Los sentimientos que me inspiraba la viuda joven que vivía en la casa
de al lado de la mía eran de veneración. Eso, al menos, les decía yo a mis
amigos y me decía a mí mismo. Hasta Nabin, mi más íntimo amigo, ignoraba mi
verdadero estado de ánimo. Y yo tenía no sé qué orgullo en poder conservar pura
mi pasión, escondiéndola así en los rincones más hondos de mi pecho.
Ella parecía una flor de sefali cuajada de rocío, caída a destiempo en
la tierra. Demasiado radiante y santa para el lecho nupcial ornado de flores,
había sido consagrada al Cielo.
Pero la pasión es como un torrente montañés, y no quiere quedarse presa
en donde nace; tiene que buscar salida. Por eso, yo intentaba dar expresión en
poemas a mis emociones. Mi pluma, sin embargo, se negaba a cometer sacrilegio
con el objeto de mi adoración.
¡Cosa singular! Por aquel mismo tiempo, mi amigo Nabin se vio afligido
de la manía del verso, que se le vino encima como un terremoto. Era el primer
ataque que sufría el pobrecillo, y lo cogió igualmente desprevenido para la
rima que para el ritmo; a pesar de lo cual, no pudo contenerse, y sucumbió a la
tentación, como viudo a su segunda mujer
De modo que Nabin vino a pedirme socorro. El asunto de sus poemas era
ese tan viejo, tan viejo que es nuevo siempre; todas sus canciones iban
disparadas a la amada. Le di una palmadita en la espalda, y le pregunté bromeando:
"Bueno, compadre, ¿quién es ella?" Nabin contestó riéndose:
"¡Eso es lo que me falta que poner en claro!"
Confieso que encontré un considerable consuelo en prestar auxilio a mi
amigo. Como una gallina que estuviera sacando huevos de pato, dispendio en las
efusiones de Nabin todo el calor de mi pasión oculta; y con tal ahínco revisé y
corregí sus verdes producciones, que la mayor cantidad de cada poema fue mía.
Y Nabin me decía, sorprendido: "¡Eso era, precisamente, lo que yo
quería y no podía decir! ¿Cómo diantre te las arreglas tú para dar con tanto
hermoso sentimiento?"
Como poeta, yo respondía: "Es que me los imagino. Ya sabes que la
verdad es muda y que la fantasía es solamente la que sabe de elocuencia. Lo
real obstruye, como una roca, el fluir del sentimiento; la imaginación se abre
paso a pico."
Y el pobre Nabin se decía perplejo: "¡Sí...í...í, ya lo veo!
¡Claro está!" Y, después de pensarlo un rato, murmuraba otra vez:
"¡Sí, claro, tienes razón!"
Ya he dicho que en mi propio amor había un sentimiento de delicada
reverencia que me impedía expresarlo en palabras; pero con Nabin por pantalla,
no había nada que estorbase el volar de mi pluma; y estos poemas apócrifos
manaban una calidez verdadera de amor.
Nabin, en sus instantes lúcidos, decía: "¡Pero si son tuyos!
¡Déjame que los publique con tu nombre!"
"¡Qué disparate!—contestaba yo—. Son tuyos, hijo; yo no he hecho
más que ponerles alguna que otra cosilla."
Y Nabin, poco a poco, llegó a creérselo.
No negaré que, poseído de un sentimiento semejante al de un astrónomo
que contempla el cielo estrellado, yo dirigía, a veces, mis ojos hacia la
ventana de la casa de junto. También es verdad que, de cuando en cuando, mis
miradas furtivas eran recompensadas con una rápida aparición. Y la más ligera
vislumbre de la pura luz de aquel rostro, apaciguaba y clarificaba en el acto
todo lo que había de turbulento e indigno en mis emociones.
Pero un día tuve un sobresalto. ¿Sería verdad lo que veían mis ojos?
Era una tarde tórrida del verano, y amenazaba un fiero noroeste huracanado.
Nubes oscuras se habían acumulado hacia el Poniente; y contra la extraña y
pavorosa luz de aquel fondo, se destacaba mi bella vecina, mirando, en pie, los
espacios vacíos. ¡Y qué mundo de anhelo desconsolado descubría yo en la mirada
lejana de aquellos lustrosos ojos negros! ¿Quedaba, entonces, todavía, algún
volcán vivo bajo la serena irradiación de aquella luna mía? ¡Ay! ¡Aquella
mirada de nostalgia infinita que perdía su vuelo por entre las nubes, como un
pájaro vehemente, buscaba sin duda, no el cielo, sino el nido de algún corazón
humano!
Viendo la inefable pasión de aquella mirada, apenas podía contenerme.
Ya no tenía yo bastante con corregir poemas burdos; todo mi ser anhelaba
manifestarse en alguna acción digna. Por fin, decidí dedicarme a hacer propaganda
en mi país, para que las viudas volvieran a casarse. Yo me encontraba dispuesto
no solo a hablar y a escribir sobre el asunto, sino también a gastar mi dinero
en la causa.
Nabin se puso a discutir conmigo: "La viudez perpetua—decía—encierra
un sentido de pureza y paz inmensas; una belleza tranquila, como la de los
lugares callados de los muertos, luciendo temblorosamente a la tenue luz de la
luna oncena. La mera posibilidad de volverse a casar una viuda, ¿no destruiría
su divina belleza?"
Bueno; esta clase de sentimentalismo me ha sacado siempre de quicio.
Si, en días de hambre, un hombre bien harto, habla desdeñosamente de la comida
y aconseja a uno que está a punto de morirse de hambre que la satisfaga con el
aroma de las flores y el canto de los pájaros, ¿qué diríamos de él? Yo dije con
cierto calor: "Mira, Nabin, para el artista, una ruina puede ser una cosa
bella; pero las casas no solo se hacen para contemplación de los artistas, sino
para que la gente pueda vivir dentro de ellas; por tanto, es necesario
conservarlas, mal que les pese a las artísticas susceptibilidades. Bien está
que idealices la viudez desde tu segura distancia; pero debieras recordar que
dentro de una viuda hay un corazón humano y sensitivo, que palpita de dolor y
de deseo."
Me parecía que la conversación de Nabin era asunto difícil; de modo que
quizá estuve más fuerte de lo que hubiera sido necesario. Al terminar mi
pequeño discurso, me quedé algo sorprendido viendo que Nabin, tras un único
suspiro melancólico, se puso ya completamente de acuerdo conmigo. ¡La
peroración definitiva que yo me sentía capaz de haber desembuchado, holgaba en
absoluto!
Una semana después, Nabin vino a decirme que si le quería ayudar, que
estaba dispuesto a romper el fuego casándose con una viuda.
No podré explicar lo que aquello me alegró. Lo abracé efusivamente, y
le prometí todo el dinero que le hiciera falta. Nabin, entonces, me contó la
historia.
La amada de Nabin no era ningún ser imaginario. Al parecer, él también
había estado amando desde lejos, por algún tiempo, a una viuda, sin demostrar a
nadie absolutamente sus sentimientos. Luego, las revistas donde las poesías de
Nabin, digo, mis poesías, solían publicarse, habían llegado a manos de la
bella, y los versos no habían dejado de surtir su efecto. No es que, en
conciencia, Nabin hubiera pretendido (él tenía buen cuidado de advertirlo) llevar
sus pretensiones en esta forma. Dijo que, en realidad, no tenía idea de que la
viuda supiera leer. El acostumbraba echar al correo la revista, dirigida al
hermano de la viuda, sin decir quién la enviaba. Aquello era solo una especie
de fantasía suya, un desahogo de su amor sin esperanza; era tirar guirnaldas de
flores a una diosa; y a un orador no incumbe si el dios lo conoce o no, si
acepta o no la ofrenda.
Especialmente, Nabin se esforzaba en hacerme comprender que no tenía
ningún plan concreto cuando, con diferentes pretextos, trabó conocimiento con
el hermano de la viuda. Un pariente cercano de la amada, sea el que sea, ha de
tener necesariamente un interés particular para el amante.
Vino después un largo cuento de cómo una enfermedad del hermano le
hizo, al fin, encontrarse con la viuda. Naturalmente, la presencia del poeta
los llevó a hablar largo y tendido de los poemas, sin restringir necesariamente
la cuestión al asunto de donde emanaba.
Cuando, discutiendo conmigo, hacía poco, nuestro pleito, fue derrotado
por mí, Nabin se había revestido de valor y se había declarado a la viuda.
Primero, no pudo ganar su consentimiento; pero el buen uso de mis elocuentes
palabras, con el suplemento de una o dos lágrimas propias, consiguieron hacer
capitular incondicionalmente a la hermosa. Ya solo faltaba algún dinerillo para
que el tutor de ella arreglara el negocio.
"Tenlo ahora mismo", le dije.
"Únicamente—continuó Nabin—que ahora no sé el tiempo que tardaré
en conseguir que mi padre se calme lo suficiente para seguirme mandando mi
mensualidad. ¿Cómo nos las vamos a arreglar mientras tanto?"
Sin chistar, le hice un cheque de lo que necesitaba, y luego le dije:
"Ahora me dirás quién es ella. No tienes que mirarme como a un posible
rival, porque te juro que no le escribiré poemas; y aunque lo haga, no se los mandaré
a su hermano, sino a ti."
"No seas tonto—contestó Nabin—. ¿Crees tú que me he callado su
nombre porque te temiera? Es que ella estaba muy avergonzada de dar este paso
inusitado, y me había pedido que no les contase nada a mis amigos. Pero ya no
importa, puesto que todo se ha arreglado satisfactoriamente. Pues vive en el
diecinueve, la casa de junto a la tuya."
Si mi corazón hubiera sido una caldera de hierro, habría estallado.
Pregunté solamente: "¿De modo que no se opone a volverse a casar?"
"Por el momento, no", contestó Nabin sonriente.
"¿Y fueron los poemas nada más los que operaron el cambio mágico?"
"Es que mis poemas no eran tan malos, ¿verdad?"
Maldije en mi pensamiento. Pero ¿a quién maldecía? ¿A él? ¿A mí mismo?
¿A la Providencia? De todos modos, maldije.
Rabindranaz Tagore