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viernes, 30 de junio de 2017

Ponferrada


El caso del esqueleto

¿Existen en la naturaleza fuerzas cuyo modo de actuar nos es totalmente desconocido, y cuyos efectos podemos, sin embargo, percibir en nosotros, o en el medio que nos rodea, en ciertas circunstancias raras, o en ciertos anormales estados psíquicos?
¿Hay, fuera del mundo material, más allá de lo que nuestra inteligencia puede someter a medida, una existencia aparte, un mundo distinto, un diferente aspecto de lo real?
El que algunos animales posean sentidos cuyo funcionalismo se nos escapa, por ejemplo, parecería, desde luego, confirmar la presencia de tales fuerzas.
Por otra parte, a veces, iguales órganos, en un tipo zoológico, presentan enormes diferencias de sensibilidad, en el desempeño de una misma función. Así, mientras algunos mamíferos son sordos, o poco menos, las mulas poseen una agudeza de oído muy superior a la del caballo. Y aun es de creer que la facultad que el vulgo les atribuye, de presentir los peligros, provenga de un sexto sentido, correspondiente a un orden desconocido de la energía cósmica.
Aparte del natural temor que la noche infunde en casi todos los seres, puesto que les priva de las percepciones visuales, tan importantes en la lucha por  la vida, tengo por indudable que después de la puesta del sol entran efectivamente en acción aquellas fuerzas.
Fue a la hora crepuscular cuando la mula de un amigo mío, muy mansa, no se dejó quitar el freno con el potrerizo de la finca; el cual, una hora después caía muerto en la cocina de los peones...
¿Qué vio la mula en la cara del hombre, o qué olió en él, o qué sintió...?
Desde luego, se sabe que el estado eléctrico de la atmósfera cambia del día a la noche, y que estos cambios influyen directamente sobre el mundo orgánico, y hasta modifican el funcionamiento de ciertos aparatos.
Por una flagrante contradicción entre lo que hay  en mí de razonador y científico, por una parte, y de instintivo y atávico, por otra, nunca he logrado, a pesar de una larga cultura intelectual, substraerme a la influencia inquietante de la noche.
Sin creerme un cobarde, ni ser un neurótico visionario, confieso que un panteón o un bosque desierto, a medianoche, pesan en mi corazón con todas las angustias del presentimiento; y esa prodigiosa bóveda celeste que no acaba nunca sobre mi cabeza, me abisma en un horror al vacío infinito y negro, en el cual, siempre que estoy solo de noche y a cielo descubierto, tengo la sensación de caer y caer vertiginosamente, boca arriba.
¡Muchas veces se me han erizado los cabellos en tales momentos! ¡Y cuántas he sentido cerca de mí la presencia, en las tinieblas, de algo que no es alguien, pero que existe, que es! ¿Acaso la condensación de esas fuerzas?... ¿Acaso el espectro de las cosas?...
¡Qué sé yo!
Y bien. Tenéis derecho a reír, vosotros, los sanos, los equilibrados. Me llamaréis loco; pero lo que os voy a contar es tan absolutamente cierto, que a fin de convenceros de mi veracidad, habré de confesaros toda la verdad, toda la triste verdad.
Yo me había enviciado en el whisky y en la coca..., y esta circunstancia explica en parte el inusitado suceso en que fui actor.
En aquella época de mis excesos alcohólicos, una noche, muy tarde, me fui a dormir, impresionado con la muerte de un pariente que agonizara desde mediodía.
(Tengo en mi cuarto un esqueleto, propiedad del Colegio Nacional, en el que suelo estudiar.)
En cuanto abrí la puerta de mi cuarto (debo hacer constar que en casa no había nadie), tuve la sensación de la presencia de ese alguien... Con gran cuidado cerré la puerta y encendí prestamente un fósforo.
Al dar un paso hacia mi cama para encender la vela que estaba en el velador, vi que el esqueleto alzaba una mano y la asentaba sobre un libro; uno de los libros que había en la mesa junto a la cual estaba colgado el esqueleto.
Encendí la vela.
Al darme cuenta de todo eso, realicé un poderoso esfuerzo de voluntad para dominar el miedo que me ahogaba; y sereno, impasible, lógico, me propuse llevar el análisis del caso hasta el último límite.
Y pensé: puesto que el esqueleto se ha movido, sepamos por qué causa se ha movido.
Abrí el libro, sobre el cual se apoyaba la mano, que era la derecha, y leí el título: El crimen y la locura, por A. Maudsley. Conocía yo la obra. Contiene historias de criminales y su estudio patológico. El autor es inglés. Se refiere a crímenes cometidos en Inglaterra y en Francia. El esqueleto era preparado en Francia. Tenía una placa: «Jules Talric, preparador». Sabido es que las prisiones suministran a estos industriales el material...
Durante mi ausencia, ¿habría estado leyendo el esqueleto, en el libro, quizá su propia biografía? Pues según los promedios antropométricos, el esqueleto había pertenecido a un asesino.
Sin embargo, mirándole de cerca, me fue imposible descubrir signo alguno de vida en sus órbitas vacías, y comprobé que la caja torácica permanecía transparente entre las costillas.
Luego, vigilándole siempre, anduve en cuatro pies, mirando debajo de los muebles, a fin de constatar si no sería algún gato el agente del hecho inexplicable.
Formulé la hipótesis de una corriente eléctrica que, imantando de golpe las articulaciones de hierro, hubiese determinado la contracción del brazo; pero mi incompetencia en física volvía inútil la teoría.
Otra vez me enfrenté al esqueleto. Yo sentía una desesperación rabiosa por investigar y aclarar el misterio; sentía que me estaba trastornando poco a poco el horrible misterio; y en un acceso violento, irresistible, lancé una descomunal carcajada que resonó por la casa desmantelada y oscura; y empujándole como a un péndulo, hice oscilar al esqueleto en su perno. Y el eco de mi risotada, y el seco chocar de los huesos, llevaron al paroxismo mi exaltación nerviosa. ¡Oh...! Cuando estéis a medianoche solo en vuestro cuarto, lanzad, si podéis, una carcajada, os lo ruego.;
—¡O yo te haré confesar la verdad o me matarás! —grité al esqueleto.
Sí. Era preciso, era urgente, apurar todos los medios de prueba, pues iba de lo contrario a enloquecerme.
Con un ardor febril lo destornillé de su pedestal, lo vestí con un pantalón y un saco, lo senté de codos a la mesa, en mi propio sillón, y le acomodé mi revólver en la mano derecha, haciéndolo apuntar a la puerta, con el percutor alzado, y el dedo índice sobre el resorte del gatillo.
Retrocedí un paso para contemplarlo.
Pero el miedo me venció. Y entonces, agazapándome, retrocediendo, vigilándolo siempre, agarrándome a la mesa para no caer, intenté de un salto ganar la puerta. ¡El esqueleto me apuntó y sonó un tiro!...
Aquella mañana me bajaron del tejado. Me había quedado cataléptico, abrazado a una chimenea.

Juan Carlos Dávalos