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lunes, 12 de junio de 2017

MOT - Festival de Literatura Girona - Olot



Escritores famosos

Cuando Hugo Chávez ganó las elecciones, Arismendi nos citó a todos en la biblioteca. El martes en la noche en la biblioteca, dijeron que dijo. Arismendi dirigía el taller de narrativa en la Escuela de Letras de la Universidad Central. Era flaco y alto, no huesudo, que es lo que sigue cada vez que alguien describe a un flaco alto. Arismendi tampoco fuma­ba. Ni tenía éxito entre el alumnado. Ese semestre, en el taller, nos habíamos inscrito diez estudiantes y, ya para ese martes en la noche, sólo quedábamos seis.
-¿Ustedes quieren llegar a ser escritores famosos? -preguntó.
Nadie supo qué contestar. Nadie supo a qué venía la pregunta. Jorge y yo nos miramos, como desdoblando una duda. Creo que en el fondo estábamos intimidados. Éramos unos renacuajos de 18 años, sin dema­siadas experiencias, un apenas que se estrenaba en la universidad. Y, sin embargo, Arismendi insistió: ¿quieren o no quieren ser escritores famosos? Dijimos que sí. Como niños a los que se les pregunta si saben qué es un coleóptero. No queríamos quedar mal.
Arismendi veía, en la nueva y peculiar circunstancia política del país, un pasaporte maravilloso, una ruta directa a nuestra probable gloria literaria. Según sus cálculos, más temprano que tarde, la revolu­ción bolivariana obligaría al mundo a poner sus inestables pupilas en Venezuela. ¡Por fin nos había llegado una gran oportunidad! Debíamos comenzar a escribir, de inmediato, relatos de resistencia, dramáticos episodios de perseguidos latinoamericanos, narraciones cargadas de una difícil heroicidad en lucha permanente contra la amenaza totalitaria. Tenemos que recuperar la tensión entre la intimidad y la tragedia histó­rica. ¿Alguno de ustedes ha leído a Marina Tsvietáieva? Les voy a traer un libro de ella para que vean. Arismendi tenía un entusiasmo de ace­ro inoxidable. Pensaba firmemente que debíamos seguir el ejemplo cubano. ¡No te digo yo un Cabrera Infante o un Reynaldo Arenas, pero la cantidad de escribidores de quinta que a cuenta de Fidel están en Miami, en Berlín o en Barcelona! ¿No lo entienden? ¡Este es nuestro momento! ¡Un chance así sólo se presenta una vez en la vida!
Al principio, Jorge y yo pensamos que Arismendi se había vuelto loco. A Jorge lo conocí el primer día de clases. A los dos nos gustó Maria­na, hasta que descubrimos que a Mariana le gustaba Angélica. A partir de ese tropiezo, de ese agujero en el orgullo, comenzamos a hacernos amigos. Fue él quien me contó sobre Arismendi. Es un escritor sin mucha suerte, decía Jorge. No era un tipo demasiado conocido. Había ganado un premio de narrativa en 1986, un dudoso concurso de provin­cia, convocado por la Asociación Nacional de Ganaderos alrededor de un único tema: «Motivos Rurales». Tenía una novela publicada que, por suerte, decía Jorge, había pasado por debajo de la mesa. Sin embargo, era frecuente verlo como jurado de diversos premios literarios. Jorge tenía su propia teoría para explicar el asunto. Arismendi, con notable frecuencia, llena todos sus textos con citas de los clásicos. Como si, más que contar algo, quisiera mostrar que quien escribe es un hombre muy culto. Eso decía Jorge. En cualquiera de sus narraciones, siempre apa­recen referencias a autores y obras importantes de la literatura univer­sal. Arismendi escribe frases así: «Y entonces, Cheo Camejo se sintió, de pronto, igual que Laurence Sterne al llegar a Calais». De esa manera, poco a poco, comenzó a hacerse fama de ciudadano que ha leído mucho, dueño de una frondosa cultura, de persona ideal para el oficio de jurado de concursos.
Aquella noche, después de la propuesta de Arismendi, Jorge y yo nos fuimos a beber. Casi siempre íbamos a alguno de los bares de ficheras que quedan cerca del antiguo terminal de autobuses, en los bordes del centro de la ciudad. Ese tipo de locales deplorables le encantaban a Jor­ge. Es una cuestión de honestidad, decía; esto es lo que nos merecemos, repetía sonriendo, mientras pedía más cerveza y otra caja de cigarrillos, por favor. En aquellos días no se hablaba de otra cosa sino de política. El país completo estaba intoxicado. Para Jorge, Chávez era un farsan­te, un payaso. Yo, en cambio, había votado por él en las elecciones.
Creía en su discurso en contra de la corrupción, en contra de los privilegios. ¿Cómo un país tan rico puede tener más del 60 por ciento de su población en condiciones de pobreza? Es igualito a los otros, ya verás, decía Jorge, No seas pendejo, algo así respondía yo. La madrugada nos sorprendió, descuidando la discusión y mirando a dos de las mujeres que trabajan en el lugar. Estaban ebrias, sentadas alrededor del inodo­ro del baño, medio abrazadas. No se podía precisar qué hacían ahí. Quizás alguna de las dos acababa de vomitar. Ambas parecían marea­das. Tampoco podía saberse si reían o lloraban, si reían y lloraban, todo al mismo tiempo. Una era gordita y de poca estatura. Vestía unos sho­res negros y unas botas baratas. La otra era morena pero yo la recuer­do muy pálida, quizás estaba enferma. Tenía el pelo ensortijado y una sonrisa melancólica. Un borracho, afuera, junto a la barra, las espera­ba. Parecía furioso. Mostraba su impaciencia haciendo sonar una bote­lla de cerveza sobre el mostrador. Les gritaba algo que ya no recuerdo. Pero las dos mujeres seguían igual, sin hacerle ningún caso. A veces se agarraban de las manos. Con las nalgas pegadas al piso, como dos mor­sas sin pasado, sin edad, vencidas por la luz del bombillo que guindaba desnudo del techo del baño.
Fue en un instante, cuando la gordita ladeó la cabeza y de pronto reparó en nosotros. La puerta del baño estaba entreabierta y, desde su posición, parecía que la mesa junto a la que Jorge y yo estábamos de repente se hubiera detenido frente a sus ojos. Con un gesto, casi risueño, nos preguntó si podíamos ofrecerle un cigarrillo. Ese ademán mínimo fue suficiente: el borracho rompió la botella contra el borde de la barra y se quedó con un trozo de vidrio en la mano. Yo me incorporé rápidamente, no sé muy bien para qué. En realidad no iba a pelearme con el borracho. Quizás me paré con la intención de salir huyendo, pero tampoco lo hice. Me quedé de pie, mirando las botellas de ron que esta­ban en el estante detrás de la barra, mientras el encargado del lugar y otro sujeto trataban de controlar al borracho, y las dos mujeres reían o lloraban, y se abrazaban de nuevo, apoyando los codos en la taza del excusado.
-¿Tú crees que así vas a llegar a ser un escritor famoso? -preguntó Jorge, en medio de una carcajada, cuando salimos del bar hacia la noche.
Una semana después, Arismendi ya estaba organizando nuestro futuro libro, una antología del novísimo cuento rebelde venezolano. Ahí, en esas páginas, estaríamos todos, es decir, los seis que formábamos parte del taller, y el mismísimo Arismendi, quien aseguraba estar tra­bajando ya en un par de cuentos.
Seguía vehemente, aunque nos pedía discreción: no vaya a ser que nos roben la idea, ¿ah? Arismendí llegaba a cada encuentro con enormes cantidades de material para nutrir nuestra inspiración. ¿Vieron lo que salió en la prensa? ¡Con la nueva constitución se alargó el período presidencial y se aprobó la reelección inmediata! ¿Alguno escuchó el dis­curso de anoche? ¡Cinco horas, carajo! ¡Estuvo cinco horas hablando! A mí me late que ese podría ser un buen tema: ya Chávez ha realizado tantos viajes al exterior que se calcula que, este año, le ha dado la vuelta al mundo tres veces. ¡Esto no es una revolución! ¡Es un lujo petrole­ro! No, no es algo que yo les quiera imponer, pero se me ocurre: cada vez que el Presidente dice que quien no está con él, está contra él, recuerdo la gran tradición literaria latinoamericana de la narrativa fiel dictador. Sólo es una sugerencia.
Hasta que, una tarde, Jorge dijo que no, que él, más bien, sólo quería escribir un relato sobre su padre. A Arismendi se le arrugó el páncreas. Jorge ni se dio por enterado. Su padre era un pensionado del Seguro Social. Tenía casi ochenta, mala salud y peor humor. El cuento era, según Jorge, sencillo: con el paso de los años, su padre se había ido con­virtiendo en un hombre desconfiado, con un gran temor ante lo que lo rodeaba. Ese miedo lo había ido llevando a tener una relación enfermi­za con el dinero, con el escaso dinero que tenía. Obsesionado, caminaba todos los días hasta una agencia bancaria, cercana a su casa, con la intención de constatar que sus ahorros seguían ahí: en la cuenta que le había dado el Seguro Social. No había manera de convencerlo de lo inú­til y descabellada que era tal acción. Se ponía peor: empezaba a sospe­char que por una oscura intención estaban intentando evitar que fuera al banco. Algunas veces llegó a hacer el mismo viaje y el mismo trámi­te dos veces: mañana y tarde. El desenlace de la historia tenía que ver con la mañana en que el padre de Jorge, saliendo del banco y en plan de regresar a su casa, se detiene frente a un espacio, una breve habitación rodeada de vidrios, donde hay cuatro cajeros automáticos. Mira el lugar corno si lo mirara por primera vez. De repente, parece tocado por una iluminación. Como encandilado ante un hallazgo superior, observa cómo la gente consulta su saldo en pequeños papelitos que luego tira al suelo. Aprovecha, entonces, la salida de un cliente para introducirse en el recinto. Desde entonces, cada día, pasa varias horas ahí, recogiendo con algún disimulo los papeles del suelo y leyéndolos rápidamente. A veces sonríe. Otras con cierta rabia, devuelve el papel al suelo. En ocasiones se guarda alguno en el bolsillo de su pantalón. Y eso es todo, dijo Jorge.
Nos quedamos por unos instantes en silencio. Yo le pregunté si la historia era real. Jorge tan sólo asintió. Arismendi, algo incómodo, le preguntó si su padre era chavista. Mi padre no sabe en qué país vive, contestó Jorge.
Cuando terminó el semestre casi nadie había terminado su cuento. Arismendi dejó la universidad, o tal vez lo corrieron, quién sabe. No lo volví a ver sino tres años después, en el entierro de Jorge. En todo ese tiempo, la situación en Venezuela había empeorado de manera catastrófica. Más que un país éramos un naufragio. Los setenta y cinco mil millones de dólares que, gracias a los altos precios del petróleo, reci­bió la revolución bolivariana, habían pasado a formar parte del eterno arte de las evaporaciones de nuestra historia nacional. El país estaba en quiebra. Teníamos casi dos millones de personas desempleadas. Los índices de pobreza no habían variado. Las denuncias de casos de corrup­ción se multiplicaban lujuriosamente. La única obra palpable del gobierno era un nuevo avión presidencial. Aun así, el discurso de Chá­vez continuaba siendo un grito de guerra. La sociedad estaba radical­mente dividida. Sólo se podía ser chavista o antichavista. La violencia era como una humedad que nos empapaba a todos, que nos envolvía, contenida pero en guardia, siempre a punto de. Se decía que desde el gobierno se organizaban brigadas armadas para enfrentar a cualquier disidente. Colgada en un lugar cercano al palacio de gobierno, firmada por las células bolivarianas, una pancarta decía: «No nos asusten con la muerte porque somos amantes del martirio».
El 11 de abril, una multitudinaria marcha, convocada por la oposi­ción, fue atacada por las balas de unos francotiradores. Murieron 20 personas. Una de ellas fue Jorge. Yo no estaba ahí, no fui a la movili­zación. Me enteré de todo a través del noticiero. Me enteré de Jorge por­que un amigo me llamó. En esos momentos todo era confuso. Un grupo de gente intentó aprovecharse y dar un golpe de Estado pero el alza­miento, torpe y autoritario, no duró tres días. Cuando los militares le devolvieron el poder al Presidente, nadie entendía qué ocurría. Un video le mostró al mundo a algunos miembros del partido de gobierno disparando desde un puente en contra de la muchedumbre. También dijeron que había mercenarios contratados por los golpistas para matar algunos manifestantes y producir el caos. Nunca se supo qué pasó. Siempre tuvimos más muertos que verdades. Cuando estábamos en la morgue, esperando el cadáver de Jorge, un funcionario, algo apenado, nos dijo que todo había sido una lamentable casualidad. El disparo ha podido darle a cualquiera. A ti, a mí, a cualquiera. Mala leche.
Pocos meses después vi la reseña en los periódicos. Arismendi pre­sentaba un libro de relatos. Por fin aparecía una foto suya -flaco, alto, no huesudo- en la portada de las páginas culturales. No fue difícil deducir que había persistido en su objetivo: el libro se llamaba Días de sangre. El titular de la prensa anunciaba que eran «historias de un país en resistencia». La presentación se realizaría el 11 de julio, en la noche y en una importante librería, como parte de los actos de conmemoración de la masacre del 11 de abril. Hernán Martínez, un dirigente de la sociedad civil opuesto al gobierno, tendría la responsabilidad de ejecutar las palabras de honor. Prohibido olvidar.
Llegué tarde a la librería. Había un grupo bastante grande de personas. Casi todos hablaban sobre el éxito de la marcha que se había rea­lizado ese mismo día. También había vino. En una mesa, en una esqui­na del local, estaban dispuestos pequeños grupos de libros, alrededor de un cartel que repetía el titular de la prensa: «historias de un país en resistencia». Tomé un ejemplar y lo hojeé de manera rápida. Como pellizcando con la vista cada título, el inicio de cada relato. Hasta que llegué al séptimo cuento. Se llamaba «Saldo en Rojo». Era la historia que había escrito Jorge, la historia de su padre yendo al banco, anclado en una pecera llena de cajeros automáticos, recogiendo papelitos. Aris­mendi había maquillado el relato, agregando, además, la propia expe­riencia de Jorge, inventando que el anciano era antichavista, un héroe asesinado en la marcha del 11 de abril. Casi se me cayó el libro al suelo. Como una piedra. Estaba paralizado. No sabía qué hacer. Alcé la cara y traté de buscar con la mirada a Arismendi. Nunca lo vi. Luego oí que alguien comentaba que una juez acababa de dejar en libertad a los francotiradores que hacía tres meses habían disparado, desde el puen­te, en contra de los manifestantes. Así le respondía el poder a la oposi­ción. Sentí la lengua llena de óxido. Salí. La noche sólo fue un aliento verde.
Tomé un taxi sin saber muy bien adónde ir. Media hora más tarde me encontraba en ese bar de ficheras, cerca del antiguo terminal de autobuses, sentado en la misma mesa de aquella noche. El lugar esta­ba casi vacío. Ni siquiera había muchas mujeres. La puerta del baño estaba cerrada. No había ninguna gorda con shores y botas baratas. Tampoco una morena pálida. Ni un borracho impaciente. Pero eso era lo único que yo quería ver, lo que estaba buscando. Que ahí estuvieran, honestamente borrachas, con las nalgas pegadas al frío del suelo, casi abrazadas al altar del inodoro, vomitando, riendo o llorando, riendo y llorando, todo al mismo tiempo. Así me quedé, como esperando un ins­tante, un movimiento sin sentido, el simple gesto de pedir un cigarrillo. Esperando oír los gritos de cualquier hombre perdido en una barra, la botella quebrada, una esquina de vidrio jugando a ser puñal, unas mujeres mareadas bajo la desnudez de un bombillo. Y yo de pie, miran­do un estante lleno de botellas de ron. Y yo, sólo así, sin entender nada, sin saber qué hacer, si quedarme o huir, sin saber en qué país vivo.

Alberto Barrera Tyszka