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jueves, 8 de junio de 2017

Moa Art Museum (Japan)


Cuento de una noche de nieve

Recuerdo que aquel día estuvo nevando desde por la mañana. Acababa de terminar de coser los monpe (1) para Otsuru (mi sobrina), por lo que al salir del instituto fui a visitar a mi tía en el barrio de Nakano para dárselos. A cambio, ella me regaló dos surume. (2)  Para cuando llegué de vuelta a la estación de Kichijóji ya era de noche. La nieve alcanzaba los treinta centímetros y seguía cayendo. Yo esta­ba radiante. Como llevaba botas de agua, me puse a andar por donde más nieve había. Cuando llegué a la altura del buzón de correos que hay cerca de mi casa, me di cuenta de que había perdido los calamares que llevaba envueltos en papel de periódico bajo el brazo. A pesar de ser una des­cuidada y una despistada, por lo general no se me suelen caer las cosas. ¿Habría sido por haber estado saltando como una tonta entre la nieve? Aquello hizo que mi buen ánimo se esfumara. Lo cierto es que me da vergüenza admitir que me deprimí por el simple hecho de que se me cayeron unos calamares de camino a casa, pero es que quería regalárselos a mi cuñada, que va a dar a luz en verano. Como tiene que alimentar al bebé también, tiene que comer el doble. Quizás sea por eso por lo que dicen que tener un bebé en la tripa da mucha hambre.
Mi cuñada, que es muy distinta a mí, siempre suele ir muy bien arreglada y con mucha elegancia. Hasta no hace mucho, comía muy poco, como si fuese un canario, y nun­ca merendaba. Pero, desde hace un tiempo, tiene tanta hambre que incluso se avergüenza de ello. De vez en cuan­do le entran hasta antojos. Días atrás, mientras recogíamos los platos de la cena, me dijo en voz baja y suspirando:
—Siento la boca amarga. Daría lo que fuera por poder chupar unos surume...
Desde entonces estuve dándole vueltas al asunto de los surume. Y como justo aquel día dio la casualidad de que mi tía de Nakano me había regalado unos, volví a casa toda ilusionada porque me apetecía darle una sorpresa. Por eso me puse tan triste cuando me di cuenta de que los había perdido por el camino.
Como ya sabes, en mi casa somos tres: mi hermano, mi cuñada y yo. Mi hermano es escritor, y es un tanto especial. Tiene ya casi cuarenta años, pero nunca ha publicado nada que haya tenido éxito y él y su mujer siempre andan con problemas de dinero. No hace más que decir que se encuen­tra fatal y se pasa los días metido en la cama. A pesar de ello, tiene un carácter muy fuerte y siempre nos está regañando.
Además, aunque sea muy hablador, jamás nos ayuda con las tareas del hogar, por lo que es al final mi pobre cuñada la que tiene que hacerlo todo, incluso los trabajos en los que se requiere la fuerza de un hombre. Un día me enfadé y le dije:
—Hermano, podrías coger la mochila y salir a comprar verduras o algo de vez en cuando. Casi todos los maridos de las demás vecinas lo hacen.
A lo que me contestó furioso:
—¡Idiota! ¡Yo no soy un hombre cualquiera! ¡Kimiko! —Que es como se llama mi cuñada—. Esto también va por ti. Recordad bien, porque lo diré solo una vez. Aunque nos estemos muriendo de hambre, jamás haré algo tan mi­serable como salir a hacer la compra. ¡Que no se os olvide! He de mantener el poco orgullo que me queda.
Vale. Reconozco que nos soltó un buen discurso. Al escu­charlo, puedo encontrar razonable que un hombre no quiera hacer la compra, pero en el caso de mi hermano no sé si lo dice por ser un auténtico defensor del orgullo patrio o por simple pereza.
Mis padres eran de Tokio, pero mi hermano y yo naci­mos en la ciudad de Yamagata, debido a que mi padre tra­bajaba en una oficina del Gobierno allí. Cuando mi padre falleció, mi hermano tendría alrededor de veinte años y yo todavía era muy pequeña. Mi madre se vino a Tokio con nosotros dos a cuestas. El año pasado, mi madre falleció, así que ahora en casa solamente somos mi hermano, su mujer y yo. Al no tener familiares en ningún pueblo, nadie nos manda alimentos del campo, como ocurre en otras familias. Además, como mi hermano es un tipo extraño que no se re­laciona con los demás, no tenemos oportunidad de que nos regalen nada nunca. Por eso, aunque solamente se tratase de dos surume, estaba ilusionada, porque imaginaba que mi cuñada se alegraría muchísimo cuando se los diera.
Aunque pueda parecer un comportamiento inapropiado, decidí dar media vuelta y volver despacio por el camino que había recorrido a ver si así lograba recuperarlos. Como era de esperar, no encontré ni rastro de ellos. Era demasiado difícil identificar el papel de periódico de color blanco en un camino cubierto de nieve, además de que seguía nevan­do sin parar. Llegué hasta cerca de la estación de Kichijóji, pero allí no se podía ver ni una piedra. Suspiré y sujeté el paraguas con fuerza. Alcé la mirada hacia el cielo, que ya se encontraba totalmente oscuro, y vi cómo miles de copos re­voloteaban ante mis ojos como si fuesen luciérnagas. «¡Qué bonito!», pensé. De vez en cuando, los árboles a ambos la­dos de la calle se mecían ligeramente, como si suspirasen debido a los montones de nieve que tenían acumulados en sus ramas, haciendo que estas se doblasen. Sentí como si me hallase en un mundo de fantasía y por un momento me ol­vidé de los surume. De pronto, se me ocurrió una gran idea. ¡Le llevaría aquel precioso paisaje nevado a mi cuñada! Sería un regalo mil veces mejor que los surume. Además de que es vergonzoso llegar a aferrarse de tal manera a un simple alimento. Tenía que dejar de pensar en ello.
Recuerdo que una vez mi hermano me enseñó que el ojo humano era capaz de conservar los paisajes que veía:
—Si te fijas en una bombilla y cierras los ojos, la podrás ver claramente dentro de tus párpados, ¡no es así? Esa es la clave. Hay un cuento danés que habla sobre esto. Érase una vez... —Y entonces me contó una historia preciosa. Aun­que los cuentos que suele contar mi hermano son bastante disparatados y no me suelo fiar nada de ellos, este, aunque sonaba igual de absurdo, me pareció muy bonito:
«Érase una vez, en Dinamarca, un médico que tenía que hacer la autopsia de un joven marinero que había naufraga­do. Durante el proceso, examinó sus ojos con un micros­copio. Allí descubrió que en su retina aparecía grabada la escena de una hermosa familia cenando. La familia parecía muy alegre. Cuando el médico se lo comentó a su amigo, que era escritor, este le dio inmediatamente una explicación para aquel fenómeno tan extraño:
"Aquel joven marinero naufragó y las fuertes olas lo arras­traron hasta tierra firme, junto a un faro. El marinero, feliz por la suerte que había tenido, acudió a pedir ayuda. Im­pulsado por el impacto de una gran ola, se agarró a una de las ventanas, donde vio a la familia del guardián del faro dispuesta a comenzar una modesta cena. '¡Oh, no! Si gri­to ahora pidiendo socorro desesperadamente, estropearé la felicidad de la que goza esta familia, pensó el pobre mari­nero, mientras perdía la fuerza de los dedos con los que se agarraba al marco de la ventana. Justo en ese momento, otra fuerte ola le arrastró de nuevo a alta mar. Seguro que esto fue lo que ocurrió. Aquel marinero fue la persona más amable y noble que este mundo haya visto jamás".
El médico compartió la teoría de su amigo escritor y jun­tos rezaron por el alma de aquel joven marinero ahogado».
A mí la historia me pareció preciosa, y decidí creer en ella. Aunque no se pudiera demostrar científicamente. Durante aquella noche nevada me acordé de aquel bonito relato, por lo que decidí grabar aquel bello paisaje nevado en mis retinas para, cuando llegase a casa, poder decirle a mi cuñada: «Her­mana, mira dentro de mis ojos. Hará que tengas un bebé precioso».
Porque hay otra cosa que quiero contar. El otro día, mi cuñada estaba en su habitación y le dijo a mi hermano:
—Me gustaría que decorases las paredes con retratos de gente bella, por favor. Si los contemplo todos los días, nues­tro hijo nacerá muy guapo también —dijo riéndose.
Entonces, mi hermano asintió seriamente con la cabeza y dijo:
—Hum... educación prenatal. Eso es muy importante.
Colocó dos fotografías de máscaras de Noh (3) en la pared. La primera se trataba de una hermosa reproducción de una máscara Magojiro y la segunda era una preciosa Yuki no Ko omote, las dos bellísimas. La habitación quedó ideal, hasta que colocó una tercera fotografía de sí mismo con el ceño fruncido presidiendo las máscaras.
—Quita esa fotografía de ahí, por favor. Solo de verla me pongo mala.
Mi cuñada, por lo general, es una mujer bastante sumisa, pero no podía aguantar aquella fotografía de su marido, que es bastante feo.
No me extraña que quisiese quitarla. Estoy segura de que a base de contemplar aquella imagen todos los días, el bebé acabaría saliéndole con cara de mono. ¿Acaso mi hermano se pensará que es una persona atractiva con esa cara que tie­ne? ¡Menudo personaje! Mi cuñada solo quiere contemplar las cosas más bellas de este mundo para que su bebé le salga precioso. Sabía que si le enseñaba aquel paisaje nevado que grabaría en el fondo de mis ojos, su alegría sería diez veces mayor que si simplemente le hubiese dado los surume.
Así que dejé de buscar los calamares y me dediqué a con­templar fijamente el paisaje nevado mientras iba de camino a casa. Cuando llegué, sentí como si aquel blanco paisaje hubiese impregnado todo mi cuerpo y se hubiese alojado dentro de mí.
—¡Hermana! Mírame a los ojos. Hay un hermoso paisaje escondido al fondo —le dije a mi cuñada.
—¿Qué? ¿Qué te ha pasado? —dijo riéndose mientras se levantaba y me agarraba de los hombros—.
Vamos a ver, ¿qué te has hecho en los ojos?
—¿No te acuerdas de lo que nos contó mi hermano un día? Eso de que las imágenes que acabas de ver se te quedan guardadas en la retina.
—No suelo prestar atención a las historias de papá. (4)  Siempre está bromeando.
—¡Pero aquella historia era verdad! Por favor, mírame a los ojos, hermana. Mientras volvía a casa, procuraba irme fijando en todos los paisajes nevados con los que me encontraba. Todos eran preciosos. Por favor, mírame fija­mente. Así tu bebé nacerá con una piel tan bonita y suave como la nieve.
Mi cuñada me miró en silencio. Supongo que estaría pensando qué responderme.
—¡Eh! —En aquel momento, mi hermano salió de la ha­bitación—. En vez de mirar los aburridos ojos de Shunko —que es como me llamo—, será cien veces mejor que mi­res los míos.
—¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?! —En aquel momento, le odié tanto que me entraron ganas de pegarle—. Pero si tu mujer me dijo que se ponía mala solo de mirarte a los ojos.
—Eso es mentira. Pasé los primeros veinte años de mi vida en Yamagata rodeado de montañas y cumbres nevadas. Cuando vinimos a Tokio, Shunko era todavía muy peque­ña. Por eso, como no se acuerda de los maravillosos paisajes nevados de Yamagata, se emociona como una tonta con la porquería de nieve que cae en Tokio. He visto muchísimos más paisajes nevados que ella, cientos de miles, tantos que hasta me llegué a hartar de la nieve. Además, es obvio que mis ojos son mucho mejores que los suyos.
Me dio tanta rabia que estuve apunto de echarme a llo­rar. Entonces, mi cuñada salió en mi defensa. Sonrió y dijo tranquilamente:
—Pero los ojos de papá, además de haber visto cientos de miles de hermosos paisajes, también han visto cientos de miles de cosas horribles, ¿no es así?
—¡Es verdad, es verdad! —dije yo—. ¡Eso es! Tienes muchas más cosas malas que buenas dentro de ti. Por eso tienes los ojos tan amarillos y tan turbios.
—Pero qué idiota eres.
Mi hermano se enfadó y se volvió a meter en la habita­ción de seis tatamis. Y ahí se acabó la discusión. 

Osamu Dazai

(1) monpe: Pantalones de mujer, anchos y con los bajos estrechados para que puedan realizar labores y moverse con facilidad. Durante la segunda guerra mundial era obligatorio que todas las mujeres los llevasen.
(2) surume: Calamares abiertos que se dejan secar al sol.
(3) Noh: Drama lírico japonés que es representado con máscaras.
(4) En las familias japonesas, la mujer suele llamar al marido «padre» y el marido a la mujer «madre».