Es mejor fondearlos
Aquella
noche se había acentuado su angustia; llevaba ya más de un mes de prisión; un
mes en que no había hablado con nadie, ni había visto la clara luz del sol, ni
el brillo ardoroso de las estrellas. Un mes de soledad y de reflexiones
profundas, durante el cual había hecho el repaso de su vida, corta todavía,
pues no pasaba de treinta años, y, sin embargo, ya había penetrado la razón de
todas las cosas y se había convencido de
la inutilidad de todo esfuerzo, en pueblos estúpidos, que ni logran ni
quieren sacudir la tiranía de un haz de malvados. ¿Para qué había venido
al mundo? Sólo para caer en el lazo de un amor que deja detrás de sí a
los hijos, como si la impotencia propia fuese una herencia maldita que es
menester traspasar sin término, de una a otra generación de condenados.
Haber sido lo bastante inconsciente para prestarse a engendrar un hijo, ése era
el único remordimiento penoso que logró descubrirse en el recuento
prolongado que, en más de una hora de tedio, hizo de sus acciones. Todo
lo demás le importaba de una manera secundaria. ¿Su libertad? Bien
podía perderla para siempre y podrirse en aquella inmunda celda, que, al fin y
al cabo, él ya había arrebatado a la vida su secreto y sabía despreciarla en
todos sus aspectos. Sus compañeros de lucha acaso padecían, como él padecía, en
aquellos mismos instantes. Algunos de ellos serían asesinados; otros, más
dichosos, irían por otras tierras a claudicar o a volver a caer en presidio. ¿Y
el ideal social, la redención del humilde, el castigo de la injusticia? Todo
esto se hace pedazos entre las risotadas de la soldadesca... ¡Si solamente
pudiese salir a dar un paseo por la playa en esta noche, que afuera se
adivinaba espléndida! Respirar libremente y andar, caminar en un solo sentido y
sin reposo, sin volver nunca el rostro, hasta que se acabe la tierra. Un ruido
de pasos en la obscura crujía lo hizo poner atención en su alrededor; se
extrañó de que a tales horas anduviesen por allí guardianes; pero había sido
tanta su soledad que le alegró la simple presencia de gentes: no importaba que
fuesen verdugos, al fin eran hombres.
Los
policías llegaron hasta la reja estrecha del calabozo y, sin decir una palabra,
abrieron la puerta, entraron y amarraron por los codos al preso. En seguida, uno
dijo: «A la Prefectura.» y salieron de la cárcel, atravesaron rápidamente las calles
desiertas, aunque bien alumbradas; pasaron por el palacio de la Prefectura,
pero no se detuvieron allí; siguieron en dirección del puerto, por las callejuelas
sombrías que huelen a yodo y a pez. Llegaron al muelle, y de la obscuridad de
las ondas surgió una barca negruzca; los hombres empujaron al preso,
obligándolo a sentarse en medio de dos vigilantes; a pesar de que iba atado y
estaba gola, se le trataba como si fuese capaz de golpear a sus conductores.
No dejaba de halagarle esta desconfianza al detenido, que pensó: me embarcan
para deportarme; en seguida me depositarán en algún vapor que salga mañana para
el extranjero.
Los
remadores comenzaron a bogar, internáronse en el mar misterioso, hecho como de
doble sombra: la del viento en la obscuridad y la del agua en el abismo. El
cielo estaba más bien nublado y, sin embargo, de trecho en trecho lucían
vastas praderas de astros que invitaban al alma del preso a volar hacia
arriba, lejos de los hombres, que son más crueles que el tigre. El chasquido
rítmico de los remos pegando en el agua, levantaba de cuando en cuando
burbujas de una luminosidad confusa; de su compás monótono parecía que iba a
brotar una canción. El prisionero comenzó a sentir gratitud por aquel paseo
nocturno. Hubiera deseado que le desligaran las manos y estuvo a punto de pedir
esa merced, pero lo contuvo el orgullo. La fantasía, que, ésa sí, se suelta
sin permiso ajeno, lo empezó a consolar, lo colmó de una ternura dulce y triste.
Recordaba sus placeres fugaces de otros tiempos; se sentía joven y fuerte y
estaba seguro de que la dicha habría de retornar; más que retorno, sería
advenimiento, porque nunca la había sentido plena. Ahora soñaba correr por el
ancho mundo, libre y poderoso, amparando con su fuerza a los suyos y
repartiendo todavía entre los extraños un caudal entero de dones. Lo de
aquellos instantes no era otra cosa que el momento duro de la prueba. ¿Quién no
padece su noche de los Olivos en la víspera del triunfo o la víspera del
sacrificio, pues también el sacrificio noble constituye un espléndido triunfo?
Había que tener fe; por allí, sobre una de las masas negras de los montes de la
costa, se miraba algo suavemente luminoso; acaso era la presencia de Cristo en persona,
que todavía sigue orando por los desventurados y llega a prestarles compañía en
la hora de la angustia suprema. Él está allí -pensó-, y nosotros lo tenemos tan
olvidado, en estas luchas modernas, sólo porque predicó la dulzura y condenó
la violencia, en tanto que nosotros nada más creemos en la áspera revancha. ¿Quién
tendrá la razón? ¿Acaso no lleva Él dos mil años de esperar en vano y de
predicar sin éxito? Sin embargo, el corazón del preso se llenó de placidez
confiada, rebosó ternura; se puso en ese estado en que el dolor se nos torna
voluptuoso y parece que busca una melodía musical donde mecerse para
transmutarse en canto. Después de todo -se dijo-, quizá es el tiempo. Cristo
no pudo aconsejar el derrocamiento del César porque su gente estaba inerme y
era tan ignorante que la rebelión sólo hubiera causado víctimas; pero ahora tal
vez ya era el pueblo bastante fuerte para sacar a los estancieros de sus
feudos y para traerlos, con uno que otro general, a dar un paseo nocturno por
las olas. Bien amarrados para que después pudiesen apreciar el júbilo de la
libertad y, en consecuencia, no volvieran a atormentar a sus semejantes. Ya
era tiempo de organizar el trabajo, de suerte que, lejos de acarrear la
esclavitud, trajese consigo la abundancia y el espíritu de fraternidad. Sin
duda, era menester un poco de violencia para allanar el camino a la obra de
Cristo. No se arrepentía de sus convicciones ni de las fuertes palabras que
estampó en aquel diario destruido con saña por los esbirros. No le dolía
tampoco su sacrificio; pronto vendría la dicha de todos, fundada en el bien.
Perdido
en su honda cavilación, no sentía el frío de la noche, que le había entumecido
y vuelto casi insensibles los miembros; casi no advirtió el instante en que los
agentes del Gobierno le amarraron a los pies un gran peso. Y así que lo
sujetaron, y levantándolo entre todos, lo echaron al agua, sólo sintió esa
impresión de un sueño que concluye en pesadilla terrible y que, sin embargo,
no importa mucho, porque estamos seguros de que el dolor se desvanecerá al
despertar...
La
barca se ladeó violentamente al ser arrojado el cuerpo, que desapareció en la
sombra sin dejar huella. Los hombres, volviendo los rostros, se sentaron en sus
puestos; viró la lancha, y uno de los guardianes gritó a los bogas: «Al
muelle.» A distancia, envuelto en los fulgores tranquilos de su red de lámparas
eléctricas, Valparaíso dormía.
***
-Ejto
no ejtá bien, ejto no ejtá bien -decía el prócer chileno, apartando un residuo
de copa espumosa, en la elegante soirée de la capital azteca-. No ejtán
bien esos fusilamientos de aquí, hajen mucho escándalo, ej mejó fondealos, pa
que vea; ejo podían hacer ujtede; ¿que cómo? Verá, hombre, se agarra un
carancho de ejtos y se la manda pa Veracruz; por la noche se le mete en un
equife, y mar adentro se le bota al agua con su bola en loj piej;.. Sí, señó,
no quea nada: una espumita -y juntando y moviendo los dedos de la mano derecha
imitaba el reventar de las burbujas del agua, y repetía:- «Ej mejó fondealos.»
Todos los oyentes rieron con risa estrepitosa y malsana, y un hijo de
Huitzilopochtli, el dios sanguinario, sintiéndose esteta, afirmó: «Bien; pero
eso suprime el espectáculo; nosotros solemos hacer fusilamientos con música,
así como lo oye, a las tres de la tarde, con banda militar, procesión de
curiosos y público de toros detrás del ajusticiado. Somos un pueblo de
artistas...» Mientras, los más ebrios reían al repetir insistentes: «Ej mejó
fondealos, ej mejó fondealos.»
José
Vasconcelos