A menudo
pienso en el Bureau d'Échange de Maux y en el viejo extraordinariamente
perverso que se sentaba allí dentro. Estaba ubicado en un callejón que hay en
París; el portal estaba construido con tres vigas marrones de madera, la de
arriba superpuesta a las otras dos como la letra griega pi, el resto pintado de
verde, una casa mucho más baja y estrecha que sus vecinas e infinitamente más
extraña, cosa que me gustaba. Y sobre el portal, en la viga marrón, en letras
de un amarillo desteñido rezaba esta leyenda: «Bureau d'Échange de Maux».
Entré
enseguida y me dirigí al indiferente hombre que se repantigaba en un taburete
al lado del mostrador. Pregunté el
porqué de la maravillosa casa, qué perversos artículos intercambiaba, y tantas
otras cosas que deseaba saber, pues la curiosidad me empujaba: y efectivamente
sé que no salí en seguida de la tienda porque había algo tan malvado en el aspecto
de aquel hombre cebado, con sus mejillas caídas y su pecaminosa mirada, que se
habría dicho que había tenido tratos con el diablo y había sacado ventaja a
fuerza de perversidad.
Tal era mi
anfitrión, pero su maldad residía por encima de todo en sus ojos, tan
tranquilos y apáticos que uno habría jurado que estaba drogado o muerto; como
las lagartijas que permanecen inmóviles en la pared y de repente salen como una
flecha, toda su astucia se inflamó y se manifestó en lo que un momento antes no
parecía más que un adormecido y ordinario viejo perverso. Y éste era el
propósito y comercio de esta tienda peculiar, el Bureau d'Échange de Maux: pagabas
veinte francos, que el viejo procedió a cobrarme, para la admisión en la
oficina y luego tenías derecho a cambiar cualquier mal o desgracia con
cualquier persona del local por algún mal o desgracia que él «pudiera
proporcionar», como expuso el viejo.
Había cuatro o cinco hombres al fondo de la sórdida habitación de
techo bajo que gesticulaban y murmuraban quedamente de dos en dos como hombres
de negocios, y de vez en cuando entraban más, y los ojos del fláccido
propietario saltaban sobre ellos cuando entraban; parecía saber de inmediato
qué los traía por allí y las peculiares necesidades de cada uno, y caía de
nuevo en la somnolencia mientras recibía los veinte francos en una mano casi
sin vida y mordía la moneda como por pura distracción.
-Algunos de
mis clientes -me dijo.
Tan asombroso
me parecía el comercio de esta extraordinaria tienda que entablé conversación
con el viejo, por repulsivo que fuera, y de su charlatanería deduje los hechos
siguientes. Hablaba un inglés perfecto aunque su pronunciación era trabajosa y
pesada; ninguna lengua parecía resultar inapropiada para él. Regentaba el
negocio desde hacía muchos años, aunque no dijo cuántos, y era mucho más viejo
de lo que parecía. En su tienda hacía tratos todo tipo de gente. No le importaba
lo que intercambiaban entre ellos, excepto que tenían que ser desgracias; no
estaba autorizado para dirigir ningún otro tipo de comercio.
No había mal,
me dijo, que no fuera negociable allí; sabía que nunca nadie se había llevado
de la tienda un mal por desesperación. Quizá alguna persona tenía que esperar
y volver al día siguiente y al otro y al otro, y pagar veinte francos cada
vez, pero el viejo tenía las direcciones de sus clientes y conocía astutamente
sus necesidades, y pronto se daba con el par correcto, que intercambiaba su
mercancía ansiosamente. «Mercancía» fue la atroz palabra del viejo, dicha con
un espantoso chasquido de sus gruesos labios, pues se vanagloriaba de su
negocio y para él las desgracias eran artículos de comercio.
Aprendí mucho
sobre la naturaleza humana en diez minutos con él, más de lo que nunca había
aprendido con cualquier otro hombre; aprendí que la desgracia propia es para
un hombre la peor cosa que hay o puede haber, y que esta desgracia desequilibra
las mentes de todos los hombres hasta tal punto que llegan al extremo en esta
pequeña y horrible tienda. Una mujer sin hijos hizo un trueque con una criatura
empobrecida y medio loca que tenía doce. En una ocasión un hombre había
cambiado cordura por locura.
-¿Por qué
demonios hizo eso? -pregunté.
-No es asunto mío -respondió el viejo con la pesada indolencia que
acostumbraba. Él se limitaba a tomar sus veinte francos y a ratificar el
acuerdo en la pequeña habitación de la puerta trasera de la tienda donde los
clientes negociaban. Aparentemente el hombre que se había desprendido de su
cordura salió del establecimiento de puntillas con una expresión feliz pero estúpida en la cara, mientras que el otro
se fue pensativo y con aspecto preocupado y muy perplejo. Casi siempre se
negociaba con desgracias al parecer opuestas.
Pero la cosa
que más me desconcertó durante todas mis charlas con aquel hombre difícil de
manejar, lo que más me desconcierta todavía es que nunca volvía nadie que
hubiera negociado alguna vez en aquella tienda; un hombre podía ir día tras día
durante varias semanas, pero cerraba el negocio y no volvía jamás; todo eso me
lo contó el viejo, pero cuando le pregunté por qué no volvían, se limitó a
murmurar que no lo sabía.
Para
descubrir el porqué de esta extraña cosa, y en absoluto por otra razón,
determiné hacer un negocio más pronto o más tarde en la pequeña habitación
detrás de la misteriosa tienda. Resolví canjear algún mal insignificante por
otro igualmente trivial, y procurarme una pequeña y escasa ventaja que fuera
para el destino como un apretón de manos, ya que desconfiaba profundamente de
ese tipo de acuerdos y sabía perfectamente que el hombre aún no ha sacado provecho
de lo maravilloso y que cuanto más milagroso parece ser el beneficio, más firme
y estrechamente agarran los dioses o las brujas al hombre. Dentro de pocos días
iba a regresar a Inglaterra y empezaba a tener miedo de marearme: decidí cambiar
este temor al mareo -no la enfermedad en sí sino sólo el simple temor- por la
pequeña desgracia que fuese más apropiada. No sabía con quién negociaría, quién
era en realidad el dueño de la empresa (uno nunca lo sabe cuando compra), pero
resolví que nadie daría demasiada importancia a un trato tan poco relevante
como éste.
Le conté mi
proyecto al viejo, que se mofó de la pequeñez de mi mercancía y trató de
animarme a llevar a cabo algún negocio más oscuro, pero no consiguió que
modificase mi propósito. Y entonces me contó historias con aire un poco
jactancioso de los grandes negocios, de los grandes tratos que habían pasado
por sus manos. En una ocasión entró un hombre para intentar cambiar la muerte;
había ingerido un veneno accidentalmente y tan sólo le quedaban doce horas de
vida. El viejo siniestro lo había podido complacer. Un cliente quería
intercambiar la mercancía.
-¿Pero qué
dio a cambio de la muerte? -pregunté.
-La vida
-dijo el lúgubre viejo con una risita furtiva.
-Debió de
tener una vida horrible -dije.
-Ése no era mi problema -contestó el propietario, haciendo sonar
perezosamente mientras hablaba un pequeño bolsito con monedas de veinte
francos.
Después de
esto, contemplé durante unos pocos días extraños negocios en aquella tienda,
el intercambio de insólitas mercancías, y oí raros murmullos en las esquinas
entre parejas que luego se levantaban y se dirigían a la habitación trasera,
con el viejo siguiéndolas para ratificar el acuerdo.
Dos veces al
día durante una semana pagué mis veinte francos, observando mañana y tarde la
vida y sus grandes y pequeñas necesidades, expuestas ante mí con toda su maravillosa
variedad.
Y un día
encontré un hombre tranquilo con una única y pequeña necesidad; parecía tener
justo el mal que yo quería. Siempre tenía miedo de que se rompiera el ascensor.
Yo sabía demasiado de hidráulica como para temer cosas tan tontas como ésta,
pero mi problema no era remediar su ridículo temor. Con muy pocas palabras lo
convencí de que mi indisposición era la apropiada para él, que nunca cruzaba
el mar, mientras que yo, por el contrario, siempre podría subir por las
escaleras, y sentí en aquel momento, como muchos sentían en aquella tienda,
que un miedo tan absurdo nunca me trastornaría. Y todavía en ocasiones
constituye la maldición de mi vida. Cuando ambos firmamos el pergamino en la habitación
trasera llena de arañas y una vez que el viejo hubo firmado y ratificado (por
lo que tuvimos que pagar cincuenta francos cada uno), regresé a mi hotel, y
allí vi el mortal aparato en el sótano. Me preguntaron si iba a subir en el as
censor, por la fuerza de la costumbre me arriesgué, y apreté las manos y
contuve la respiración durante todo el trayecto. Nada me inducirá a realizar un
viaje como éste nunca más. Preferiría subir a mi habitación en globo. ¿Por qué?
Porque si un globo se estropea tienes una oportunidad, se puede desplegar como
un paracaídas después de estallar, se puede enganchar a un árbol, pueden pasar
cientos de cosas, pero si el ascensor se precipita por el hueco estás acabado.
En cuanto al mareo no lo sufrí más; no puedo explicar por qué pero sé que es
así.
Y la tienda
donde hice este extraordinario negocio, la tienda a la que nadie vuelve cuando
el trato está cerrado..., a ella me encaminé al día siguiente. Con los ojos
vendados encontraría el camino hacia el viejo barrio por el que pasa una calle
principal, al final de la cual tomas el callejón del que parte el cul-de-sac donde estaba la misteriosa tienda. A su lado hay una tienda con
columnas estriadas pintadas de rojo y la otra tienda colindante es una humilde
joyería con pequeños broches de plata en el escaparate. En tal incongruente
compañía estaba la tienda de vigas y paredes pintadas de verde.
En media hora
llegué al cul-de-sac al que había acudido dos veces al
día durante la última semana. Encontré la tienda con las feas columnas
pintadas y al joyero que vendía broches, pero la casa verde con las tres vigas
había desaparecido.
La habrían
derribado, diréis, aunque fuese en una sola noche. Pero ésta no puede ser de
ningún modo la respuesta al misterio, ya que la casa de las columnas estriadas
pintadas y la humilde joyería con sus broches de plata (todos los cuales podía
identificar uno por uno) estaban una al lado de la otra.
Lord Dunsany