Fin (Continuación)
II
A cien por hora regresaba hacia
Oriente todo lo que quedaba de la humanidad, lo que quedaba después de millares
de años de la emigración humana en sentido inverso. Era un regreso al hogar;
aquel fin de raza se había enrollado las medias por debajo de las rodillas para
no romperlas.
Munich, Viena, Budapest; a las
ciudades muertas les crecía la barba, y el auto de Susana espantaba perdices en
las plazas de la Ópera.
Las ruinas traen el otoño, y los
pájaros cantaban sobre la ciudad como sólo cantan en un octubre húmedo.
En las casas se habían quedado
encerradas las moscas y sus cabezazos contra los cristales eran como un reloj
más, con cuerda aún.
En las torres de las iglesias,
las campanas parecían bailarinas ahorcadas.
A la tierra se le había quitado
la fiebre y descansaba tranquila; nacieron árboles y nacieron piedras. Se movió
lo inanimado y los continentes, al notar que no había nadie para corregirlos,
cambiaron de estructura.
Los mapas, en las escuelas
desiertas, tomaron pátina de grabado antiguo. Una estrella bajó a mojarse las
puntas en el mar.
Entonces Inglaterra, no pudiendo
resistir el sonrojo ante el caos, se hundió en el agua. Susana se quitó el
soutien en Budapest y lo dejó abandonado en la vía pública.
Poco a poco había ido perdiendo
el miedo y ahora distraía su rauda huida cantando cuplés del bulevar.
Así llegó a Constantinopla, donde
los perros habían muerto sobre las tumbas de los turcos, como si durmieran: en
forma de media luna.
Por esa calle que indudablemente
lleva a Asia, Susana enfiló su automóvil. En medio del puente tuvo que
detenerse. Había una bicicleta tirada a través del paso. Un caballero inflaba
un neumático.
–A su edad podría usted saber no
interrumpir la circulación –dijo Susana enfadada. El caballero cesó en su tarea
y miró a la muchacha, que se echó a llorar y se echó en sus brazos.
Juntos siguieron el viaje; el
desierto sonreía como el que está de vuelta de las cosas.
El caballero, profesor de
Historia, hacía vagos gestos de mano. Citaba grandes nombres inmortales, que
sonaban extrañamente en aquella desolación. Explicó a Susana el ciclo de las
civilizaciones y tuvo frases de elogio para los griegos.
Susana poseía un concepto menos
amplio de la humanidad. Sus grandes admiraciones eran para una prima suya,
casada con un hombre que se emborrachaba mucho, pero que estaba empleado en la
Dirección del Catastro. Esa prima hacía unos bordados como nadie en París, y en
cuanto a coger un punto en una media, no había quien la igualase... La
conversación de los dos últimos humanos quedaba detrás del automóvil, vibrando
un momento, para caer después y confundirse con la arena.
El aire ceñía el fino tul al
cuerpo de Susana.
–¿No le da a usted pena
–prosiguió ésta– pensar que somos los últimos?
–Tal vez tenga remedio –contestó
el caballero galantemente.
–Además –añadió
intencionadamente, los últimos serán los primeros.
Hubo un silencio embarazoso y
llegaron a la confluencia del Tigris y el Eufrates. Allí se les terminó la
gasolina.
Se sentaron en el suelo buscando
temas de conversación; el caballero era el que los encontraba con más
facilidad, diciendo de vez en cuando:
–Pues, sí; eso de que somos los
últimos es porque queremos, señorita...
Y en esas estaban cuando llegó un
señor de barba larga y aspecto bondadoso; junto a Él, el ángel de la espada de
fuego. Venían del Paraíso terrenal, que está allí mismo.
Susana no lo reconoció al pronto.
–¿Quién es usted? –fue lo primero
que le dijo.
El Señor estaba sonriente, lleno
de buena voluntad.
–¿Qué hacéis aquí? –preguntó, y a
su voz se hizo el eco donde no lo había.
–Señor –balbució el caballero–.
Yo soy alemán, luterano. Esta señorita es francesa y católica; nosotros...
Dios interrumpió cortésmente:
–Ustedes me dispensarán si les
digo que no entiendo nada de esto. Quiero saber qué hacen ustedes fuera del
Paraíso, que es más bonito y más agradable que el descampado.
El ángel terció:
–Señor, los expulsó porque se
comieron la manzana.
Dios: –¿Qué manzana?
Y el ángel, con un gruñido: –La
manzana.
Dios rió de buena gana, y les
empujó suavemente, diciéndoles:
–Vaya, vaya; veo que han
interpretado con demasiada severidad el reglamento; volved a entrar, hijos, y
aquí no ha pasado nada.
Y una brisa nueva remozó el
planeta, mientras que Eva entraba buscando fruta.
(Edgar Neville)