez verdadera de amor.
Nabin, en sus instantes lúcidos, decía: "¡Pero si son tuyos! ¡Déjame que los publique con tu nombre!"
"¡Qué disparate!—contestaba yo—. Son tuyos, hijo; yo no he hecho más que ponerles alguna que otra cosilla."
Y Nabin, poco a poco, llegó a creérselo.
No negaré que, poseído de un sentimiento semejante al de un astrónomo que contempla el cielo estrellado, yo dirigía, a veces, mis ojos hacia la ventana de la casa de junto. También es verdad que, de cuando en cuando, mis miradas furtivas eran recompensadas con una rápida aparición. Y la más ligera vislumbre de la pura luz de aquel rostro, apaciguaba y clarificaba en el acto todo lo que había de turbulento e indigno en mis emociones.
Pero un día tuve un sobresalto. ¿Sería verdad lo que veían mis ojos? Era una tarde tórrida del verano, y amenazaba un fiero noroeste huracanado. Nubes oscuras se habían acumulado hacia el Poniente; y contra la extraña y pavorosa luz de aquel fondo, se destacaba mi bella vecina, mirando, en pie, los espacios vacíos. ¡Y qué mundo de anhelo desconsolado descubría yo en la mirada lejana de aquellos lustrosos ojos negros! ¿Quedaba, entonces, todavía, algún volcán vivo bajo la serena irradiación de aquella luna mía? ¡Ay! ¡Aquella mirada de nostalgia infinita que perdía su vuelo por entre las nubes, como un pájaro vehemente, buscaba sin duda, no el cielo, sino el nido de algún corazón humano!
Viendo la inefable pasión de aquella mirada, apenas podía contenerme. Ya no tenía yo bastante con corregir poemas burdos; todo mi ser anhelaba manifestarse en alguna acción digna. Por fin, decidí dedicarme a hacer propaganda en mi país, para que las viudas volvieran a casarse. Yo me encontraba dispuesto no solo a hablar y a escribir sobre el asunto, sino también a gastar mi dinero en la causa.
Nabin se puso a discutir conmigo: "La viudez perpetua—decía—encierra un sentido de pureza y paz inmensas; una belleza tranquila, como la de los lugares callados de los muertos, luciendo temblorosamente a la tenue luz de la luna oncena. La mera posibilidad de volverse a casar una viuda, ¿no destruiría su divina belleza?"
Bueno; esta clase de sentimentalismo me ha sacado siempre de quicio. Si, en días de hambre, un hombre bien harto, habla desdeñosamente de la comida y aconseja a uno que está a punto de morirse de hambre que la satisfaga con el aroma de las flores y el canto de los pájaros, ¿qué diríamos de él? Yo dije con cierto calor: "Mira, Nabin, para el artista, una ruina puede ser una cosa bella; pero las casas no solo se hacen para contemplación de los artistas, sino para que la gente pueda vivir dentro de ellas; por tanto, es necesario conservarlas, mal que les pese a las artísticas susceptibilidades. Bien está que idealices la viudez desde tu segura distancia; pero debieras recordar que dentro de una viuda hay un corazón humano y sensitivo, que palpita de dolor y de deseo."
Me parecía que la conversación de Nabin era asunto difícil; de modo que quizá estuve más fuerte de lo que hubiera sido necesario. Al terminar mi pequeño discurso, me quedé algo sorprendido viendo que Nabin, tras un único suspiro melancólico, se puso ya completamente de acuerdo conmigo. ¡La peroración definitiva que yo me sentía capaz de haber desembuchado, holgaba en absoluto!
Una semana después, Nabin vino a decirme que si le quería ayudar, que estaba dispuesto a romper el fuego casándose con una viuda.
No podré explicar lo que aquello me alegró. Lo abracé efusivamente, y le prometí todo el dinero que le hiciera falta. Nabin, entonces, me contó la historia.
La amada de Nabin no era ningún ser imaginario. Al parecer, él también había estado amando desde lejos, por algún tiempo, a una viuda, sin demostrar a nadie absolutamente sus sentimientos. Luego, las revistas donde las poesías de Nabin, digo, mis poesías, solían publicarse, habían llegado a manos de la bella, y los versos no habían dejado de surtir su efecto. No es que, en conciencia, Nabin hubiera pretendido (él tenía buen cuidado de advertirlo) llevar sus pretensiones en esta forma. Dijo que, en realidad, no tenía idea de que la viuda supiera leer. El acostumbraba echar al correo la revista, dirigida al hermano de la viuda, sin decir quién la enviaba. Aquello era solo una especie de fantasía suya, un desahogo de su amor sin esperanza; era tirar guirnaldas de flores a una diosa; y a un orador no incumbe si el dios lo conoce o no, si acepta o no la ofrenda.
Especialmente, Nabin se esforzaba en hacerme comprender que no tenía ningún plan concreto cuando, con diferentes pretextos, trabó conocimiento con el hermano de la viuda. Un pariente cercano de la amada, sea el que sea, ha de tener necesariamente un interés particular para el amante.
Vino después un largo cuento de cómo una enfermedad del hermano le hizo, al fin, encontrarse con la viuda. Naturalmente, la presencia del poeta los llevó a hablar largo y tendido de los poemas, sin restringir necesariamente la cuestión al asunto de donde emanaba.
Cuando, discutiendo conmigo, hacía poco, nuestro pleito, fue derrotado por mí, Nabin se había revestido de valor y se había declarado a la viuda. Primero, no pudo ganar su consentimiento; pero el buen uso de mis elocuentes palabras, con el suplemento de una o dos lágrimas propias, consiguieron hacer capitular incondicionalmente a la hermosa. Ya solo faltaba algún dinerillo para que el tutor de ella arreglara el negocio.
"Tenlo ahora mismo", le dije.
"Únicamente—continuó Nabin—que ahora no sé el tiempo que tardaré en conseguir que mi padre se calme lo suficiente para seguirme mandando mi mensualidad. ¿Cómo nos las vamos a arreglar mientras tanto?"
Sin chistar, le hice un cheque de lo que necesitaba, y luego le dije: "Ahora me dirás quién es ella. No tienes que mirarme como a un posible rival, porque te juro que no le escribiré poemas; y aunque lo haga, no se los mandaré a su hermano, sino a ti."
"No seas tonto—contestó Nabin—. ¿Crees tú que me he callado su nombre porque te temiera? Es que ella estaba muy avergonzada de dar este paso inusitado, y me había pedido que no les contase nada a mis amigos. Pero ya no importa, puesto que todo se ha arreglado satisfactoriamente. Pues vive en el diecinueve, la casa de junto a la tuya."
Si mi corazón hubiera sido una caldera de hierro, habría estallado. Pregunté solamente: "¿De modo que no se opone a volverse a casar?"
"Por el momento, no", contestó Nabin sonriente.
"¿Y fueron los poemas nada más los que operaron el cambio mágico?"
"Es que mis poemas no eran tan malos, ¿verdad?"
Maldije en mi pensamiento. Pero ¿a quién maldecía? ¿A él? ¿A mí mismo? ¿A la Providencia? De todos modos, maldije.

Rabindranaz Tagore