¿Existen en la
naturaleza fuerzas cuyo modo de actuar
nos es totalmente desconocido, y cuyos efectos podemos, sin embargo, percibir en nosotros, o en el medio que nos rodea, en ciertas
circunstancias raras, o en
ciertos anormales estados psíquicos?
¿Hay, fuera del
mundo material, más allá de lo que nuestra
inteligencia puede someter a medida, una
existencia aparte, un mundo distinto, un diferente aspecto de lo real?
El que algunos
animales posean sentidos cuyo funcionalismo se nos escapa, por ejemplo,
parecería, desde luego, confirmar la presencia de tales fuerzas.
Por otra parte,
a veces, iguales órganos, en un tipo zoológico, presentan enormes diferencias
de sensibilidad, en el desempeño de una misma función. Así, mientras algunos
mamíferos son sordos, o poco menos, las mulas poseen una agudeza de oído muy
superior a la del caballo. Y aun es de creer que la facultad que el vulgo les
atribuye, de presentir los peligros, provenga de un sexto sentido,
correspondiente a un orden desconocido de la energía cósmica.
Aparte del
natural temor que la noche infunde en casi
todos los seres, puesto que les priva de las percepciones visuales, tan importantes en la lucha
por
la vida, tengo por indudable que después de la puesta del sol entran efectivamente en
acción aquellas fuerzas.
Fue a la hora
crepuscular cuando la mula de un amigo mío, muy mansa, no se dejó quitar el
freno con el potrerizo de la finca; el cual, una hora después caía muerto en la
cocina de los peones...
¿Qué vio la mula en la cara del hombre, o
qué olió en él, o qué sintió...?
Desde luego, se sabe que el estado eléctrico de la atmósfera cambia del día a la noche, y que estos cambios influyen
directamente sobre el mundo orgánico, y hasta modifican el funcionamiento de
ciertos aparatos.
Por una
flagrante contradicción entre lo que hay
en mí de razonador y científico, por una parte, y de instintivo y
atávico, por otra, nunca he logrado, a pesar de una larga cultura intelectual,
substraerme a la influencia inquietante de la noche.
Sin creerme un
cobarde, ni ser un neurótico visionario, confieso que un panteón o un bosque
desierto, a medianoche, pesan en mi corazón con todas las angustias del
presentimiento; y esa prodigiosa bóveda celeste que no acaba nunca sobre mi
cabeza, me abisma en un horror al vacío infinito y negro, en el cual, siempre
que estoy solo de noche y a cielo descubierto, tengo la sensación de caer y
caer vertiginosamente, boca arriba.
¡Muchas veces
se me han erizado los cabellos en tales momentos! ¡Y cuántas he sentido cerca
de mí la presencia, en las tinieblas, de algo que no es alguien, pero que
existe, que es! ¿Acaso la condensación de esas fuerzas?... ¿Acaso el espectro de
las cosas?...
¡Qué sé yo!
Y bien. Tenéis
derecho a reír, vosotros, los sanos, los equilibrados. Me llamaréis loco; pero
lo que os voy a contar es tan absolutamente cierto, que a fin de convenceros de
mi veracidad, habré de confesaros toda la verdad, toda la triste verdad.
Yo me había
enviciado en el whisky y en la coca..., y esta circunstancia explica en parte
el inusitado suceso en que fui actor.
En aquella
época de mis excesos alcohólicos, una noche, muy tarde, me fui a dormir,
impresionado con la muerte de un pariente que agonizara desde mediodía.
(Tengo en mi
cuarto un esqueleto, propiedad del Colegio Nacional, en el que suelo estudiar.)
En cuanto abrí
la puerta de mi cuarto (debo hacer constar que en casa no había nadie), tuve la
sensación de la presencia de ese alguien... Con gran cuidado cerré la puerta y
encendí prestamente un fósforo.
Al dar un paso
hacia mi cama para encender la vela que estaba en el velador, vi que el
esqueleto alzaba una mano y la asentaba sobre un libro; uno de
los libros que había en la mesa junto a
la cual estaba colgado el esqueleto.
Encendí la
vela.
Al darme cuenta
de todo eso, realicé un poderoso esfuerzo de voluntad para dominar el miedo que
me ahogaba; y sereno, impasible,
lógico, me propuse llevar el análisis del caso hasta el último límite.
Y pensé: puesto
que el esqueleto se ha movido, sepamos por qué causa se ha movido.
Abrí el libro,
sobre el cual se apoyaba la mano, que era la derecha, y leí el título: El
crimen y la locura, por A. Maudsley. Conocía yo la obra. Contiene
historias de criminales y su estudio patológico. El autor es inglés. Se refiere a crímenes cometidos en Inglaterra
y en Francia. El esqueleto era preparado en Francia. Tenía una placa: «Jules
Talric, preparador». Sabido es que las prisiones suministran a estos industriales
el material...
Durante mi
ausencia, ¿habría estado leyendo el esqueleto, en el libro, quizá su propia
biografía? Pues según los promedios antropométricos, el esqueleto había
pertenecido a un asesino.
Sin embargo,
mirándole de cerca, me fue imposible descubrir signo alguno de vida en sus
órbitas vacías, y comprobé que la caja torácica permanecía transparente entre
las costillas.
Luego,
vigilándole siempre, anduve en cuatro pies, mirando debajo de los muebles, a fin
de constatar si no sería algún gato el agente del hecho inexplicable.
Formulé la
hipótesis de una corriente eléctrica que, imantando de golpe las articulaciones
de hierro, hubiese determinado la contracción del brazo; pero mi incompetencia en física volvía
inútil la teoría.
Otra vez me
enfrenté al esqueleto. Yo sentía una desesperación rabiosa por investigar y
aclarar el misterio; sentía que me estaba trastornando poco a poco el horrible
misterio; y en un acceso violento, irresistible, lancé una descomunal carcajada
que resonó por la casa desmantelada y oscura; y empujándole como a un péndulo,
hice oscilar al esqueleto en su
perno. Y el eco de mi risotada, y el seco chocar de los huesos, llevaron al
paroxismo mi exaltación nerviosa. ¡Oh...! Cuando estéis a medianoche solo en vuestro cuarto, lanzad, si podéis, una carcajada, os lo ruego.;
—¡O yo te haré
confesar la verdad o me matarás! —grité al esqueleto.
Sí. Era
preciso, era urgente, apurar todos los medios de prueba, pues iba de lo
contrario a enloquecerme.
Con un ardor
febril lo destornillé de su pedestal, lo vestí con un pantalón y un saco, lo
senté de codos a la mesa, en mi propio sillón, y le acomodé mi revólver en la
mano derecha, haciéndolo apuntar a la
puerta, con el percutor alzado, y el dedo índice sobre el resorte del gatillo.
Retrocedí un
paso para contemplarlo.
Pero el miedo
me venció. Y entonces, agazapándome, retrocediendo, vigilándolo siempre,
agarrándome a la mesa para no caer, intenté de un salto ganar la puerta. ¡El esqueleto
me apuntó y sonó un tiro!...
Aquella mañana
me bajaron del tejado. Me había quedado cataléptico, abrazado a una chimenea.
Juan Carlos Dávalos