Lejana, solitaria, azulada y siempre fresca se eleva al
final del pensamiento la
Montaña del Alma. Guirnaldas de nubes suelen rodear sus
faldas, pero nunca su cima, que se eleva victoriosa sobre las glorias y los
despojos de este mundo.
Un ciervo avanza lentamente por entre los enebros. Va
buscando golosamente la fruta de tang, y cuando la encuentra en lo más oscuro
del bosque, comienza a saciarse silenciosa y escondidamente. Yo soy como este
ciervo, que olvida todos sus temores y consagra toda su atención al dulce
alimento secreto. Yo soy como este ciervo, que cuando encuentra el sabor
delicioso de la fruta deseada, pierde el temor de morir y se hace uno con la
montaña.
A medio camino de la cima, un porteador y un viejo
borracho se han encontrado en el camino cuando uno subía y el otro bajaba, han
intercambiado unas palabras intrascendentes del tipo de:
-Vaya, amigo, ¿subiendo a estas horas?
-¡Y tú bajando!
-En efecto. ¡Se baja, sí, se baja!
Y luego se han sentado a la vera del camino para comer
bérberos salvajes, beber vino de arroz y cantarle canciones a la luna. Yo soy
como esos dos viejos, como el porteador y como el borracho, que disfrutan del
encuentro inesperado y luego quedan dormidos uno en brazos del otro, como si
fueran amigos de siempre.
Solitaria, azulada y siempre remotamente inalcanzable,
se eleva en dirección a los cielos la Montaña del Alma.
Algunos dicen que cualquier montaña puede ser la Montaña del Alma. Otros
aseguran que hay dos Montañas, una en cada lado de la tierra, y que una de las
dos es falsa. También están los que pretenden que la Montaña del Alma no es más
que un símbolo. Yo, que sufro la lluvia y la nieve, el ardor y la sequedad de
los caminos, me río de tanta palabrería.
Hay en la ladera de la montaña una cascada, y frente
a la cascada hay un anciano poeta sentado. Está vestido con ricas ropas de seda
estampadas de crisantemos, y tiene en su mano derecha un pincel recién mojado
en tinta. En medio de sus muchas, muchísimas arrugas, sus ojos vivaces sonríen.
Su vista está fija en un petirrojo que devora un gusano posado en la rama
laqueada de un cerezo salvaje. Su lengua carmesí asoma fugazmente entre sus
labios, como si la imagen del pájaro le trajera la sombra de un recuerdo
voluptuoso.
Más arriba, por el mismo camino, se llega a un hombro de
la montaña desde donde se puede contemplar un amplio panorama del valle. El
lugar es tan elevado que las águilas de negras alas vuelan por debajo de la
vista. Tres hombres están allí, sentados en cuclillas en medio de las altas
hierbas, cada uno con una larga
pértiga de bambú en cuyo extremo cuelga un farol apagado. No son más que humildes
cazadores de grillos, que esperan a la caída de la noche para tentar a sus
presas, y mientras esperan, beben vino de arroz e intentan calentarse con una
pequeña hoguera que no acaba de arder a causa de la humedad que lo impregna
todo.
Quisiera decir que yo soy ese poeta, y también esos tres
cazadores de grillos. Quisiera decir que soy todos porque soy la Montaña del Alma. Pero lo
cierto es que no soy más que un hombre solo que vaga por los caminos en busca
de su recuerdo más hermoso.
Distante y luminosa se eleva, en lo más alto de la
cordillera del mundo, la
Montaña del Alma. El pensamiento de que la montaña existe
nos tranquiliza y nos llena de amor. Un filósofo podría afirmar que, puesto que
sentimos ese amor, la montaña ha de existir necesariamente. Otro filósofo
contrario replicaría que la montaña es una simple creación de nuestro amor deseoso.
Pero ¿de dónde viene ese amor? Yo me digo que todo nuestro amor proviene de la
distante Montaña del Alma. ¿Cómo podría ser de otra manera? Lo cierto es que
algunas veces los filósofos se enredan tanto en sus razonamientos que se
olvidan de lo esencial.
Una montaña solo es azul desde lejos. Cuando uno se acerca
a ella, el color azul desaparece. Del mismo modo, una montaña solo es una montaña
cuando se la contempla desde lejos. Cuando uno está en la montaña, la montaña
desaparece. Uno solo ve un abeto, un camino que se pierde entre los bambúes, un
búfalo de agua con un niño montado en el lomo, un nido de cigüeñas, dos rojos
caballos salvajes que pastan en un prado, una stupa de piedra rodeada de
papeles de oración, un barranco en cuyo fondo se ve el esqueleto de un ciervo,
un hormiguero, una cueva y muchas cosas así.
¿Será posible que yo esté ya en la Montaña del Alma, y no la
vea precisamente por esa razón? ¿Será posible que nunca haya descendido a la
llanura, que haya vivido siempre en la plenitud? ¿Será posible que sea feliz
ahora mismo y no me dé cuenta?
Feliz e irradiante, pálida y rosa como el pétalo de un
nenúfar, se eleva al final del mundo la Montaña del Alma. Los que han estado allí y han
vuelto tienen siempre un brillo apacible en los ojos, y esa especie de frescura
en el rostro de después de haber llorado. Los que no han oído nunca hablar de
ella, es como si no hubieran nacido. No es posible estar vivo y no sentir la
gravitación de la Montaña.
Solo los que obtienen la victoria sobre sí mismos logran
llegar a la Montaña
del Alma. ¿Quién tiene tanta fuerza? Para ganar esa batalla es necesario tener
el chi de diez hombres. El ego es más poderoso que un tigre que ha probado la
sangre humana y que desea volver a probarla una y otra vez. El ego es como un
ejército de tigres que han probado la carne humana y que desean probarla una y
otra vez hasta el fin de los tiempos. Contra tanta ira contenida, contra tanta
ambición ciega, contra tanta locura despiadada, ¿qué fuerza puede oponerle el
recuerdo vago de una montaña lejana?
Distante y remota se eleva en el centro del país del amor,
la Montaña
del Alma. Peregrinos del amor, sabed que lo que buscáis no es Shiraz, ni la Meca , ni Jerusalén, ni
Kapilavastu, ni Bodgaya, ni Benarés, sino solamente la Montaña del Alma.
Libertinos que os consagráis a los placeres del mundo flotante, sabed que lo
que buscáis en el fondo de la copa y en el fondo del lecho es solamente la paz
y la frescura del aire de la
Montaña del Alma. Ascetas que renunciáis al mundo,
ambiciosos que buscáis el favor del emperador, adolescentes que tembláis bajo
la sombra del ciruelo a la llegada de la primavera, navegantes temerarios que surcáis
el mar en vuestros sampanes para realizar el comercio de la seda, sabed que lo
que buscáis siempre sin saberlo es la Montaña del Alma.
Como todos los hombres, hemos llegado al mundo en una
época de oscuridad. Cuenta la leyenda que el primer hombre y la primera mujer
nacieron en las laderas de la
Montaña del Alma, y que los dioses que habitaban en la cima
los llamaron para que se reunieran con ellos, pero que el primer hombre y la
primera mujer prefirieron bajar al llano y ponerse a cultivar la tierra y a
juntar piedras para hacer una pared de piedra. La Gran Muralla es el
resto de esa gran pared. La
Gran Llanura , lo que queda de aquel primer campo cultivado.
Desde aquellos tiempos distantes, los dioses nos siguen llamando y nosotros
seguimos obstinados en no escucharles. Ahora mismo están llamando también.
También te están llamando a ti.
Ligera como un sueño, leve como un pensamiento de verano,
se eleva en dirección a los cielos la
Mon taña del Alma.
-Oh, amigo de distantes países, tú que has recorrido
todos los caminos, dime si alguna vez has logrado contemplar, aunque sea en la
distancia, el perfil de la
Montaña del Alma.
-He cruzado todas las fronteras, he caminado hacia el
amanecer y hacia el atardecer, hacia el norte y hacia el sur. He llegado al
Gran Mar y he cruzado el Gran Río y he atravesado la Gran Llanura , y nunca
he logrado acercarme siquiera a la
Montaña del Alma. Siempre que preguntaba, me decían que la
había dejado atrás, o que estaba un poco más adelante en mi camino. Por las
noches, encendía un fuego y contemplaba las estrellas.
He aquí lo que escribió un poeta del período de los Tres
Reinos sobre la Montaña
del Alma:
Ligera como un
penacho de plumas,
pesada como
una roca de azabache,
fugaz como la
carpa de escamas nacaradas,
perfumada como
una flor de ciruelo,
ilimitada como
el espacio,
diminuta como
un grano de arena de las orillas del
Gran Río
Amarillo,
invisible como
la luna al mediodía,
visible como
la antorcha del sol al atardecer –
Lejana, solitaria, azulada y siempre fresca; solitaria,
azulada y siempre remotamente inalcanzable; distante y luminosa; feliz e
irradiante, pálida y rosa como el pétalo de un nenúfar; ligera como un sueño,
leve como un pensamiento de verano, se eleva al final del pensamiento, en
dirección a los cielos, en lo más alto de la cordillera del mundo, en el centro
del País del Amor, la Montaña
del Alma.
Andrés Ibáñez
Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a Divine Enfant