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martes, 4 de octubre de 2016

National Archaeological Museum


El ruido del mar

Estaba enfadado con ella y pasó bastante tiempo sentado en la terraza junto al velador en el que yacían varias botellas medio vacías, un cenicero rebosante, unas velas deshechas, migas dispersas por el mantel, manchas rosáceas de vino, restos de una fiesta íntima. Llevaba un buen rato mirando sin ver aquel mar discernible gracias a la madrugada estrellada y la línea luminosa del viejo ferrocarril que recorría la costa. Cuando se enfadaba de esa manera, podía pasar horas sin ver nada, en una Babia torturada y rabiosa -sumidos el paisaje y su conciencia en el tiempo vacío del enfado-, sin acordarse de fumar siquiera, rehabilitando antiguas afrentas y tramando nuevos argumentos contra aquella mujer que creía des­cender de la pata del Cid y que no era otra que la suya, con la que se había casado hacía seis años advirtiéndole histriónicamente que no aceptaría ni un duro de su inso­portable familia.
El recuerdo de una anécdota que había sucedido aquella misma noche le ablandó, le hizo sonreír y le ani­mó a servirse las últimas gotas de brandy que quedaban en una botella. Había ocurrido momentos antes de que la discusión sobre los planes de ambos para el invierno les estropease la cena. Todavía no había salido ese asun­to. Estaban los dos solos, disfrutando de las vistas de aquel caserón decimonónico que les había dejado la fa­milia de ella, saboreando la noche estrellada, el verano que les quedaba por delante, el olor de las buganvillas. Y ella, de pronto, había dicho cerrando los ojos, encogiendo los hombros, arrugando el rostro con esa expresión placentera y soñadora tan característica:
-Qué hermoso es el ruido del mar.
Él se acordó del momento en que había asentido de forma distraída, mecánica, a ese comentario, y también del momento siguiente en el que había pensado en voz alta:
-¡Cómo que el ruido del mar, si desde aquí no se oye el ruido del mar...! ¡Ése es el ruido del camión de las basuras!
Se acordó de la vergüenza infantil y del mohín de rubor desproporcionado con los que ella había cambiado a toda prisa de tema porque era muy orgullosa incluso para las cosas más insignificantes y no soportaba bien que él la sorprendiera en el menor error o renuncio y le hiciera burla. Con ese divertido recuerdo, la sonrisa que se había ido abriendo camino en su cara se le borró en un instante y regresó la indignación. Pensó que esa anécdota del camión la definía perfectamente. Pensó: «Es una niña mimada. Así es toda la gente a la que nunca le ha faltado el dinero. Creen que el camión de la basura es el ruido del mar. No aceptan que en la realidad pueda haber camiones de la basura y gente que los conducen recorriendo las noches idílicas de los bellos pueblos costeros. Creen que en la vida todo son mares y terrazas y caserones decadentes y gente ociosa disfrutando de ellos. Creen que hasta el camión de la basura está para regalarles a ellos el oído.»
Tras esas meditaciones paramarxistas sobre la in­fluencia del factor económico y social en la vida sexual y sentimental, se adentró en otra interpretación posible -esta vez de carácter seudopsicoanalítico- para aquella intrascendente anécdota referente al ruido del dichoso camión: ella era una autista. Sólo veía lo que quería ver y sólo oía lo que quería oír. Por eso hacía planes para el in­vierno sin pensar en lo que él deseaba o le podía convenir profesionalmente. Por eso se había ido llorando a la cama y reprochándole que sólo buscaba lo mejor para él: por­que no le veía, veía al tipo que ella se había imaginado que era. Hacía con él como con el camión de las basuras. No le oía. Oía el ruido del mar que había fabricado para la ocasión su imaginación incomunicada y calenturienta.
Las luces de las casas próximas se habían ido apagan­do y la noche misma parecía menos clara. Terminadas las provisiones de brandy, buscó con el encendedor unos restos de whisky entre las botellas de la mesa y volvió a llenarse la copa. De la convicción de que su esposa era una perfecta descerebrada pasó sin darse cuenta, como hacía siempre y en una especie de proceso recurrente y mecánico, a otra idea progresivamente más positiva: era una cabezota insobornable. Era demasiado suya. Siem­pre se montaba su propia película sobre lo que fuera y cayera quien cayera. Si se le metía entre ceja y ceja que el del camión de las basuras era el ruido del mar, nadie de­bía contradecirla o se caería con todo el equipo. Ella haría del ruido del mar una cuestión de honor y termi­naría volviendo verosímil esa marítima y sonora versión a quien la escuchara. Tenía una voluntad envidiable, un temperamento a prueba de bomba.
A fuerza de repetírselo, le tenía convencido de que en el fondo se beneficiaba de ese modo de ser de ella; de que sólo gracias a esa capacidad para vivir dentro de una burbuja que aquella misma noche se había manifestado en forma de sordera estética, ella había podido precisamen­te obsesionarse un día con él y habían terminado juntos. Gracias a esa tozudez sensitiva, el mundo no se movía y conspiraba siempre a favor de ambos, de su relación y de sus proyectos. Gracias a ella, la realidad seguía en su sitio y como una prueba del sentido de sus vidas. Porque las pruebas contra sus vidas, contra sus sueños y contra su felicidad no existían; ella se encargaba de descartarlas para que él antes o después se rindiera y los dos pudieran se­guir viviendo dentro de una confortable mentira.
Una vez pensó que era débil y que ella lo protegía precisamente con esa capacidad para oír el mar en una máquina trituradora de desperdicios. Pensó que era eso lo que le salvaba, lo que les salvaba a ambos, lo que con­vertiría en maravilloso ese aciago verano en su memoria. Pensó que de algo parecido a esa ingenuidad se nutrían la ilusión y la magia que todavía le permitían desearla. Pensó que alguien que sabía oír el oleaje en un camión de las basuras era alguien muy especial. El pensamiento ése adquirió la forma de la oscuridad y de la intemperie que quedaban atrás, en la terraza. Y subió dando apara­tosas zancadas al segundo piso donde ella dormía. Que­ría besarla. Tenía ese propósito, pero en el corto trecho desistió, se le quitó la idea de la cabeza. Ella respondía literalmente con una coz cada vez que un movimiento suyo la despertaba. Al entrar en la habitación tropezó con algo que provocó un ruido espantoso.
-¡Qué pasa ahí, quién es! -protestó ella desde la cama.
-Cariño -dijo desde el suelo el infeliz-, soy el ruido del mar.

Iñaki Ezquerra