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domingo, 4 de junio de 2017

Nautalia


Filosofía verde                  

En una de esas madrugadas en que la niebla pa­rece dar a los callejones más siniestros una claridad lunar, dos hombres trataban de protegerse del frío en el umbral algo saliente de un portal. Desharrapa­dos, ambos de barba rala, no hablaban. Apenas se abrazaban a sí mismos, abrigando las manos, flacas y de falanges lívidas, en los sobacos, bajo la sisa de las chaquetas ajadas, casi con seguridad provenientes de la beneficencia o de algún basurero. No se podrá decir su profesión, sin que una risa sorprendida nos asome a los labios, una risa de Falstaff que sueña, o de Mefistófeles que hace metafísica. Aquellos dos hombres, que se calentaban con el propio aliento, pertenecían a una categoría que, por ser ilegal, tiene más asegurada su pervivencia. Eran simplemente caza­dores de muertes súbitas. ¡Oh, todos nosotros sabe­mos lo que son muertes súbitas! Una apoplejía para las clases pudientes, cuando el héroe transita de un barrio a otro, de un extremo a otro de la ética, y re­conoce al final que no le ha valido de nada dar un paso, pues la muerte hace que se toquen todos los extremos. El fin, que nunca nos parece prematuro, pero sí fatal, para los seres anónimos, y éste no tiene nombre ni insufla los vientos de la curiosidad.
Aquellos dos seres nocturnos vivían de esa em­presa, más macabra todavía por ser ridícula, de pes­car los muertos en la vía pública; aquellos que mató la congestión, o el corazón detuvo en el camino; los que paralizó el frío en la posición de quien todavía respira la ternura del pecho materno, o los que pos­tró el hambre, arañando la tierra y pegando a ella una boca todavía esperanzada, humilde.
Cuando el aspecto del muerto denunciaba a un burgués, aunque fuera de ingresos limitados, lo es­camoteaban al furgón que hacía el traslado entre esos lugares y la morgue, lo entregaban a domicilio, y esperaban, como buenos funcionarios, la propina. En las zonas en que trabajaban, entablaban relacio­nes con la policía que hacía la ronda, buenas perso­nas siempre, que usaban de la violencia más por ti­moratos que por valientes. No era extraño que, mer­ced a una piedad cómplice, los cazadores de muertes súbitas quedaran bajo su protección. Y de esa auto­ridad bonachona, que no se preguntaba la razón para olvidarse de la ley, provenían las informaciones más ambicionadas.
-¿Entonces, señor guardia, esta noche, nada?
-No hay nada...
Se separaron. Unos cobijándose en las entradas de los portales, cerca del carrito que las sombras ocultaban; el otro prosiguiendo la ronda, el capote salpicado de un rocío fino, que era como limaduras de plata que viniesen oscilando en la niebla.
Esa era, al parecer, una de las noches en que no había nada. Los dos vigías velaban en vano en su lugar estratégico, saltando a la pata coja para no entu­mecerse, y profiriendo maldiciones sordas y sin có­lera. En aquella callejuela roída por los salientes de viejos balcones, se experimentaba la sensación de asistir al estertor del silencio. Eran como clamores filtrados por un tiempo infinito, gemidos que las propias piedras emitían, una queja de fatiga resigna­da, de dolor que su propia conciencia de eternidad hace pasivo, pero que, no obstante, no desfallece. Uno de los hombres se había metido más adentro en el vano del portal, buscando un hueco donde encogerse y posiblemente dormitar. El otro habló, moviendo con dificultad los labios blanquecinos.
-¡No te quedes quieto, si no quieres aparecer en los periódicos!
-Déjame... -murmuró el que se había encogi­do, la cara hundida en el pecho, entre las solapas arrugadas de la chaqueta. Y no dijo nada más; se quedó quieto, esforzándose por concentrar todo el calor, evitando los movimientos, que eran como al­filerazos penetrándole la piel ablandada, gastada, como una tela demasiado usada. En el extremo de la calle cegada por las tinieblas, se oyó, tenue y distin­ta, la señal del guarda.
-Tenemos clientela, vamos -dijo el que perma­necía de pie, saltando y sacudiéndose como si se hu­biera quemado-. Vamos -repitió. Bajó a la acera; las alpargatas se le pegaban a las lajas húmedas, y él temblaba, traspasado por la niebla, en la que se recortaba como una silueta gris verdosa y ligeramen­te plateada en los bordes.
-Hay un tipo por ahí -le informó el guarda.
-Tieso como un palo de escoba, sólo quisiera saber cómo se las van a arreglar con él. Parece que está muerto desde que empezó el mundo y que po­dría mantenerse así hasta que se acabe.
-Tiene de esa sangre que se cuaja -dijo cons­picuo y confidencial, el cazador de muertes súbitas, mientras seguía andando. Reparó en que su compa­ñero no lo seguía, y le lanzó algunas maldiciones, a las que la falta de solemnidad y convicción debían debilitar en sus efectos.
-Aquí está el sujeto. Me viene al pelo...
Se agachó junto al cuerpo, y le dio la vuelta. La linterna iluminó una cara hierática, con el hundi­miento de un golpe en la sien; líquidos viscosos le fluían de las fosas nasales, y la boca, cerrada, tenía una expresión mística y casi sonriente. Parecía per­tenecer a esa clase de escribientes que llevan su pro­fesión, como una marca a fuego, en la tez macilenta, en la expresión abatida y en lo terrible de la mirada abandonada, vil porque nada espera, sin que, sin embargo, se haya extinguido en ella la ansiedad de los deseos. Bajo los bordes de las mangas del abri­go raído, llevaba puestos aún los manguitos de sar­ga negra que los elásticos gastados dejaban sueltos en las muñecas. Volvía tal vez de una sesión noc­turna de contabilidad, de pasar libros, recurso extra­ordinario de sus necesidades sobre las que planea siempre el terror de la miseria, más agotadora que el combate, en campo abierto, con la propia miseria. Tenía en el dedo medio un callo que le había pro­ducido la pluma, y que estaba impregnado de tinta violeta. Pero las uñas eran largas, cuidadas, pulidas, como las de un guitarrista; las llevaba en punta, curvas, bien limadas en los bordes, atendidas con ese capricho ingenuo que es, a veces, un tic maniá­tico, una especie de placer ocioso en una vida estran­gulada por las inquietudes, los peligros, o simple­mente la chata mediocridad. ¡Cuántas cosas extrañas, complejas, denunciaban aquellas uñas en forma de garra, sopladas con el aliento, lustradas en la manga o en la franela de los pantalones, retocadas con cu­chilla de afeitar y cortaplumas, miradas a distancia en forma analítica, aprobatoria, crítica! ¡Qué pro­fundas maravillas de anhelos audaces, ardientes, traían a la superficie del hombre cuyos pasos, cuyas palabras, cuya realidad no eran más que trivialidad, chatura, un arrastrarse de cosas y de pensamientos vanos!
El guarda se separó un poco; el chasquido de la linterna, al apagarse, tuvo la resonancia de una aldaba fina, de cobre, que hubiera dejado caer.
-Llame al otro, y dense prisa -dijo, rudamente. Le dio el documento del muerto, que le había saca­do de la cartera-. Han tenido suerte. A veces no hay manera de identificarlos.
Una vez más, el cazador de muertes súbitas miró alrededor, buscando al compañero, mascullando pa­labrotas y amenazas, saltando como un orangután que se excita. Por fin, retrocedió hacia la callejuela que había convertido en su puesto de vigilancia, de una carrera llegó al portal, que franqueó para tro­pezar con el bulto del que enrollado, la barbilla me­tida entre las rodillas, parecía dormir. Lo sacudió, con brutalidad, y, aunque sin pensar totalmente en él, lo llamó por su nombre, con una entonación airada y fra­ternal. Pero, por su parte, el otro había muerto; no tenía ya un hálito de vida, de energía, de calor, en esa envoltura que yacía enroscada como un ovillo de hilo de hilvanar, inconsciente, blando. Tenía los párpados cerrados y dormía, sí, con una arruga de perplejidad en la frente, que, desaparecida, le dibujaría un trazo más claro, tanto tiempo la había tenido. Quizá se le había formado en la infancia y se había habituado a ella. Dormía, no más ciego ahora que sus ojos se tornaban vidriosos, fríos como canicas, y, como ellas, irisados de colores nublados, esfumados. Su pelo es el único adorno de la nuca, que doblada, parece ofre­cerse a un cuchillo de matarife; sus manos están en­trelazadas, apretando el vacío; su corazón está ahora tranquilo, y él duerme. Como ese moho que nace en las cunetas, en la podredumbre de que se nutre, no inspira enfado, ni siquiera disgusto. Pero al ver bajo esa materia, ese color de hongo, una piel humana, entonces nuestro pecho cederá con la intensidad del asombro. Del asombro, de la incredulidad, de la sor­presa, y de nada más. No hay dolor que ofrendar, ni lástima que sentir. Apenas espanto, la humillación, el deseo de recaer también en ese destino que nos haga hermanos en el infierno y en el lodo, ya que la luz es escasa y el acaso un insulto que, evitándonos, nos avergüenza.
El cazador de muertes súbitas meditaba, junto a su compañero. Conocía a su amiga, un ser frustrado como un tallo que nunca floreció. Decir que ella lo amaba, es otorgar al amor un nuevo sentido, toda vez que aquella dedicación de animal enfermo, aque­llas traiciones de hembra que en el pozo de la rutina más desalentadora y árida busca aún una espe­ranza, la aventura, es una forma de amor y de odio, la propia raíz de la vida, unidad y dualidad fatales. Ella lo recibiría con los aullidos que nacen más de los nervios que del corazón, luego lloraría, besándolo con esos mimos que nos hacen volver el rostro angus­tiado, porque sólo en los jóvenes, en los que son bellos y llevan el sello espléndido de la vitalidad en el brillo de la mirada, en el cándido fuego de los sen­tidos, sólo en ellos los admitimos.
«Está -pensó el hombre- el otro muerto...» y es que el dilema le parecía insoluble. Si arrastraba al amigo hasta el cuartucho donde, como la lava, se escurría la humedad, y donde lo recibiría la terrible mujer que lo acribillaría con acusaciones e injurias, perdería aquel otro cadáver cuyo transporte le val­dría la ganancia de aquella noche y tal vez de mu­chos días más. Dos veces se movió para dejar el cuer­po en su abrigo del portal, y otras tantas se detuvo, hesitó y volvió. El muerto era sólo un fardo, pero tan presente como si algo vivo se expresara por él, le insinuara poderes y leyes. «Está el otro...» -pen­saba todavía el hombre. Y veía un postigo encrista­lado que se abría, oía una voz somnolienta, entor­pecida, irritada por el timbrazo a deshora; después, las exclamaciones trémulas, las luces que se encien­den, los pasos que se arrastran por el pasillo alfom­brado, sollozos que vibran, sofocados y apagados; por fin, la mano que da la gratificación y cierra len­tamente la puerta, como quien se aísla y divide dos mundos, dos pedazos de vida.
Con un gemido de renuncia y de rencor contra sí mismo y contra el tirano que lo vencía de esa manera, cogió al compañero muerto, lo puso en el carrito, y se alejó con él. Los tragó a ambos la desembocadura del callejón que se abría hacia otras calles sucias y solitarias. De lejos, en el fulgor verde de la niebla, él parecía una raíz salida de la tierra, que se mantie­ne en la superficie, nudosa y aniquilada, con peque­ños tumultos de savia creando inesperadamente mi­lagros de vida. Como los olivos de la isla de Mallor­ca, secos, centenarios, devorados por el tiempo, des­carnados, y gesticulantes como impotentes fantasmas que se contorsionan con un dolor estático, dolor que la propia conciencia de eternidad hace pasivo, sin, por eso, reducirlo; como esos árboles muertos, de cuyos brazos extintos brota, un día, una pequeña rama ardiente y verde, así era él. Como la filosofía verde de una hoja tierna, encantadora y brillante, así era la generosidad del hombre que se alejaba con el ca­rrito, de donde colgaban los miembros inertes del muerto. Y toda su historia estaba tal vez en la filo­sofía verde de aquella noche.

Agustina Bessa Luis