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sábado, 28 de diciembre de 2013

Museo de L´Hospitalet




El Museo de L'Hospitalet se encarga de difundir y conservar el patrimonio cultural y material del Hospitalet, dando a conocer el pasado, el presente y el proyecto de futuro de la ciudad. El Museo de L'Hospitalet participa en la Red de Museos Locales que impulsa la Diputación de Barcelona.
Exposiciones:
Programación de exposiciones temporales, priorizando propuestas profesionales de artistas de la ciudad.
Exposición estable "Color y forma", constituida por 20 retablos renacentistas y barrocos y por elementos escultóricos de la antigua iglesia de Santa Eulàlia de Mérida, fechados entre los siglos XVI y XVII.



Fin
I
Se venía diciendo hacía mucho tiempo: la gente se moría cada vez más y cada día se hacían menos abriguitos de punto. Por si era poco, vinieron dos guerras seguidas de epidemias; la muerte era el pan nuestro de cada día. Hasta los que tenían que dar ejemplo de vida, que son los centenarios, se morían también; era espantoso; se morían hasta los portugueses...
Era tan inevitable la catástrofe, que la gente la había aceptado sin histerismo; pero el tono de la vida había cambiado, adaptándose a la realidad. Ya no se daban citas, ya no se decía: «hasta mañana»; la gente vivía al día, a la hora, preocupándose sólo de morirse lo mejor posible, de morirse sobre el lado derecho.
Hubo un momento en que apenas quedaba nadie, y los pocos que eran se reían al cruzarse en la calle, estoicos ante lo inevitable.
–Y usted, ¿cuándo se muere? –se oía decir de vez en cuando.
La tierra se puso nerviosa y se sacudió varias veces; Italia dejó de tener la forma de una bota.
Y una mañana no hubo nadie para hacer los desayunos: es que se había muerto todo el mundo.
Había un silencio tan grande, que parecía que alguien iba a dar con la batuta en un atril; pero nada, ni un pitido, ni una orden, un silencio asombrado. Después de haber oído bien el silencio se percibía el tenue siseo de una cañería rota, que lo imponía más.
Las cosas esperaban al hombre, como todas las mañanas; lo esperaban angustiadas, sin comprender nada, destemplándose. Máquinas, casas, calles, ciudades, en espera, a punto de echarse a llorar.
Por las calles volaban frases últimas en demanda de un oído, y sombras de cuerpo, sin amo, corrían en su busca hasta encontrar la muerte al mediodía. Las alcantarillas daban el último suspiro de la ciudad.
La torre Eiffel, cruzando la boca de París, imponía el silencio de Occidente; el Sena corría de puntillas. De las estaciones habían salido todos los trenes. Era el 1º de mayo de la muerte. Los muertos dormían.
Los carteles aumentaban el drama, prometiendo lo que ya no se podría dar: retratos de actores y actrices desaparecidos, y las ¡100 girls, l00!, del Casino, que habían caído en fila como los soldados de plomo.
Sólo había vida en los relojes que tienen cuerda para muchos años, y su tic-tac eran los puntos suspensivos después de la palabra vida. A cada hora se ponían a sonar como unos tontos, recordando la hora que era a nadie, y a lanzar señales de auxilio con su telégrafo de banderas. Los segundos eran el pulso de la Tierra.
Un despertador que aguardaba el momento de dar su broma se desbordó en la habitación de Susana, tan violentamente, que la muchacha se incorporó.
Susana no había muerto, porque alguien había de ser el último en morir, y ése era precisamente su caso. Ella había seguido su vida ordinaria a través de la catástrofe. Por la noche había bailado y bebido en el mismo cabaret de siempre, y casi siempre había vuelto a su casa en compañía de un señor que nunca era el mismo y que la había abandonado a la mañana siguiente, dejándole 50 francos encima de la cómoda. A veces menos.
No leía periódicos, y sólo se levantaba para ir a su cabaret; el mundo, para ella, terminaba allí, en la puerta que da a las cocinas.
La noche anterior sólo habían sido seis o siete; faltaba el dueño y dos o tres parroquianos. A Susana no le había importado volver sola, porque al día siguiente quería levantarse temprano para ir a comprarse unos zapatos.
El despertador seguía gruñendo en el suelo, tratando de incorporarse, y eso acabó de desvelar a Susana, que miró a su lado para ver si había alguien y luego se levantó.
Susana, pensando que era el primer día que salía temprano a la calle y que iba a pasearse por tiendas y calles, quiso esmerar su toilette, eligió sus mejores medias y se pasó una hora larga ante el espejo maquillándose.
Mientras tanto, la hierba aplastada por la ciudad, dándose cuenta de lo ocurrido, pugnaba por levantar su losa.
Susana salió a la calle. Parece domingo –pensaba, al notar el silencio.
Caminaba sin darse cuenta del drama. Miraba a derecha e izquierda antes de cruzar las calles. No se daba cuenta de su soledad, a causa del reflejo de los escaparates, que multiplicaban su imagen y le producían sensación de multitud. Era como si una amiga fuese con ella. Entró en los Grandes Almacenes. Las altas bóvedas infladas de silencio parecía que iba a subir. En los mostradores estaban los postreros retales con el último sobo humano. Los cartones de los precios eran las esquelas de las cosas. Susana empezó a sentir miedo y trató de vencerlo, haciéndose la distraída, interesándose en los objetos expuestos.
Cruzó el patio central tocándolo todo, pero sus tacones hacían tanto ruido que parecía que la seguían. Huyendo de sí misma, caminando de puntillas, llegó al departamento de los trajes de señoras. Allí había docenas de maniquíes de cera, y respiró más tranquila porque le parecía haber entrado en una casa donde hubiera una fiesta.
Susana se sentó en una butaca y empezó a hablar. Contaba cosas a las muñecas, teniendo mucho cuidado de no hacerles preguntas. Sin embargo, en los silencios volvía el miedo y los maniquíes aumentaban su aspecto de desalmados, de muertos sorprendidos en un gesto difícil.
El que nadie la contestase le dio miedo y salió a la calle gritando. Corría en busca de alguien con quien hablar, pedía socorro en las encrucijadas, llamaba a todos los teléfonos para caso de incendio y siempre el silencio negro.
Se sentó en un banco al aire libre, tenía menos miedo; pero pensó en la noche y comprendió que no podría pasarla en la ciudad, especialmente por las esquinas que era lo que le hacía echar más de menos a la humanidad. Aquellas esquinas sin nadie detrás, sin la posibilidad de esconder a nadie.
Susana cogió un automóvil abandonado y partió en busca de alguien. Al principio todavía tocaba la bocina en los cruces, y sacaba la mano en las vueltas; al reflexionar, se indignaba con ella misma, y su mal humor le alejaba el miedo.
Rompió el espejo retrovisor, tiró el sombrero a la calle y se quitó el traje; era su respuesta al estado de cosas. En la plaza de la Ópera se quedó completamente desnuda. –Si queda alguien ahora viene, pensó. Pero nadie llegó a la oportunidad y, en vista que no la querían desnuda entró en la mejor peletería y se puso el abrigo más caro. Pero nada. Huyendo de la noche en la ciudad, se alejó de ella en automóvil, no sin derribar un quiosco de periódicos llenos de noticias que ya no interesaban a nadie.
(Continuará)