Escritores famosos
Cuando Hugo Chávez ganó las elecciones, Arismendi nos citó a todos en
la biblioteca. El martes en la noche en la biblioteca, dijeron que dijo.
Arismendi dirigía el taller de narrativa en la Escuela de Letras de la Universidad Central.
Era flaco y alto, no huesudo, que es lo que sigue cada vez que alguien describe
a un flaco alto. Arismendi tampoco fumaba. Ni tenía éxito entre el alumnado.
Ese semestre, en el taller, nos habíamos inscrito diez estudiantes y, ya para
ese martes en la noche, sólo quedábamos seis.
-¿Ustedes
quieren llegar a ser escritores famosos? -preguntó.
Nadie supo
qué contestar. Nadie supo a qué venía la pregunta. Jorge y yo nos miramos, como
desdoblando una duda. Creo que en el fondo estábamos intimidados. Éramos unos
renacuajos de 18 años, sin demasiadas experiencias, un apenas que se estrenaba
en la universidad. Y, sin embargo, Arismendi insistió: ¿quieren o no quieren
ser escritores famosos? Dijimos que sí. Como niños a los que se les pregunta si
saben qué es un coleóptero. No queríamos quedar mal.
Arismendi
veía, en la nueva y peculiar circunstancia política del país, un pasaporte
maravilloso, una ruta directa a nuestra probable gloria literaria. Según sus
cálculos, más temprano que tarde, la revolución bolivariana obligaría al mundo
a poner sus inestables pupilas en Venezuela. ¡Por fin nos había llegado una
gran oportunidad! Debíamos comenzar a escribir, de inmediato, relatos de
resistencia, dramáticos episodios
de perseguidos latinoamericanos, narraciones cargadas de una difícil heroicidad en lucha permanente contra
la amenaza totalitaria. Tenemos que recuperar la tensión entre la intimidad y
la tragedia histórica. ¿Alguno de ustedes ha leído a Marina Tsvietáieva? Les
voy a traer un libro de ella para que vean. Arismendi tenía un entusiasmo de
acero inoxidable. Pensaba firmemente que debíamos seguir el ejemplo cubano.
¡No te digo yo un Cabrera Infante o un Reynaldo Arenas, pero la cantidad de
escribidores de quinta que a cuenta de Fidel están en Miami, en Berlín o en
Barcelona! ¿No lo entienden? ¡Este es nuestro momento! ¡Un chance así sólo se
presenta una vez en la vida!
Al principio,
Jorge y yo pensamos que Arismendi se había vuelto loco. A Jorge lo conocí el
primer día de clases. A los dos nos gustó Mariana, hasta que descubrimos que a
Mariana le gustaba Angélica. A partir de ese tropiezo, de ese agujero en el
orgullo, comenzamos a hacernos amigos. Fue él quien me contó sobre Arismendi. Es
un escritor sin mucha suerte, decía Jorge. No era un tipo demasiado conocido.
Había ganado un premio de narrativa en 1986, un dudoso concurso de provincia,
convocado por la
Asociación Nacional de Ganaderos alrededor de un único tema:
«Motivos Rurales». Tenía una novela publicada que, por suerte, decía Jorge,
había pasado por debajo de la mesa. Sin embargo, era frecuente verlo como jurado de diversos premios literarios. Jorge tenía su propia teoría para explicar el
asunto. Arismendi, con notable frecuencia, llena todos sus textos con citas de
los clásicos. Como si, más que contar algo, quisiera mostrar que quien escribe
es un hombre muy culto. Eso decía Jorge. En cualquiera de sus narraciones,
siempre aparecen referencias a autores y obras importantes de la literatura
universal. Arismendi escribe frases así: «Y entonces, Cheo Camejo se sintió,
de pronto, igual que Laurence Sterne al llegar a Calais». De esa manera, poco a
poco, comenzó a hacerse fama de ciudadano que ha leído mucho, dueño de una
frondosa cultura, de persona ideal para el oficio de jurado de concursos.
Aquella
noche, después de la propuesta de Arismendi, Jorge y yo nos fuimos a beber.
Casi siempre íbamos a alguno de los bares de ficheras que quedan cerca del
antiguo terminal de autobuses, en los bordes del centro de la ciudad. Ese tipo
de locales deplorables le encantaban a Jorge. Es una cuestión de honestidad,
decía; esto es lo que nos merecemos, repetía sonriendo, mientras pedía más
cerveza y otra caja de cigarrillos, por favor. En aquellos días no se hablaba
de otra cosa sino de política. El país completo estaba intoxicado. Para Jorge,
Chávez era un farsante, un payaso. Yo, en cambio, había votado por él en las
elecciones.
Creía en su
discurso en contra
de la corrupción, en contra de los privilegios. ¿Cómo un país tan rico puede tener
más del 60 por ciento de su población en condiciones de pobreza? Es igualito a
los otros, ya verás, decía Jorge, No seas pendejo, algo así respondía yo. La
madrugada nos sorprendió, descuidando la discusión y mirando a dos de las
mujeres que trabajan en el lugar. Estaban ebrias, sentadas alrededor del inodoro
del baño, medio abrazadas. No se podía precisar qué hacían ahí. Quizás alguna
de las dos acababa de vomitar. Ambas parecían mareadas. Tampoco podía saberse
si reían o lloraban, si reían y lloraban, todo al mismo tiempo. Una era gordita
y de poca estatura. Vestía unos shores negros y unas botas baratas. La otra
era morena pero yo la recuerdo muy pálida, quizás estaba enferma. Tenía el
pelo ensortijado y una sonrisa melancólica. Un borracho, afuera, junto a la
barra, las esperaba. Parecía furioso. Mostraba su impaciencia haciendo sonar
una botella de cerveza sobre el mostrador. Les gritaba algo que ya no
recuerdo. Pero las dos mujeres seguían igual, sin hacerle ningún caso. A veces
se agarraban de las manos. Con las nalgas pegadas al piso, como dos morsas sin
pasado, sin edad, vencidas por la luz del bombillo que guindaba desnudo del
techo del baño.
Fue en un
instante, cuando la gordita ladeó la cabeza y de pronto reparó en nosotros. La
puerta del baño estaba entreabierta y, desde su posición, parecía que la mesa
junto a la que Jorge y yo estábamos de repente se hubiera detenido frente a sus
ojos. Con un gesto, casi risueño, nos preguntó si podíamos ofrecerle un
cigarrillo. Ese ademán mínimo fue suficiente: el borracho rompió la botella
contra el borde de la barra y se quedó con un trozo de vidrio en la mano. Yo me
incorporé rápidamente, no sé muy bien para qué. En realidad no iba a pelearme
con el borracho. Quizás me paré con la intención de salir huyendo, pero tampoco
lo hice. Me quedé de pie, mirando las botellas de ron que estaban en el
estante detrás de la barra, mientras el encargado del lugar y otro sujeto
trataban de controlar al borracho, y las dos mujeres reían o lloraban, y se
abrazaban de nuevo, apoyando los codos en la taza del excusado.
-¿Tú crees que
así vas a llegar a ser un escritor famoso? -preguntó Jorge, en medio de una carcajada, cuando
salimos del bar hacia la noche.
Una semana
después, Arismendi ya estaba organizando nuestro futuro libro, una antología
del novísimo cuento rebelde venezolano. Ahí, en esas páginas, estaríamos todos,
es decir, los seis que formábamos parte del taller, y el mismísimo Arismendi,
quien aseguraba estar trabajando ya en un par de cuentos.
Seguía vehemente,
aunque nos pedía discreción: no vaya a ser que nos roben la idea, ¿ah?
Arismendí llegaba a cada encuentro con enormes cantidades de material para
nutrir nuestra inspiración. ¿Vieron lo que salió en la prensa? ¡Con la nueva
constitución se alargó el período presidencial y se aprobó la reelección
inmediata! ¿Alguno escuchó el discurso de anoche? ¡Cinco horas, carajo!
¡Estuvo cinco horas hablando! A mí me late que ese podría ser un buen tema: ya
Chávez ha realizado tantos viajes al exterior que se calcula que, este año, le
ha dado la vuelta al mundo tres veces. ¡Esto no es una revolución! ¡Es un lujo
petrolero! No, no es algo que yo les quiera imponer, pero se me ocurre: cada
vez que el Presidente dice que quien no está con él, está contra él, recuerdo
la gran tradición literaria latinoamericana de la narrativa fiel dictador. Sólo
es una sugerencia.
Hasta que,
una tarde, Jorge dijo que no, que él, más bien, sólo quería escribir un relato
sobre su padre. A Arismendi se le arrugó el páncreas. Jorge ni se dio por
enterado. Su padre era un pensionado del Seguro Social. Tenía casi ochenta,
mala salud y peor humor. El cuento era, según Jorge, sencillo: con el paso de
los años, su padre se había ido convirtiendo en un hombre desconfiado, con un
gran temor ante lo que lo rodeaba. Ese miedo lo había ido llevando a tener una
relación enfermiza con el dinero, con el escaso dinero que tenía. Obsesionado,
caminaba todos los días hasta una agencia bancaria, cercana a su casa, con la intención de constatar que sus ahorros
seguían ahí: en la cuenta que le había
dado el Seguro Social. No había manera de convencerlo de lo inútil y
descabellada que era tal acción. Se ponía peor: empezaba a sospechar que por
una oscura intención estaban intentando evitar que fuera al banco. Algunas
veces llegó a hacer el mismo viaje y el mismo trámite dos veces: mañana y
tarde. El desenlace de la historia tenía que ver con la mañana en que el padre
de Jorge, saliendo del banco y en plan de regresar a su casa, se detiene frente
a un espacio, una breve habitación rodeada de vidrios, donde hay cuatro cajeros
automáticos. Mira el lugar corno si lo mirara por primera vez. De repente,
parece tocado por una iluminación. Como encandilado ante un hallazgo superior,
observa cómo la gente consulta su saldo en pequeños papelitos que luego tira al
suelo. Aprovecha, entonces, la salida de un cliente para introducirse en el
recinto. Desde entonces, cada día, pasa varias horas ahí, recogiendo con algún
disimulo los papeles del suelo y leyéndolos rápidamente. A veces sonríe. Otras
con cierta rabia, devuelve el papel al suelo. En ocasiones se guarda alguno en
el bolsillo de su pantalón. Y eso es todo, dijo Jorge.
Nos quedamos
por unos instantes en silencio. Yo le pregunté si la historia era real. Jorge
tan sólo asintió. Arismendi, algo incómodo, le preguntó si su padre era
chavista. Mi padre no sabe en qué país vive, contestó Jorge.
Cuando
terminó el semestre casi nadie había terminado su cuento. Arismendi dejó la
universidad, o tal vez lo corrieron, quién sabe. No lo volví a ver sino tres
años después, en el entierro de Jorge. En todo ese tiempo, la situación en
Venezuela había empeorado de manera catastrófica. Más que un país éramos un
naufragio. Los setenta y cinco mil millones de dólares que, gracias a los altos
precios del petróleo, recibió la revolución bolivariana, habían pasado a
formar parte del eterno arte de las evaporaciones de nuestra historia nacional.
El país estaba en quiebra. Teníamos casi dos millones de personas desempleadas.
Los índices de pobreza no habían variado. Las denuncias de casos de corrupción
se multiplicaban lujuriosamente. La única obra palpable del gobierno era un
nuevo avión presidencial. Aun así, el discurso de Chávez continuaba siendo un
grito de guerra. La sociedad estaba radicalmente dividida. Sólo se podía ser
chavista o antichavista. La violencia era como una humedad que nos empapaba a
todos, que nos envolvía, contenida pero en guardia, siempre a punto de. Se
decía que desde el gobierno se organizaban brigadas armadas para enfrentar a
cualquier disidente. Colgada en un lugar cercano al palacio de gobierno,
firmada por las células bolivarianas, una pancarta decía: «No nos asusten con
la muerte porque somos amantes del martirio».
El 11 de
abril, una multitudinaria marcha, convocada por la oposición, fue atacada por
las balas de unos francotiradores. Murieron 20 personas. Una de ellas fue
Jorge. Yo no estaba ahí, no fui a la movilización. Me enteré de todo a través
del noticiero. Me enteré de Jorge porque un amigo me llamó. En esos momentos
todo era confuso. Un grupo de gente intentó aprovecharse y dar un golpe de
Estado pero el alzamiento, torpe y autoritario, no duró tres días. Cuando los
militares le devolvieron el poder al Presidente, nadie entendía qué ocurría. Un
video le mostró al mundo a algunos miembros del partido de gobierno disparando
desde un puente en contra de la muchedumbre. También dijeron que había mercenarios contratados por
los golpistas para matar algunos manifestantes y producir el caos. Nunca se supo
qué pasó. Siempre tuvimos más muertos que verdades. Cuando estábamos en la
morgue, esperando el cadáver de Jorge, un funcionario, algo apenado, nos dijo
que todo había sido una lamentable casualidad. El disparo ha podido darle a
cualquiera. A ti, a mí, a cualquiera. Mala leche.
Pocos meses
después vi la reseña en los periódicos. Arismendi presentaba un libro de
relatos. Por fin aparecía una foto suya -flaco, alto, no huesudo- en la portada
de las páginas culturales. No fue difícil deducir que había persistido en su
objetivo: el libro se llamaba Días de sangre. El titular de la prensa
anunciaba que eran «historias de un país en resistencia». La presentación se
realizaría el 11 de julio, en la noche y en una importante librería, como parte
de los actos de conmemoración de la masacre del 11 de abril. Hernán Martínez,
un dirigente de la sociedad civil opuesto al gobierno, tendría la
responsabilidad de ejecutar las palabras de honor. Prohibido olvidar.
Llegué tarde
a la librería. Había un grupo bastante grande de personas. Casi todos hablaban
sobre el éxito de la marcha que se había realizado ese mismo día. También
había vino. En una mesa, en una esquina del local, estaban dispuestos pequeños
grupos de libros, alrededor de un cartel que repetía el titular de la prensa:
«historias de un país en resistencia». Tomé un ejemplar y lo hojeé de manera
rápida. Como pellizcando con la vista cada título, el inicio de cada relato.
Hasta que llegué al séptimo cuento. Se llamaba «Saldo en Rojo». Era la historia
que había escrito Jorge, la historia de su padre yendo al banco, anclado en una
pecera llena de cajeros automáticos, recogiendo papelitos. Arismendi había
maquillado el relato, agregando, además, la propia experiencia de Jorge,
inventando que el anciano era antichavista, un héroe asesinado en la marcha del
11 de abril. Casi se me cayó el libro al suelo. Como una piedra. Estaba
paralizado. No sabía qué hacer. Alcé la cara y traté de buscar con la mirada a
Arismendi. Nunca lo vi. Luego oí que alguien comentaba que una juez acababa de
dejar en libertad a los francotiradores que hacía tres meses habían disparado,
desde el puente, en contra de los manifestantes. Así le respondía el poder a
la oposición. Sentí la lengua llena de óxido. Salí. La noche sólo fue un
aliento verde.
Tomé un taxi sin saber muy bien
adónde ir. Media hora más tarde me encontraba en ese bar de ficheras, cerca del
antiguo terminal de autobuses, sentado en la misma mesa de aquella noche. El
lugar estaba casi vacío. Ni siquiera había muchas mujeres. La puerta del baño
estaba cerrada. No había ninguna gorda con shores y botas baratas. Tampoco una
morena pálida. Ni un borracho impaciente. Pero eso era lo único que yo quería
ver, lo que estaba buscando. Que ahí estuvieran, honestamente borrachas, con las
nalgas pegadas al frío del suelo, casi abrazadas al altar del inodoro,
vomitando, riendo o llorando, riendo y llorando, todo al mismo tiempo. Así me
quedé, como esperando un instante, un movimiento sin sentido, el simple gesto
de pedir un cigarrillo. Esperando oír los gritos de cualquier hombre perdido en
una barra, la botella quebrada, una esquina de vidrio jugando a ser puñal, unas
mujeres mareadas bajo la desnudez de un bombillo. Y yo de pie, mirando un
estante lleno de botellas de ron. Y yo, sólo así, sin entender nada, sin saber
qué hacer, si quedarme o huir, sin saber en qué país vivo.
Alberto Barrera Tyszka