A
Gia le encantaba fumar un puro después de comer, sentado en un sillón y con
plumas de indio en la cabeza. Tal era su costumbre, y no había nada raro en
ello. La gente tiene costumbres diversas y no hay por qué sorprenderse. Por
ejemplo, Pepi, hermano de Gia, no desayunaba sin antes cazar, como mínimo,
cuatro cormoranes. Otro hermano, Kaku, tragaba aros de barril, su hermana Heja
se cargaba veinte medallas en la espalda, la otra hermana, Hipa, cazaba
chimpancés con lazo y jugaba a la lotería. Cada uno tiene, pues, por lo que
vemos, sus rarezas, y hay que dejar a la gente en paz.
Pero
Gia no tenía sosiego. En cuanto se sentaba en el sillón después de comer,
encendía el puro y se ponía las plumas en la cabeza, de inmediato aparecía toda
la familia: uno de los hermanos, atragantado con los aros, daba gritos de
indignación, el otro sacudía enfurecido las manos, llenas de cormoranes recién cazados,
una hermana, con las medallas tintineando en la espalda, le reprochaba
severamente la indecencia de su comportamiento y la otra, con un chimpancé
colgando del lazo y un manojo de billetes de lotería en la mano, gritaba que
nunca consentiría que un hermano suyo hiciera el tonto de esa manera.
-¿Pero
qué queréis que haga? -se quejaba Gia-. ¿Queréis que me ponga el puro en la
cabeza y fume las plumas?
-Al
menos eso sería más honesto -sentenciaba el hermano mayor.
-Y
menos embarazoso -añadía una hermana.
-Pero
yo no disfrutaría con ello -intentaba explicar Gia.
-¿Y
qué? -gritaban todos al unísono-. ¡El hombre no vive solo para el placer! ¡Eres
un egoísta y solo piensas en ti!
Gia,
resignado, se quitaba las plumas de la cabeza y tiraba el puro. Cada día igual,
por lo que Gia no tenía ni un momento para dedicarse tranquilamente a su
actividad preferida. Finalmente se hartó y, para no exponerse a burlas
continuas, empezó a fumar en pipa y a ponerse en la cabeza, en lugar de plumas,
un sombrero de copa corriente. Los hermanos lo dejaron en paz.
Pero
después de un tiempo, Gia se dio cuenta de que algunas de las costumbres de sus
hermanos y hermanas le empezaban a fastidiar en extremo. Simplemente, no podía
ver a su hermano mayor tragándose aros de barril. Se contuvo durante mucho
tiempo, hasta que un día explotó.
-¡No
soporto más -gritó- que tragues aros de esos todo el tiempo! ¡Es vergonzoso!
Curiosamente,
después de decírselo, los hermanos y las hermanas, que antes tanto le
criticaban sus costumbres, lo apoyaron enseguida y reprendieron al otro hermano
por sus hábitos indecorosos. El hermano se defendió durante un tiempo, pero
ante tanto grito se rindió. Dejó los aros y empezó a tragarse los muelles que
sacaba del sofá. Entonces lo dejaron en paz.
Ahora
le tocó el turno al hermano pequeño, que cada día, antes de desayunar, cazaba
cormoranes. Resultó que los hermanos tampoco podían aguantarlo, especialmente
los dos mayores. El hermano pequeño cedió ante la presión de los reproches y,
apenado, dejó los cormoranes y empezó a cazar ibis por la mañana. Cada día
traía a casa cuatro ibis, y de este modo los hermanos se quedaron satisfechos.
Sin
embargo, el problema continuaba. Forzaron a una de las hermanas a dejar de
cargarse medallas en la espalda: el tintineo de las medallas molestaba tanto a
los hermanos y a la hermana pequeña que, finalmente, dieron rienda suelta a su
indignación. Heja dejó las medallas en un rincón y, para consolarse, empezó a
tomar regularmente baños de gelatina de arándano y comenzó a estudiar ciertas
lenguas orientales que nunca existieron y que nadie conocía.
Finalmente
le tocó el turno a la hermana pequeña. Todos los hermanos le dijeron que su
afición por cazar chimpancés y jugar a la lotería los ponía en ridículo y que
ya estaban más que hartos de sus juegos. Gritaron tanto tiempo que, al final,
Hipa dejó su pasatiempo con un suspiro de tristeza. Se compró un trombón y con
él empezó a hacer burbujas de jabón y, en vez de jugar a la lotería, empezó a
jugar en la bolsa. Los hermanos se quedaron satisfechos y todo se apaciguó.
La
calma reinó un tiempo y todos dejaron de echarse en cara sus malas costumbres.
Pero, algún tiempo después, se puso de manifiesto que, realmente, el asunto no
estaba resuelto. Los nuevos hábitos de cada uno empezaron a fastidiar tanto a
los demás que el ambiente en casa se volvió insoportable. Se peleaban
constantemente y cada cual exigía al resto que dejara inmediatamente una u otra
actividad, porque resultaban inaguantables.
La
situación se hizo insufrible. Antes estaban todos en contra de uno y después de
otro, pero ahora estaban todos contra todos al mismo tiempo. Las riñas y los
insultos llenaban todos sus encuentros. Y dado que todos ellos estaban
enfadados entre sí, cada cual, por separado, cultivaba su pasatiempo de manera
mucho más intensa y visible para fastidiar a los demás.
Eso
duró mucho tiempo, hasta que un día se produjo un cambio inesperado. Vino de
otra ciudad, para vivir con sus hermanos, la hermana más pequeña, Kiwi. Kiwi
era joven y no quería molestar a nadie. Dejaba, sin protestar, que sus hermanos
cazaran ibis, hicieran burbujas de jabón con un trombón, se tragaran muelles y
se bañaran en gelatina. A ella le gustaba comer caramelos. Se los compraba en
la tienda de al lado y, simplemente, se los comía con fruición.
Y
fueron precisamente los caramelos lo que llevó las peleas domésticas al límite.
Era algo que realmente nadie podía aguantar. En cuanto Kiwi llegaba a casa y
sacaba una bolsa de caramelos, el hermano mayor, Pepi, saltaba de repente del
sillón, la señalaba con el dedo y gritaba indignado:
-¡Oh,
oh, caramelos! ¡Está comiendo caramelos!
Enseguida,
el hermano mediano, Gia, venía corriendo de otra habitación y pataleaba
enfurecido.
-¿Qué
ven mis ojos? ¡Caramelos! -tronaba a pleno pulmón-. ¡Está comiéndose caramelos!
Las
dos hermanas, Heja y Hipa, aparecían sin demora junto a Kiwi y su hermano
pequeño Kaku ya estaba ahí. Se juntaban todos alrededor de ella, chillando de
indignación y gritando uno tras otro.
-¡Kiwi!
¡Entra en razón! ¡Caramelos! ¿Te das cuenta de lo que estás haciendo?
-¡Kiwi!
¿Estás mal de la cabeza? ¡Caramelos!
-¡Kiwi!
¡Te has vuelto loca! ¡Caramelos!
-¡Kiwi!
¡Quieres hundir a tu familia! ¡Caramelos!
-¡Kiwi!
¿Dónde está tu moral? ¡Caramelos!
-¡Caramelos!
¡Caramelos! ¡Caramelos!
Cuanto
más gritaban, más se excitaban y se indignaban, cosa que les hacía gritar aún
más fuerte; y cuanto más gritaban, más crecía su excitación y más indignados se
ponían, con lo que aún gritaban con más fuerza.
La
pobre Kiwi, atemorizada, tragaba los caramelos con lágrimas en los ojos y no
decía nada, porque tenía miedo de enfurecer más a sus hermanos y hermanas.
Estaba, pues, en medio de la habitación entre los gritos y los dedos que la
señalaban y, llorosa, se comía los caramelos. El griterío no paraba hasta que
Kiwi terminaba los caramelos; y los hermanos y hermanas quedaban tan agotados
de gritar que se retiraban a sus habitaciones resoplando de indignación.
Esta
escena se repetía cada día, pero, por lo que parecía, Kiwi era un caso
incurable. Oía los gritos con lágrimas en los ojos, pero, a pesar de ello, cada
día traía sus caramelos y se los comía en medio de la habitación.
En
consecuencia, en la casa se produjo un cambio fundamental. La indignación que
provocaban las vergonzosas prácticas de Kiwi dejó en la sombra el resto de
cuestiones. Ya no tenían ni siquiera fuerzas ni ganas de irritarse unos con
otros, pues todos juntos se irritaban con Kiwi. A medida que se irritaban, se
ponían de acuerdo entre sí hasta que dejaron totalmente de pelearse. Así pues,
en la casa reinaban la armonía y la paz, que se interrumpían solo cuando Kiwi
comía los malditos caramelos.
Cuando
la familia se juntaba, Pepi, tragando sus muelles, suspiraba con dificultad y
decía:
-Ay,
esa Kiwi! ¡Qué bien estaríamos todos juntos si no fuera por esos asquerosos
caramelos!
-¡Es
terrible! -gemía Heja desde su bañera llena de gelatina de arándano-. ¡Es
realmente terrible! ¡Esa Kiwi es el oprobio de toda nuestra familia!
-¡Qué
vergüenza! ¡Qué vergüenza! -añadía Gia bajo su verde sombrero de copa-. No
entiendo cómo nosotros, unos hermanos tan bien avenidos y cariñosos, tenemos
una hermana pendenciera que, con sus caramelos, nos hace la vida imposible.
-Tampoco
lo entiendo yo, queridos míos -se quejaba Hipa agitando el trombón por encima
de una palangana llena de espuma-. De verdad que no lo entiendo. ¿Podéis creer
que esa Kiwi está comiendo caramelos constantemente? Llevándonos todos tan bien
y, de repente, ¡una cosa así!
-¡Ya
está! ¡Hay que acabar con eso! -decía Kaku con firmeza-. No podemos permitir
que Kiwi nos amargue la vida. Al fin y al cabo, somos hermanos. Tenemos que
querernos unos a otros. No podemos tener en casa interminables riñas por culpa
de esos asquerosos caramelos.
Tanto
se quejaron, movieron la cabeza con desaprobación, lloraron, se asombraron y
maldijeron su destino que, finalmente, llegaron a la conclusión de que debían
poner las cosas claras. Le dijeron a Kiwi:
-Lo
sentimos, tienes que marcharte de nuestra casa. No podemos permitir que
arruines nuestras vidas con tus horrorosos caramelos. Tienes que buscarte otro
domicilio.
Kiwi
no dijo nada. ¿Y qué podía decir? Abandonó la casa en busca de otro lugar para
vivir. Y, realmente, en cuanto se fue, otra vez la paz y la tranquilidad
reinaron en la casa.
-¿Lo
veis? ¿Qué os decía yo? -dijo Pepi acomodándose en el sillón-. Ahora tenemos
paz y armonía.
-Paz,
armonía y amistad -añadió Kaku.
-
Y se acabó lo de los malditos caramelos -intervino Heja.
-Me
sabe mal -dijo Hipa-, pero no podíamos hacer otra cosa. No convertiremos
nuestra casa en un infierno por culpa de la pequeña Kiwi y sus caramelos.
Gia
también movía con aprobación la cabeza. Reinaban la armonía y un ambiente agradable.
Pero, de repente, Gia se acordó de algo. Silenciosamente, fue a otro cuarto,
donde en un rincón se hallaban las plumas, cubiertas de polvo por no haber sido
usadas durante mucho tiempo, junto a un puro a medio fumar. Cogió una y otra
cosa, les quitó el polvo y, volviendo al comedor, se topó con Pepi que,
sigilosamente, bajaba del ático algunos viejos aros de barril. Se abrió una
puerta y apareció la cabeza de Heja con el lazo para cazar chimpancés y, tras
otra puerta, por donde Hipa acababa de desaparecer, se oyó el sonido metálico
de unas medallas.
Leszek
Kolakowski