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viernes, 3 de febrero de 2017

Carmona, Lucero de Europa, un Museo



La boda                           

En una pequeña estación, entre Roma y Génova, el revisor abrió la puerta y, ayudado por un engrasador, todo sucio, metió en nuestro compartimiento, sujetándolo casi en vilo, a un vejete pequeñajo y tuerto.
-¡Es muy viejecito! -dijeron a un tiempo, son­riendo bonachones.
Pero el viejo resultó tener bríos; después de dar las gracias, alzando la rugosa mano, a quienes le habían ayudado, se quitó alegre y cortés el roto sombrero de­jando al descubierto la canosa cabeza y, mirando con su único ojo avizor a los tapizados bancos, preguntó:
-¿Me permiten ustedes?
Le hicieron sitio, se sentó, dejó escapar un suspiro de alivio y, luego de posar las manos sobre las huesudas rodillas, sonrió bondadoso con la desdentada boca.
-¿Va usted lejos, abuelo? -le preguntó mi compañero.
-¡No, sólo tres estaciones más allá! -repuso de buena gana el tuerto-. Voy a la boda de mi nieto...
Y al cabo de unos minutos, contaba locuaz, acompañado del traqueteo de las ruedas del tren, balan­ceándose como una rama tronchada en un día des­apacible:
-Soy de Liguria; nosotros, todos los ligurinos so­mos muy fuertes. Yo, por ejemplo, tengo trece hijos, cuatro hijas y tantos nietos, que he perdido la cuenta; éste es el segundo que se casa. Buena cosa, ¿verdad que sí?
Y mirando orgulloso a todos con su ojo, descolorido ya, pero aún alegre, dijo riendo bajito:
-¡Ya ven cuánta gente he dado a la patria y al rey!
-¿Que cómo perdí el ojo? ¡Oh, eso fue hace mucho!, entonces yo era todavía un chiquillo, pero ayudaba ya a mi padre. Estaba él cavando en un viñedo, y nuestra tierra es dura, pedregosa, requiere muchos cuidados. Una piedra saltó de la azada del padre y me dio en un ojo; no recuerdo el dolor, pero, cuando estábamos co­miendo, se me cayó el ojo. ¡Aquello fue espantoso, signori!... Me lo volvieron a poner en su sitio y le aplicaron un migajón de pan caliente, ¡pero el ojo estaba muerto!
El viejo se frotó con fuerza la mejilla, terrosa, flác­cida, sonriendo de nuevo bondadoso y alegre.
-Por aquel tiempo no había tantos doctores y la gente vivía más tontamente, ¡desde luego! Aunque puede que fuera más buena. ¿Eh?
Y su rostro apergaminado, con un solo ojo, surcado de profundas arrugas y cubierto de un vello verde grisá­ceo como el musgo, tomó en aquel instante una expre­sión pícara, jubilosa.
-Cuando se ha vivido tanto como yo, se puede ha­blar sin temor, de la gente. ¿Verdad que sí?
Alzó aleccionador el índice obscuro, engarfiado, como amenazando a alguien.
-Les contaré, signori, algo de la gente...
-Cuando murió mi padre, yo tenía trece años, ¡y ya ven ustedes lo pequeño que soy, incluso ahora! Pero era infatigable y hábil para el trabajo, fue todo lo que me dejó de herencia mi padre, pues nuestra casa y la tierra las vendieron para pagar las deudas. Y así viví, con un ojo y dos manos, trabajando en todas partes donde me daban trabajo... Era duro, pero los jóvenes no temen al trabajo. ¿No es así?
-A los diez y nueve años tropecé con la muchacha que me había deparado el destino para que la amase. Era tan pobre como yo, aunque más corpulenta y fuerte, vivía con su madre, una vieja enferma, y como yo, tra­bajaba donde podía. No era muy guapa, pero sí buena y lista. Y con una voz... ¡qué voz tenía! Cantaba como una artista, ¡y eso ya es una riqueza! Yo tampoco can­taba mal.
-"¿Nos casamos?", le pregunté.
-"¡Sería un disparate, tuerto! -respondió con tristeza-. Ni tú ni yo tenemos nada, ¿cómo vamos a vivir?"
-Era la pura verdad: ¡ni ella ni yo teníamos dónde caernos muertos! ¿Pero qué se necesita para el amor cuando se es joven? Todos ustedes saben lo poco que se necesita para el amor; insistí y me salí con la mía.
-"Oye, tal vez tengas razón -dijo al fin Ida-. Si la Santa Madre de Dios nos ayuda a los dos ahora que vivimos separados,  ¡más fácil le será, desde luego, ayudarnos cuando vivamos juntos!" ­
-¡Fuimos a ver al cura.
-"¡Eso es una locura! -nos dijo-. ¿Acaso hay pocos pobres en Liguría? Vosotros, desgraciados, debéis resistir a las tentaciones del diablo; de lo contrario, ¡pagaréis bien cara vuestra debilidad!"
-Los jóvenes del pueblo se reían de nosotros, los viejos nos censuraban. Pero la juventud es terca, ¡e inte­ligente a su manera! Se aproximó el día de la boda, sin que para esa fecha nos hubiésemos hecho más ricos; ni siquiera sabíamos donde íbamos a acostarnos la pri­mera noche.
-"¡Nos iremos al campo! -propuso Ida-. ¿Qué tiene eso de malo? La Madre de Dios es igualmente buena con las personas en todas partes".
-Así lo acordamos: la tierra sería nuestro lecho, ¡y que el cielo nos abrigará!
-Aquí comienza otra historia, signori; les ruego que presten atención, ¡es la mejor historia de mi larga vida! La víspera de la boda, por la mañana temprano, el viejo Giovanni, con el que yo había trabajado mu­cho, me dijo, así, entre dientes, ¡como si se tratara de una broma!
-"Tú, Hugo, deberías limpiar el viejo establo de las ovejas y preparar un lecho de paja. Aunque aquello está seco y hace más de un año que no hay allí ovejas, de todos modos hay que limpiar bien el establo, si es que Ida y tú queréis vivir en él".
-¡Ya teníamos casa!
-Estaba yo trabajando y cantando, cuando a la puerta se para el carpintero Constancio y me pregunta:
-"Vas a vivir aquí con Ida  ¿Y dónde está vuestra cama? Cuando termines, vente por casa y coge una que tengo de sobra".
Y al ir para allá la María, una tendera de malas pulgas, me gritó:
- "¡Se van a casar, los desgraciados, sin tener sá­banas, ni almohadas, ni nada! ¡Estás loco de remate, tuerto! Mándame a la tienda a tu novia..."
-Y el cojo Ettore Viano, atormentado por el reuma y consumido por la fiebre, llamó a Ida, a voces, desde la puerta de su casa:
-"Pregúntale a tu novio si tiene mucho vino pre­parado para los invitados.¡Ay, hombres, hombres! ¿Acaso hay en el mundo nada más despreocupado que ellos?"
En una profunda arruga de la mejilla del viejo, brilló una lágrima de gozo; echó hacia atrás la cabeza y rió con silenciosa risa -que movía la saliente nuez y estremecía la ajada piel del rostro-, al tiempo que manoteaba como un niño.
-¡Oh, signori, signori!' -exclamó, ahogándose de la risa-. Cuando llegó la mañana del día de la boda; ya teníamos cuanto se necesita en una casa: una ima­gen de la Madonna, cacharros, ropa blanca, muebles, de todo había, ¡se lo juro a ustedes! Ida lloraba y reía, yo también, y todos chanceaban, pues no está bien llorar el día de la boda. ¡Todos los nuestros se reían de nos­otros!...
¡Qué gran ventura, signori, es poder llamar "nues­tra" a la gente! ¡Y aún mayor es la dicha de sentir tuyas, cerca de ti, entrañables, a unas personas para quienes tu vida no es una broma ni tu dicha cosa de juego!
-¡La boda fue de rumbo! ¡Asombroso día aquel! Todo el pueblo estaba pendiente de nosotros, y todos vinieron a nuestro establo que, de pronto, se había con­vertido en una casa rica... Teníamos de todo: vino, fru­tas, carne, pan, y todos comimos y no hubo nadie que no sintiese alegría... Porque no hay mayor gozo, signori, que hacer bien a la gente; créanme, ¡no hay nada más hermoso y alegre que eso!
-Y el cura también estuvo en casa. "Aquí tenéis -dijo, con palabras severas y buenas-, a unas perso­nas que han trabajado para todos vosotros, y ahora vos­otros os habéis preocupado de ellos para hacerles grato este día, que es el mejor de su vida. Ese era vuestro de­ber, pues ellos trabajaron para vosotros, y el trabajo vale más que las monedas de cobre y de plata, ¡el trabajo vale siempre más que lo que se paga por él! El dinero se va, el trabajo queda... Estas dos personas, alegres y sencillas, han vivido penosamente, sin proferir una queja; su vida será aún más dura en adelante, pero no se lamenta­rán tampoco; ayudadles en los trances difíciles. Pues tienen buenas manos y aún mejor corazón..."
-¡Muchas cosas de provecho nos dijo a Ida y a mí, y a todo el pueblo!...
El viejo miró a todos triunfante, con su único ojo -juvenil en aquel momento-, y preguntó:
-Ya han oído, signori, algo acerca de la gente. El caso tiene substancia, ¿verdad que sí?

  M. Gorki