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domingo, 29 de diciembre de 2013

Edgar Neville

Fin (Continuación)

II
A cien por hora regresaba hacia Oriente todo lo que quedaba de la humanidad, lo que quedaba después de millares de años de la emigración humana en sentido inverso. Era un regreso al hogar; aquel fin de raza se había enrollado las medias por debajo de las rodillas para no romperlas.
Munich, Viena, Budapest; a las ciudades muertas les crecía la barba, y el auto de Susana espantaba perdices en las plazas de la Ópera.
Las ruinas traen el otoño, y los pájaros cantaban sobre la ciudad como sólo cantan en un octubre húmedo.
En las casas se habían quedado encerradas las moscas y sus cabezazos contra los cristales eran como un reloj más, con cuerda aún.
En las torres de las iglesias, las campanas parecían bailarinas ahorcadas.
A la tierra se le había quitado la fiebre y descansaba tranquila; nacieron árboles y nacieron piedras. Se movió lo inanimado y los continentes, al notar que no había nadie para corregirlos, cambiaron de estructura.
Los mapas, en las escuelas desiertas, tomaron pátina de grabado antiguo. Una estrella bajó a mojarse las puntas en el mar.
Entonces Inglaterra, no pudiendo resistir el sonrojo ante el caos, se hundió en el agua. Susana se quitó el soutien en Budapest y lo dejó abandonado en la vía pública.
Poco a poco había ido perdiendo el miedo y ahora distraía su rauda huida cantando cuplés del bulevar.
Así llegó a Constantinopla, donde los perros habían muerto sobre las tumbas de los turcos, como si durmieran: en forma de media luna.
Por esa calle que indudablemente lleva a Asia, Susana enfiló su automóvil. En medio del puente tuvo que detenerse. Había una bicicleta tirada a través del paso. Un caballero inflaba un neumático.
–A su edad podría usted saber no interrumpir la circulación –dijo Susana enfadada. El caballero cesó en su tarea y miró a la muchacha, que se echó a llorar y se echó en sus brazos.
Juntos siguieron el viaje; el desierto sonreía como el que está de vuelta de las cosas.
El caballero, profesor de Historia, hacía vagos gestos de mano. Citaba grandes nombres inmortales, que sonaban extrañamente en aquella desolación. Explicó a Susana el ciclo de las civilizaciones y tuvo frases de elogio para los griegos.
Susana poseía un concepto menos amplio de la humanidad. Sus grandes admiraciones eran para una prima suya, casada con un hombre que se emborrachaba mucho, pero que estaba empleado en la Dirección del Catastro. Esa prima hacía unos bordados como nadie en París, y en cuanto a coger un punto en una media, no había quien la igualase... La conversación de los dos últimos humanos quedaba detrás del automóvil, vibrando un momento, para caer después y confundirse con la arena.
El aire ceñía el fino tul al cuerpo de Susana.
–¿No le da a usted pena –prosiguió ésta– pensar que somos los últimos?
–Tal vez tenga remedio –contestó el caballero galantemente.
–Además –añadió intencionadamente, los últimos serán los primeros.
Hubo un silencio embarazoso y llegaron a la confluencia del Tigris y el Eufrates. Allí se les terminó la gasolina.
Se sentaron en el suelo buscando temas de conversación; el caballero era el que los encontraba con más facilidad, diciendo de vez en cuando:
–Pues, sí; eso de que somos los últimos es porque queremos, señorita...
Tal vez fuera porque Susana había dejado el abrigo en el coche.


Y en esas estaban cuando llegó un señor de barba larga y aspecto bondadoso; junto a Él, el ángel de la espada de fuego. Venían del Paraíso terrenal, que está allí mismo.
Susana no lo reconoció al pronto.
–¿Quién es usted? –fue lo primero que le dijo.
El Señor estaba sonriente, lleno de buena voluntad.
–¿Qué hacéis aquí? –preguntó, y a su voz se hizo el eco donde no lo había.
–Señor –balbució el caballero–. Yo soy alemán, luterano. Esta señorita es francesa y católica; nosotros...
Dios interrumpió cortésmente:
–Ustedes me dispensarán si les digo que no entiendo nada de esto. Quiero saber qué hacen ustedes fuera del Paraíso, que es más bonito y más agradable que el descampado.
El ángel terció:
–Señor, los expulsó porque se comieron la manzana.
Dios: –¿Qué manzana?
Y el ángel, con un gruñido: –La manzana.
Dios rió de buena gana, y les empujó suavemente, diciéndoles:
–Vaya, vaya; veo que han interpretado con demasiada severidad el reglamento; volved a entrar, hijos, y aquí no ha pasado nada.
Y una brisa nueva remozó el planeta, mientras que Eva entraba buscando fruta.
(Edgar Neville)