Filosofía
verde
En una de
esas madrugadas en que la niebla parece dar a los callejones más siniestros
una claridad lunar, dos hombres trataban de protegerse del frío en el umbral
algo saliente de un portal. Desharrapados, ambos de barba rala, no hablaban.
Apenas se abrazaban a sí mismos, abrigando las manos, flacas y de falanges
lívidas, en los sobacos, bajo la sisa de las chaquetas ajadas, casi con
seguridad provenientes de la beneficencia o de algún basurero. No se podrá
decir su profesión, sin que una risa sorprendida nos asome a los labios, una
risa de Falstaff que sueña, o de Mefistófeles que hace metafísica. Aquellos dos
hombres, que se calentaban con el propio aliento, pertenecían a una categoría
que, por ser ilegal, tiene más asegurada su pervivencia. Eran simplemente cazadores
de muertes súbitas. ¡Oh, todos nosotros sabemos lo que son muertes súbitas!
Una apoplejía para las clases pudientes, cuando el héroe transita de un barrio
a otro, de un extremo a otro de la ética, y reconoce al final que no le ha
valido de nada dar un paso, pues la muerte hace que se toquen todos los
extremos. El fin, que nunca nos parece prematuro, pero sí fatal, para los seres
anónimos, y éste no tiene nombre ni insufla los vientos de la curiosidad.
Aquellos dos
seres nocturnos vivían de esa empresa, más macabra todavía por ser ridícula,
de pescar los muertos en la vía pública; aquellos que mató la congestión, o el
corazón detuvo en el camino; los que paralizó el frío en la posición de quien
todavía respira la ternura del pecho materno, o los que postró el hambre,
arañando la tierra y pegando a ella una boca todavía esperanzada, humilde.
Cuando el
aspecto del muerto denunciaba a un burgués, aunque fuera de ingresos limitados,
lo escamoteaban al furgón que hacía el traslado entre esos lugares y la
morgue, lo entregaban a domicilio, y esperaban, como buenos funcionarios, la
propina. En las zonas en que trabajaban, entablaban relaciones con la policía
que hacía la ronda, buenas personas siempre, que usaban de la violencia más
por timoratos que por valientes. No era extraño que, merced a una piedad
cómplice, los cazadores de muertes súbitas quedaran bajo su protección. Y de
esa autoridad bonachona, que no se preguntaba la razón para olvidarse de la
ley, provenían las informaciones más ambicionadas.
-¿Entonces,
señor guardia, esta noche, nada?
-No hay
nada...
Se separaron. Unos cobijándose en las entradas de los portales, cerca
del carrito que las sombras ocultaban; el otro prosiguiendo la ronda, el capote
salpicado de un rocío fino, que era como limaduras de plata que viniesen
oscilando en la niebla.
Esa era, al
parecer, una de las noches en que no había nada. Los dos vigías velaban en vano
en su lugar estratégico, saltando a la pata coja para no entumecerse, y
profiriendo maldiciones sordas y sin cólera. En aquella callejuela roída por
los salientes de viejos balcones, se experimentaba la sensación de asistir al
estertor del silencio. Eran como clamores filtrados por un tiempo infinito,
gemidos que las propias piedras emitían, una queja de fatiga resignada, de
dolor que su propia conciencia de eternidad hace pasivo, pero que, no obstante,
no desfallece. Uno de los hombres se había metido más adentro en el vano del
portal, buscando un hueco donde encogerse y posiblemente dormitar. El otro
habló, moviendo con dificultad los labios blanquecinos.
-¡No te
quedes quieto, si no quieres aparecer en los periódicos!
-Déjame...
-murmuró el que se había encogido, la cara hundida en el pecho, entre las
solapas arrugadas de la chaqueta. Y no dijo nada más; se quedó quieto,
esforzándose por concentrar todo el calor, evitando los movimientos, que eran
como alfilerazos penetrándole la piel ablandada, gastada, como una tela
demasiado usada. En el extremo de la calle cegada por las tinieblas, se oyó,
tenue y distinta, la señal del guarda.
-Tenemos
clientela, vamos -dijo el que permanecía de pie, saltando y sacudiéndose como
si se hubiera quemado-. Vamos -repitió. Bajó a la acera; las alpargatas se le
pegaban a las lajas húmedas, y él temblaba, traspasado por la niebla, en la que
se recortaba como una silueta gris verdosa y ligeramente plateada en los
bordes.
-Hay un tipo
por ahí -le informó el guarda.
-Tieso como un palo de escoba, sólo quisiera saber cómo se las van a
arreglar con él. Parece que está muerto desde que empezó el mundo y que podría
mantenerse así hasta que se acabe.
-Tiene de esa sangre que se cuaja -dijo conspicuo y confidencial, el
cazador de muertes súbitas, mientras seguía andando. Reparó en que su compañero
no lo seguía, y le lanzó algunas maldiciones, a las que la falta de solemnidad
y convicción debían debilitar en sus efectos.
-Aquí está el
sujeto. Me viene al pelo...
Se agachó
junto al cuerpo, y le dio la vuelta. La linterna iluminó una cara hierática,
con el hundimiento de un golpe en la sien; líquidos viscosos le fluían de las
fosas nasales, y la boca, cerrada, tenía una expresión mística y casi
sonriente. Parecía pertenecer a esa clase de escribientes que llevan su profesión,
como una marca a fuego, en la tez macilenta, en la expresión abatida y en lo
terrible de la mirada abandonada, vil porque nada espera, sin que, sin embargo,
se haya extinguido en ella la ansiedad de los deseos. Bajo los bordes de las
mangas del abrigo raído, llevaba puestos aún los manguitos de sarga negra que
los elásticos gastados dejaban sueltos en las muñecas. Volvía tal vez de una
sesión nocturna de contabilidad, de pasar libros, recurso extraordinario de
sus necesidades sobre las que planea siempre el terror de la miseria, más
agotadora que el combate, en campo abierto, con la propia miseria. Tenía en el
dedo medio un callo que le había producido la pluma, y que estaba impregnado
de tinta violeta. Pero las uñas eran largas, cuidadas, pulidas, como las de un
guitarrista; las llevaba en punta, curvas, bien limadas en los bordes,
atendidas con ese capricho ingenuo que es, a veces, un tic maniático, una
especie de placer ocioso en una vida estrangulada por las inquietudes, los
peligros, o simplemente la chata mediocridad. ¡Cuántas cosas extrañas,
complejas, denunciaban aquellas uñas en forma de garra, sopladas con el
aliento, lustradas en la manga o en la franela de los pantalones, retocadas con
cuchilla de afeitar y cortaplumas, miradas a distancia en forma analítica,
aprobatoria, crítica! ¡Qué profundas maravillas de anhelos audaces, ardientes,
traían a la superficie del hombre cuyos pasos, cuyas palabras, cuya realidad no
eran más que trivialidad, chatura, un arrastrarse de cosas y de pensamientos
vanos!
El guarda se
separó un poco; el chasquido de la linterna, al apagarse, tuvo la resonancia de
una aldaba fina, de cobre, que hubiera dejado caer.
-Llame al
otro, y dense prisa -dijo, rudamente. Le dio el documento del muerto, que le
había sacado de la cartera-. Han tenido suerte. A veces no hay manera de
identificarlos.
Una vez más,
el cazador de muertes súbitas miró alrededor, buscando al compañero,
mascullando palabrotas y amenazas, saltando como un orangután que se excita.
Por fin, retrocedió hacia la callejuela que había convertido en su puesto de
vigilancia, de una carrera llegó al portal, que franqueó para tropezar con el
bulto del que enrollado, la barbilla metida entre las rodillas, parecía
dormir. Lo sacudió, con brutalidad, y, aunque sin pensar totalmente en él, lo
llamó por su nombre, con una entonación airada y fraternal. Pero, por su
parte, el otro había muerto; no tenía ya un hálito de vida, de energía, de
calor, en esa envoltura que yacía enroscada como un ovillo de hilo de hilvanar,
inconsciente, blando. Tenía los párpados cerrados y dormía, sí, con una arruga
de perplejidad en la frente, que, desaparecida, le dibujaría un trazo más
claro, tanto tiempo la había tenido. Quizá se le había formado en la infancia y
se había habituado a ella. Dormía, no más ciego ahora que sus ojos se tornaban
vidriosos, fríos como canicas, y, como ellas, irisados de colores nublados,
esfumados. Su pelo es el único adorno de la nuca, que doblada, parece ofrecerse
a un cuchillo de matarife; sus manos están entrelazadas, apretando el vacío;
su corazón está ahora tranquilo, y él duerme. Como ese moho que nace en las
cunetas, en la podredumbre de que se nutre, no inspira enfado, ni siquiera
disgusto. Pero al ver bajo esa materia, ese color de hongo, una piel humana,
entonces nuestro pecho cederá con la intensidad del asombro. Del asombro, de la
incredulidad, de la sorpresa, y de nada más. No hay dolor que ofrendar, ni
lástima que sentir. Apenas espanto, la humillación, el deseo de recaer también
en ese destino que nos haga hermanos en el infierno y en el lodo, ya que la luz
es escasa y el acaso un insulto que, evitándonos, nos avergüenza.
El cazador de
muertes súbitas meditaba, junto a su compañero. Conocía a su amiga, un ser
frustrado como un tallo que nunca floreció. Decir que ella lo amaba, es otorgar
al amor un nuevo sentido, toda vez que aquella dedicación de animal enfermo,
aquellas traiciones de hembra que en el pozo de la rutina más desalentadora y árida busca aún una esperanza, la aventura,
es una forma de amor y de odio, la propia raíz de la vida, unidad y dualidad
fatales. Ella lo recibiría con los aullidos que nacen más de los nervios que
del corazón, luego lloraría, besándolo con esos mimos que nos hacen volver el
rostro angustiado, porque sólo en los jóvenes, en los que son bellos y llevan
el sello espléndido de la vitalidad en el brillo de la mirada, en el cándido
fuego de los sentidos, sólo en ellos los admitimos.
«Está -pensó
el hombre- el otro muerto...» y es que el dilema le parecía insoluble. Si
arrastraba al amigo hasta el cuartucho donde, como la lava, se escurría la
humedad, y donde lo recibiría la terrible mujer que lo acribillaría con
acusaciones e injurias, perdería aquel otro cadáver cuyo transporte le valdría
la ganancia de aquella noche y tal vez de muchos días más. Dos veces se movió
para dejar el cuerpo en su abrigo del portal, y otras tantas se detuvo, hesitó
y volvió. El muerto era sólo un fardo, pero tan presente como si algo vivo se
expresara por él, le insinuara poderes y leyes. «Está el otro...» -pensaba
todavía el hombre. Y veía un postigo encristalado que se abría, oía una voz
somnolienta, entorpecida, irritada por el timbrazo a deshora; después, las
exclamaciones trémulas, las luces que se encienden, los pasos que se arrastran
por el pasillo alfombrado, sollozos que vibran, sofocados y apagados; por fin,
la mano que da la gratificación y cierra lentamente la puerta, como quien se
aísla y divide dos mundos, dos pedazos de vida.
Con un gemido
de renuncia y de rencor contra sí mismo y contra el tirano que lo vencía de esa
manera, cogió al compañero muerto, lo puso en el carrito, y se alejó con él.
Los tragó a ambos la desembocadura del callejón que se abría hacia otras calles
sucias y solitarias. De lejos, en el fulgor verde de la niebla, él parecía una
raíz salida de la tierra, que se mantiene en la superficie, nudosa y
aniquilada, con pequeños tumultos de savia creando inesperadamente milagros
de vida. Como los olivos de la isla de Mallorca, secos, centenarios, devorados
por el tiempo, descarnados, y gesticulantes como impotentes fantasmas que se
contorsionan con un dolor estático, dolor que la propia conciencia de eternidad
hace pasivo, sin, por eso, reducirlo; como esos árboles muertos, de cuyos brazos
extintos brota, un día, una pequeña rama ardiente y verde, así era él. Como la filosofía verde de una hoja tierna,
encantadora y brillante, así era la generosidad del hombre que se alejaba con
el carrito, de donde colgaban los miembros inertes del muerto. Y toda su
historia estaba tal vez en la filosofía verde de aquella noche.
Agustina
Bessa Luis