Hace unos dos mil años, vivía en
Roma un esclavo llamado Androcles. Era un hombre menudo, afable y tímido, a
quien inspiraba gran terror su cruel amo que solía repartir azotes entre los
esclavos por la menor falta. Androcles no era feliz trabajando para ese señor,
y, un buen día, cuando viajaba con él por África, emprendió la fuga
rápidamente.
Androcles corrió hacia la selva,
donde sabía que nadie le buscaría. Descalzo, cubierto sólo con la breve túnica
de los esclavos romanos y sin arma alguna, corrió y corrió sin parar. Hacia el
anochecer, cayó agotado en la entrada de una cueva y se durmió. Cuando
despuntaba la aurora, un rugido terrorífico que retumbó por toda la cueva
haciéndola temblar como si hubiese tenido lugar un terremoto, despertó a
Androcles. Éste casi murió de pánico al divisar ante la abertura un gigantesco
león que rugía sin cesar.
El león prosiguió rugiendo sin
avanzar ni retroceder. Androcles esperaba morir entre sus fauces de un momento
a otro: pero, de pronto, observó que una de las zarpas del león estaba
sangrando.
"Tal vez ruja de dolor, la
pobre bestia", dijo para sus adentros. Con gran lentitud y suavidad se
acercó al león para ver lo que hacía sangrar la pata.
Descubrió en seguida una gran astilla hincada
en la parte mollar de la zarpa, lo cual debía causar mucho dolor al pobre
animal. Androcles empezó a decirle palabras tranquilizadoras, como haríamos con
un niño cuando le duele algo. "Procuraré ayudarte", dijo suavemente.
Y levantando la pata herida, tiró con mucho, con muchísimo cuidado, de la
astilla. El león pareció entender que Androcles intentaba socorrerle, y cuando
salió la astilla, lamió el rostro de Androcles con su enorme lengua, rasposa y
húmeda.
Androcles y el león se hicieron
muy buenos amigos. Vivieron juntos y lo compartieron todo como hermanos. El
león fue a cazar ciervos y conejos, Androcles fue a pescar en arroyos y lagos,
y recogió bayas de los arbustos. Cada tarde, los dos compañeros repartieron su
botín. El león se habituó a comer bayas, como Androcles, y las saboreó casi con
tanto placer como la carne de ciervo.
Y los años transcurrieron felices
para ambos, amigos.
Un día, cuando Androcles se
encontraba solo en la cueva, pasó por allí una patrulla de soldados romanos que
buscaban esclavos fugitivos. Le capturaron nada más verlo y se lo llevaron
consigo.
Por aquellos días, cuando se
apresaba a un esclavo fugitivo, lo usual era echarlo al circo, con las bestias
salvajes. Así, pues, Androcles, encadenado en una mazmorra, aguarda ese cruel
destino.
Uno de los espectáculos
preferidos en la antigua Roma era la lucha entre bestias salvajes sobre la
arena del circo. Unas veces, se enfrentaban dos leones contra dos tigres u
osos, otras, un hombre armado contra el ser irracional, y, por fin, otras, un
hombre indefenso ante la bestia carnicera.
Para mantener bien alimentados a
esos animales se les echaban esclavos fugitivos.
Por fin, llega el día en que
Androcles debía ser arrojado a los leones. La nerviosa muchedumbre romana, muy
aficionada a los espectáculos crueles, llenaba el circo para presenciar la
interesante escena. Androcles fue conducido a la arena por una galería, y por
otra surgía un león fiero y hambriento.
Androcles cerró los ojos y luego
se arrodilló para recibir la muerte. Pero cual no sería el asombro de la
delirante multitud cuando el león en lugar de hacerle pedazos en el acto, trotó
hacia él, le lamió por todas partes y saltó de alegría como un enorme
perro! ¡Era el león de Androcles que
exteriorizaba su júbilo al dar inesperadamente con su amigo!
La masa aulló de entusiasmo.
Todos creyeron que Androcles era un mago capaz de domesticar leones
hambrientos, y exigieron que le pusieran en libertad. Androcles compareció ante
el emperador, quien le devolvió la libertad y le ofreció satisfacer cualquiera
de sus deseos. "Cesar -dijo Androcles, haciendo una profunda reverencia-,
¿Puede acompañarme mi amigo, el león?" El emperador ordenó que también se
le liberara. Todos acudieron a presenciar la marcha de Androcles, quien
escoltado por el león atravesó el gran mercado de Roma y abandonó la ciudad.
Juntos regresaron a los bosques, donde vivieron tan felices como antaño.
Anónimo