Un
hombre
Unos
minutos antes de las nueve, la hora en que matemáticamente empezaba a servirse
la cena, el Hombre Desesperado se sentaba a la mesa en el restaurante «La
Carioca» de la calle del Carmen. Su mirada seguía con indecible hostilidad los
movimientos de Manel, el dueño, que con una servilleta al hombro, ojos
mongólicos y cien kilos de peso, acumulados principalmente en el abdomen y en
las posaderas, andaba asmático entre sillas y mesas dando el último toque a los
manteles y a la ferretería colocada sobre ellos.
Sin
hostilidad, y aun con indicios de ternura, miraba también a la Nuri, que
ayudaba a su padre en el arreglo de las mesas y servía con él a la clientela.
La
Nuri, pálida y anémica, estaba en absoluta consonancia con el pan de maíz y los
estómagos contraídos del año 1942. Manel, en cambio, parecía una intolerable
supervivencia burguesa o un falsificador de cartillas de racionamiento que
engordaba sin cesar.
La
cena de «La Carioca» era siempre la misma: un plato de sopa, otro de verdura
con patatas o boniatos y otro a elección entre un huevo, bacalao y tres
sardinas. Excepcionalmente, cuando lo permitía la Dirección General de
Abastecimiento y Transportes, entraba en la elección «platillo», anuncio que Manel
hacía con aire solemne, tras lo cual meneaba la cabeza como en pesarosa
reflexión de haber cometido una locura financiera. El «platillo», nombre
aplicado a la carne estofada en los restaurantes baratos de Barcelona, era una
de las causas de que el Hombre Desesperado apareciera antes que nadie en «La
Carioca», porque a la hora de los rezagados las existencias de «platillo»
habían finido.
Las
proporciones de los manjares citados eran en «La Carioca» de una exigüidad
eremítica. La sopa no necesitaba más allá de diez viajes de la cuchara. La
verdura con las patatas o los boniatos, otros tantos del tenedor, y su aceite
venía dosificado de la cocina de manera casi sacramental. En cuanto al huevo y
las sardinas, no había problemas a causa de la invariabilidad de las unidades.
El bacalao era del tamaño de una pastilla de jabón «La Cabra». El «platillo» no
podía reducirse a cánones o cantidades invariables, y sin exceder de lo
prudente, era algo así como la debilidad de Manel, el punto en que más se
acercaba a las discretísimas esperanzas de los clientes. Quienes no estaban
dispuestos a reconocer en Manel el más mínimo de los sentimientos humanitarios,
decían que el «platillo» era el anzuelo, el slogan sorpresa de «La Carioca».
Se
completaba la cena con dos rodajitas de pan de trigo o media pella de maíz, y
concluía con una mandarina, un plátano pigmeo, una manzana diminutiva o diez o
quince uvas, según la estación.
Pero
tenía una particularidad «La Carioca». Todo en ella era bueno y sabroso, y la
notoria insuficiencia de lo servido se compensaba con una invención psicológica
de Manel —que después se transmitió a otros restaurantes de análoga tarifa—: la
comida se servía en platos de postre, y el postre en platos de aperitivo, con
lo cual, contempladas las viandas a la escala de sus recipientes, no había nada
que pedir.
El
Hombre Desesperado se mostraba particularmente inquieto los días 10, 20 y 30 de
cada mes. Era una inquietud dramática, como de quien tuviera a sus pies un foso
lleno de leones y ante sus ojos, tocándola casi con la mano, la puerta del
Paraíso.
En
tales días, al entrar en «La Carioca» preguntaba anhelante a Nuri o a Manel:
—No
ha arribat «El Noticiero»?
—No
encara.
Y
tras sentarse, observaba nervioso la puerta y los comensales que acudían.
Cuando el repartidor de «El Noticiero» aparecía o uno de aquéllos desdoblaba el
periódico, se precipitaba sobre ellos suplicando :
—Em
vol fer el favor de deixar-me'l una mica?
Inmediatamente
buscaba la lista de la Lotería. Al examen seguía un gesto de desesperación, un
rechinar de dientes y una blasfemia contenida. Después volvía a su mesa y se
sentaba con la cabeza entre las manos.
En
estos momentos ya no estaba solo. Frente a él aparecía una especie de divinidad
menor del equilibrio y la ponderación. ¿Qué edad tendría la Mujer Ecuánime? No
suele decírsenos la edad de las divinidades porque lo cronológico no afecta a
lo divino. Calculada con arreglo a la medida humana del tiempo, podría tener
veintiséis o veintiocho años. Era delgada, y de la cabeza a los pies describía
una recta larga y perfecta, que al sentarse se convertía en un ángulo, también
perfecto. A aquella recta se superponían las curvas propias de lo femenino,
pero eran tenues y poco discernibles. La Mujer Ecuánime no parecía tener
conciencia de ellas, lejos del exhibicionismo no euclidiano de la generalidad
de las hembras meridionales: parabólicas, convexas y cargadas de incógnitas
como enrevesados problemas geométricos. El rostro de la Mujer Ecuánime era una
armónica composición de planos y líneas angulares. Parecía una Venus cubista.
Su pelo era negrísimo.
La
Mujer Ecuánime no cenaba en «La Carioca». Llegaba a las nueve para acompañar al
Hombre Desesperado. Traía siempre un envoltorio pequeño, del que salía un
pedazo de pan con algo dentro, y lo ponía con la más absoluta discreción al
lado derecho del Hombre Desesperado.
La
Mujer Ecuánime diluía las iras del Hombre Desesperado, moderaba sus
hostilidades contra Manel y abría su ternura hacia Nuri. Y todo ello sin
palabras, por la sola virtud de su presencia, porque quien hablaba
infatigablemente era el Hombre Desesperado. ¿De qué hablaba? Su mesa estaba
algo lejos y se perdían sus palabras, pero su mirada y sus movimientos
revelaban perfectamente el tono. Los ojos azules y la boca grande del Hombre
Desesperado eran torrentes de cólera durante la ingestión de la sopa. La
verdura y los boniatos, con el suplemento del envoltorio, iniciaban la calma.
Entonces, sin la gesticulación y el furor que centraba la atención en su cara,
era posible contemplar el traje raído y hecho un laberinto de arrugas, el
cuello deshilachado de la camisa, la corbata descolorida del Hombre
Desesperado. El «platillo» le alumbraba esperanzas y fantasías que comunicaba
nervioso y locuaz a la Mujer Ecuánime. En aquellos momentos, sus cuarenta y
cinco años parecían menos, y su pelo entrecano resultaba una anomalía juvenil.
Mientras
tanto, la Mujer Ecuánime no alteraba su equilibrio, que no era frialdad. Una
pasión concentrada, grave y reflexiva, parecía ligarla ineludiblemente a aquel
hombre.
La
mandarina acababa de colorear las ilusiones del Hombre Desesperado. Concluida
la cena, se despedía con estas palabras:
—Passi-ho
bé, Manel. Fins demá, Nuri.
Una
vez en la calle, se asía fuertemente al brazo de la Mujer Ecuánime y se alejaba
con ella hacia las Ramblas, en un monólogo inacabable, puntuado por
asentimientos comprensivos de la mujer.
En
el invierno de 1947, el Hombre Desesperado se había convertido en el Hombre
Feliz. El pelo, más blanco, daba cierto empaque a su plenitud y color de hombre
bien alimentado. Parecía un senador norteamericano. Llevaba botines color
crema, un abrigo claro y esponjoso con gran trabilla, pañuelo de seda al cuello
y sombrero Edén, de esos grandes y de duro ribete que usan los financieros y
también algunos delgadísimos Jefes de Negociado de los Ministerios que quieren
ser confundidos con sus Directores Generales.
¿A
qué se dedicaba el Hombre Feliz? Se le veía a menudo por las salas de
exposiciones. Tal vez era marchante de cuadros.
A
su lado, la Mujer Ecuánime. Ninguna transformación se había producido en ella.
Si acaso, una sonrisa, pero mesurada, porque si su misión anterior era aplacar
las cóleras del Hombre Desesperado, ahora parecía imponerse la de moderar la
alegría desbordada del Hombre Feliz.
Iban
con frecuencia al «Oro del Rhin», donde pasaban la tarde del sábado o del
domingo oyendo la orquesta, rodeados de funcionarios modestos y de sus esposas,
que cargadas de collares y anillos de dudosa pedrería, jugaban a la alta
burguesía.
Apretado
contra la Mujer Ecuánime y cogiéndole la mano, el Hombre Feliz hablaba
incansable y fumaba un cigarro habano.
Pero
¡qué te parece!
Enamorarme
de ti,
cuando
tantas veces
indiferente
pasaste
junto a mí...
Cuando
el culeante y ondulado animador cantaba estas frases cogido a la barra del
micrófono, el Hombre Feliz miraba a la Mujer Ecuánime y sonreía negando, como
si rechazara aquello de la indiferencia y del amor casual, que no era
precisamente lo de ellos.
El
Hombre Feliz comía algunas veces en «La Luna». Pero ¿por qué no comía ella
también? Igual que en «La Carioca», llegaba cuando el Hombre Feliz estaba a
punto de empezar o había empezado ya. Era evidente que no estaban casados. Pero
¿por qué? La inquietud del Hombre Feliz en ausencia de la Mujer Ecuánime, la
frecuencia con que miraba el reloj y la alegría que iluminaba su rostro al
verla, eran señales clarísimas de que no podía prescindir de ella. Y, sin
embargo, no se habían casado, porque muchas veces se les veía encontrarse y
despedirse en la calle.
En
1960, hace poco, el Hombre Feliz se había transformado en el Hombre Jovial.
Tiene más de sesenta años ya. Su pelo ha blanqueado por completo y es nuncio de
próxima vejez. Alrededor de sus ojos y de su boca se multiplican las arrugas
concéntricas. Ríe constantemente y los ojos le bullen mucho, tanto que parece
inclinarse a la terapéutica de aquel aforismo que dice: «El vino es la leche de
los viejos». Los dientes no parecen muy firmes en sus encías; bailan la
tartajosa danza de la piorrea, y la voz se le escapa en eses por todas partes.
Cuando va por la calle con la invariable Mujer Ecuánime, sigue asiéndola
fuertemente del brazo; pero ahora, junto con el entusiasmo hacia ella, que no
ha cedido en nada, lo hace también para andar con mayor seguridad, porque el
Hombre Jovial vacila a veces; más que por los años, porque parece amagarle la
apoplejía. Hace unos días, la Mujer Ecuánime le decía adiós desde lo alto de la
escalera mecánica de la plaza de Cataluña. El, abajo, dispuesto a tomar el tren
de Sarria, agitaba vivamente el brazo, y al girar, cuando la perdió de vista,
dio un traspiés y estuvo a punto de caerse.
¡Vidas
anónimas que pasan en fragmentos por las calles de la ciudad!
El
Hombre Jovial desaparecerá pronto de ellas. Un día será el Hombre Enfermo, y
luego el Hombre Muerto.
Sin
embargo, parece indiferente a su destino. Tal vez por la seguridad de que a su
lado estará entonces la Mujer Ecuánime para darle las gotas y arreglarle la
almohada. Y para cerrarle los ojos cuando se le queden abiertos contemplando la
eternidad.
Ramón Carnicer