El ruido del mar
Estaba
enfadado con ella y pasó bastante tiempo sentado en la terraza junto al velador
en el que yacían varias botellas medio vacías, un cenicero rebosante, unas
velas deshechas, migas dispersas por el mantel, manchas rosáceas de vino,
restos de una fiesta íntima. Llevaba un buen rato mirando sin ver aquel mar
discernible gracias a la madrugada estrellada y la línea luminosa del viejo
ferrocarril que recorría la costa. Cuando se enfadaba de esa manera, podía
pasar horas sin ver nada, en una Babia torturada y rabiosa -sumidos el paisaje
y su conciencia en el tiempo vacío del enfado-, sin acordarse de fumar
siquiera, rehabilitando antiguas afrentas y tramando nuevos argumentos contra
aquella mujer que creía descender de la pata del Cid y que no era otra que la
suya, con la que se había casado hacía seis años advirtiéndole histriónicamente
que no aceptaría ni un duro de su insoportable familia.
El
recuerdo de una anécdota que había sucedido aquella misma noche le ablandó, le
hizo sonreír y le animó a servirse las últimas gotas de brandy que quedaban en
una botella. Había ocurrido momentos antes de que la discusión sobre los planes
de ambos para el invierno les estropease la cena. Todavía no había salido ese
asunto. Estaban los dos solos, disfrutando de las vistas de aquel caserón
decimonónico que les había dejado la familia de ella, saboreando la noche
estrellada, el verano que les quedaba por delante, el olor de las buganvillas. Y
ella, de pronto, había dicho cerrando los ojos, encogiendo los hombros,
arrugando el rostro con esa expresión placentera y soñadora tan característica:
-Qué
hermoso es el ruido del mar.
Él
se acordó del momento en que había asentido de forma distraída, mecánica, a ese
comentario, y también del momento siguiente en el que había pensado en voz
alta:
-¡Cómo
que el ruido del mar, si desde aquí no se oye el ruido del mar...! ¡Ése es el
ruido del camión de las basuras!
Se
acordó de la vergüenza infantil y del mohín de rubor desproporcionado con los que
ella había cambiado a toda prisa de tema porque era muy orgullosa incluso para
las cosas más insignificantes y no soportaba bien que él la sorprendiera en el
menor error o renuncio y le hiciera burla. Con ese divertido recuerdo, la
sonrisa que se había ido abriendo camino en su cara se le borró en un instante
y regresó la indignación. Pensó que esa anécdota del camión la definía
perfectamente. Pensó: «Es una niña mimada. Así es toda la gente a la que nunca
le ha faltado el dinero. Creen que el camión de la basura es el ruido del mar.
No aceptan que en la realidad pueda haber camiones de la basura y gente que los
conducen recorriendo las noches idílicas de los bellos pueblos costeros. Creen
que en la vida todo son mares y terrazas y caserones decadentes y gente ociosa
disfrutando de ellos. Creen que hasta el camión de la basura está para regalarles
a ellos el oído.»
Tras
esas meditaciones paramarxistas sobre la influencia del factor económico y
social en la vida sexual y sentimental, se adentró en otra interpretación
posible -esta vez de carácter seudopsicoanalítico- para aquella intrascendente
anécdota referente al ruido del dichoso camión: ella era una autista. Sólo veía
lo que quería ver y sólo oía lo que quería oír. Por eso hacía planes
para el invierno sin pensar en lo que él deseaba o le podía convenir
profesionalmente. Por eso se había ido llorando a la cama y reprochándole que
sólo buscaba lo mejor para él: porque no le veía, veía al tipo que ella se
había imaginado que era. Hacía con él como con el camión de las basuras. No le
oía. Oía el ruido del mar que había fabricado para la ocasión su imaginación
incomunicada y calenturienta.
Las
luces de las casas próximas se habían ido apagando y la noche misma parecía
menos clara. Terminadas las provisiones de brandy, buscó con el encendedor unos
restos de whisky entre las botellas de la mesa y volvió a llenarse la copa. De
la convicción de que su esposa era una perfecta descerebrada pasó sin darse
cuenta, como hacía siempre y en una especie de proceso recurrente y mecánico, a
otra idea progresivamente más positiva: era una cabezota insobornable. Era
demasiado suya. Siempre se montaba su propia película sobre lo que fuera y
cayera quien cayera. Si se le metía entre ceja y ceja que el del camión de las
basuras era el ruido del mar, nadie debía contradecirla o se caería con todo
el equipo. Ella haría del ruido del mar una cuestión de honor y terminaría
volviendo verosímil esa marítima y sonora versión a quien la escuchara. Tenía
una voluntad envidiable, un temperamento a prueba de bomba.
A
fuerza de repetírselo, le tenía convencido de que en el fondo se beneficiaba de
ese modo de ser de ella; de que sólo gracias a esa capacidad para vivir dentro
de una burbuja que aquella misma noche se había manifestado en forma de sordera
estética, ella había podido precisamente obsesionarse un día con él y habían
terminado juntos. Gracias a esa tozudez sensitiva, el mundo no se movía y
conspiraba siempre a favor de ambos, de su relación y de sus proyectos. Gracias
a ella, la realidad seguía en su sitio y como una prueba del sentido de sus
vidas. Porque las pruebas contra sus vidas, contra sus sueños y contra su
felicidad no existían; ella se encargaba de descartarlas para que él antes o
después se rindiera y los dos pudieran seguir viviendo dentro de una
confortable mentira.
Una
vez pensó que era débil y que ella lo protegía precisamente con esa capacidad
para oír el mar en una máquina trituradora de desperdicios. Pensó que era eso
lo que le salvaba, lo que les salvaba a ambos, lo que convertiría en
maravilloso ese aciago verano en su memoria. Pensó que de algo parecido a esa
ingenuidad se nutrían la ilusión y la magia que todavía le permitían desearla.
Pensó que alguien que sabía oír el oleaje en un camión de las basuras era
alguien muy especial. El pensamiento ése adquirió la forma de la oscuridad y de
la intemperie que quedaban atrás, en la terraza. Y subió dando aparatosas
zancadas al segundo piso donde ella dormía. Quería besarla. Tenía ese
propósito, pero en el corto trecho desistió, se le quitó la idea de la cabeza.
Ella respondía literalmente con una coz cada vez que un movimiento suyo la
despertaba. Al entrar en la habitación tropezó con algo que provocó un ruido
espantoso.
-¡Qué
pasa ahí, quién es! -protestó ella desde la cama.
-Cariño
-dijo desde el suelo el infeliz-, soy el ruido del mar.
Iñaki
Ezquerra