Objetos sólidos
Lo único que
se movía sobre el vasto semicírculo de la playa era una pequeña mancha negra. A
medida que se acercaba al esqueleto de la barca sardinera varada en la arena,
cierta tenuidad en su negrura dejó ver que la mancha en cuestión poseía cuatro
piernas; y poco a poco resultó evidente que estaba compuesta por dos hombres
jóvenes. Aun así, con su silueta recortada contra la arena, había en ellos una
inconfundible vitalidad; un indescriptible vigor en el avance y el retroceso
de los cuerpos que, si bien era leve, revelaba que una violenta discusión surgía
de las diminutas bocas de aquellas dos cabezas. Esto quedaba corroborado, al
mirar con más atención, por las constantes embestidas de un bastón situado a la
derecha. «¿Intentas decirme...? ¿De verdad piensas...?», esto parecía afirmar
el bastón que avanzaba del lado de las olas trazando largas líneas rectas en la
arena.
-¡Al diablo
la política! -emitió claramente el cuerpo de la izquierda, y mientras se
pronunciaban estas palabras, las bocas, las narices, las barbillas, los
bigotitos, las gorras de tweed, las botas toscas, los abrigos de caza y
los calcetines de rombos de los dos hablantes se volvieron cada vez más
nítidos; el humo de sus pipas ascendía por el aire; no había nada tan sólido,
tan vivo, tan intenso, rojo, hirsuto y viril como estos dos cuerpos en millas y
millas a la redonda de mar y dunas.
Se sentaron
en la arena junto al esqueleto de la negra barca sardinera. Ya sabéis que el
cuerpo parece relajarse al dar por concluida una discusión, y pedir disculpas
por haberse exaltado, aplacándose y expresando con la laxitud de su postura su
disposición a ocuparse de algo nuevo... cualquier cosa, lo primero que
encuentre a mano. Por eso Charles, que había azotado la playa con su bastón
durante más o menos media milla, comenzó a tirar fragmentos de pizarra sobre la
superficie del agua, y John, que había exclamado «¡Al diablo la política!»,
comenzó a escarbar con los dedos en la arena. Hundió la mano más allá de la
muñeca, lo cual le obligó a subirse ligeramente la manga, y sus ojos perdieron
su intensidad o, mejor dicho, ese trasfondo de reflexión y experiencia que
confiere a los ojos de los adultos una profundidad inescrutable despareció,
dejando sólo esa superficie clara y transparente que no expresa sino asombro y
que se ve en los ojos de los niños de corta edad. Sin duda alguna el hecho de
escarbar en la arena tenía algo que ver con todo esto. Recordó que, después de
cavar durante un rato, el agua rezuma alrededor de las puntas de los dedos; el
hoyo se convierte entonces en un foso; en un pozo; en un manantial; en un canal
secreto que llega hasta el mar. Mientras decidía en cuál de estas cosas iba a
convertirlo, sin dejar de trabajar con los dedos en el agua, éstos tropezaron
con un objeto duro -un trozo de materia sólida- y poco a poco desenterraron un
gran fragmento irregular y lo sacaron a la superficie. Una vez eliminada la
capa de arena que lo cubría se apreció un tono verde. Era un trozo de cristal,
tan grueso que resultaba casi opaco. El mar lo había pulido por completo,
privándolo de toda arista y toda forma, de tal manera que resultaba imposible
decir si había sido botella, vaso o cristal de ventana. No era más que un trozo
de vidrio; era casi una piedra preciosa. Bastaba con engastarlo en una montura
de oro o ensartarlo en un alambre para transformarlo en una joya; en un colgante
o un reflejo verde y apagado en un dedo. Tal vez, a fin de cuentas, fuese una
auténtica gema; tal vez perteneció a una triste princesa que deslizaba la mano
por el agua sentada en la popa de la embarcación y escuchaba el canto de los
esclavos que la transportaban por la bahía a golpe de remo. O tal vez las
tablas de roble de un cofre isabelino hundido y repleto de tesoros se habían
roto y, tras rodar y rodar, rodar y rodar, sus esmeraldas habían llegado
finalmente a la playa. John dio la vuelta al cristal; lo puso a contraluz; lo
sujetó de modo que su masa irregular ocultó el cuerpo de su amigo y su brazo
derecho extendido. El verde se aclaraba y oscurecía ligeramente, según se
pusiera el cristal contra el cielo o contra el cuerpo. A John le gustaba; le intrigaba;
era un objeto tan duro, tan compacto, tan definido, en comparación con el mar
vago y la costa brumosa.
Entonces le interrumpió un suspiro... profundo, definitivo, que le
hizo tomar conciencia de que su amigo Charles había tirado ya todas las
piedrecitas que tenía a su alcance, o bien que había llegado a la conclusión de
que no valía la pena tirarlas. Se comieron los bocadillos sentados el uno junto
al otro. Hecho esto, y tras haberse sacudido y puesto en pie, John cogió el
trozo de cristal y lo observó en silencio. Charles también lo miró. Pero
entonces descubrió que no era plano y, cargando su pipa, dijo con esa energía
con que se pone fin a una cadena de pensamientos absurdos:
-Volviendo a
lo que decía...
No vio, o si
lo vio apenas reparó en ello, que John, tras observar el cristal un momento,
como si dudase, se lo guardó en el bolsillo. Este impulso podría haber sido el
mismo que mueve a un niño a recoger una piedra en un camino, prometiéndole una
vida cálida y segura sobre la repisa de la chimenea del cuarto de los niños,
deleitándose en la sensación de poder y benevolencia que tal acción
proporciona, y creyendo que el corazón de la piedra brinca de alegría al verse
escogida entre un millón de piedras iguales a ella para gozar de esta dicha en
lugar de pasar la vida expuesta al frío y a la humedad del camino. «¡Podría
haber sido cualquier otra entre todos los millones de piedras, pero fui yo,
yo, yo!»
Tanto si fue
éste como si no el pensamiento que ocupó la mente de John, lo cierto es que el
trozo de cristal encontró su lugar en la repisa de la chimenea, sobre un montón
de facturas y cartas, y no sólo sirvió como excelente pisapapeles, sino que
también se convirtió en un punto sobre el cual la mirada del joven se detenía
de manera natural cuando apartaba la vista de su lectura. Al ser observado una
y otra vez de manera inconsciente por una mente ocupada en cualquier otro
pensamiento, cualquier objeto se mezcla tan profundamente con la materia del
pensamiento que pierde su forma real y se recompone de un modo distinto,
convirtiéndose en una forma ideal que visita nuestra mente cuando menos lo
esperamos. Y fue así como John comenzó a sentirse atraído por los escaparates
de las tiendas de regalos cuando iba por la calle, simplemente porque veía algo
que le recordaba al trozo de cristal. Cualquier cosa, con tal de que fuese un
objeto más o menos redondeado, acaso con una llama agonizante profundamente
hundida en su masa, cualquier cosa -porcelana, cristal, ámbar, roca, mármol-,
hasta el suave huevo ovalado de un ave prehistórica, le servía. Adquirió
también la costumbre de andar con la mirada fija en el suelo, sobre todo cuando
se acercaba a los solares donde se acumula la basura doméstica. Era frecuente
encontrar en ellos tales objetos... arrojados, inservibles, informes,
desechados. En pocos meses reunió cuatro o cinco ejemplares que ocuparon su
lugar en la repisa de la chimenea. Además, eran útiles, pues un hombre que
aspira a un escaño en el Parlamento y está a punto de iniciar una brillante
carrera debe mantener en orden cierto número de papeles: direcciones de electores,
declaraciones políticas, peticiones de suscripciones, invitaciones a cenas,
etc.
Cierto día,
al salir de su despacho en el Colegio de Abogados de Londres para coger un tren
con la intención de participar en un acto electoral, sus ojos descubrieron un
curioso objeto que yacía medio oculto en una de esas pequeñas franjas de césped
que rodean la entrada de los grandes edificios oficiales. No acertaba sino a
tocarlo con la punta del bastón a través de la verja; pero veía que era un
fragmento de porcelana de forma sumamente curiosa, más parecido a una estrella
de mar que a ninguna otra cosa... tallado, o roto accidentalmente, en cinco
puntas irregulares pero inconfundibles. Su tono era predominantemente azul,
pero una especie de vetas o manchas cubrían el azul, y unas líneas de color
carmesí le conferían una suntuosidad y un lustre de lo más atractivo. John
estaba decidido a poseer aquel objeto; pero cuanto más lo empujaba con el
bastón, más lo alejaba de sí. Finalmente se vio obligado a volver a su despacho
e improvisar un aro de alambre sujeto a la punta del bastón, con el cual, a
fuerza de gran cuidado y habilidad, consiguió situar el trozo de porcelana al
alcance de la mano. Al cogerlo lanzó una exclamación triunfal. En ese momento
el reloj daba la hora. Era evidente que ya no llegaba a su cita. El acto se
celebró sin él. Pero, ¿cómo se había roto el trozo de porcelana de una forma
tan curiosa? Tras examinarlo atentamente no le cupo duda de que la forma de
estrella era accidental -lo cual resultaba aún más extraño- y pensó que era
poco probable que hubiese otro igual. Colocado en la repisa de la chimenea, en
el extremo opuesto a donde se encontraba el trozo de cristal que desenterrara
de la arena, el fragmento de porcelana parecía una criatura de otro mundo,
extraña y fantástica como un arlequín. Parecía hacer piruetas en el espacio,
parpadeando como una estrella temblorosa. El contraste que se creaba entre la
porcelana, tan viva y vigilante, y el cristal, tan mudo y contemplativo, le
fascinaba, y se preguntaba con asombro cómo era posible que los dos objetos
hubiesen llegado a existir en el mismo mundo y, lo que es más, a encontrarse en
la misma y estrecha repisa de mármol de la misma habitación. La pregunta quedó
sin respuesta.
Comenzó
entonces a frecuentar esos lugares donde abunda la porcelana rota, tales como
descampados junto a las vías férreas, solares de casas derribadas y pueblos de
los alrededores de Londres. Pero los objetos de porcelana rara vez se arrojan
desde grandes alturas; éste es uno de los actos humanos menos frecuentes. Deben
coincidir por una parte una casa muy alta y por otra una mujer de impulsos tan
irrefrenables y carácter tan apasionado como para arrojar sus jarrones o sus
floreros por la ventana sin preguntarse si hay alguien debajo. No era difícil
encontrar porcelana rota en abundancia, pero rota en accidentes domésticos sin
importancia, sin intención, sin carácter. A medida que fue ahondando en la
cuestión se asombraba cada vez más ante la inmensa variedad de formas que cabía
encontrar sólo en Londres, y hallaba aún más causa de asombro y especulación
en las diferencias de calidades y formas. Se llevaba a casa los mejores
ejemplares y los colocaba en la repisa de la chimenea, donde, sin embargo, su
función era cada vez más ornamental, pues los papeles necesitados de un peso
para mantenerse en su sitio eran cada vez más escasos.
Descuidaba
sus obligaciones o las despachaba distraídamente, y cuando recibía visitas de
sus electores, éstos quedaban negativamente impresionados por el aspecto que
ofrecía la repisa de su chimenea. El caso es que no fue elegido para
representarlos en el Parlamento y su amigo Charles, que se lo tomó muy a pecho
y corrió a manifestarle su condolencia, lo encontró tan poco abatido por el
desastre que llegó a suponer que el asunto era demasiado grave como para
asimilarlo de repente.
Lo cierto es
que ese día John había ido al municipio de Barnes y allí, debajo de una aulaga,
había encontrado un curioso trozo de hierro. Era casi idéntico al cristal en
cuanto a su forma, compacto y esférico, pero tan frío y pesado, tan negro y
metálico que era evidentemente ajeno a la tierra y tenía su origen en alguna
estrella muerta o bien eran los restos de algún satélite. El bolsillo se
hundía bajo su peso; la repisa de la chimenea se hundía bajo su peso;
irradiaba frío. Y pese a todo, el meteorito reposaba en el mismo lugar que el
trozo de cristal y la porcelana en forma de estrella.
Mientras su
mirada vagaba de un objeto a otro, el joven se sentía atormentado por la
necesidad de poseer objetos que llegasen a superar incluso a aquellos. Se
entregó a la búsqueda con más y más afán. De no haber estado consumido por la
ambición y convencido de que algún día hallaría su recompensa en algún montón
de basura, las desilusiones sufridas, por no hablar de la fatiga y las burlas
de que era objeto, le habrían obligado a abandonar su empeño. Provisto de una
bolsa y un largo bastón en el que había acoplado un gancho adaptable,
registraba los depósitos de tierra; hurgaba entre la maleza; rebuscaba en los
callejones y en los espacios entre los muros, donde sabía que encontraría ese
tipo de objetos desechados. Los desengaños se multiplicaban a medida que su
criterio se volvía más estricto y su gusto más severo, pero siempre había un
destello de esperanza, un trozo de porcelana o cristal rotos de forma
curiosa que le incitaban a seguir. Pasaron los días. Ya no era joven. Su
carrera -es decir, su carrera política- pertenecía ya al pasado. La gente dejó
de visitarlo. Era demasiado silencioso como para que valiese la pena invitarlo
a cenar. Jamás habló con nadie de sus serias ambiciones; a juzgar por cómo se
comportaban los demás, estaba claro que no lo entendían.
Entonces se
recostó en su sillón y observó cómo Charles levantaba las piedras de la repisa
de la chimenea una docena de veces y volvía a colocarlas enfáticamente para
subrayar lo que estaba diciendo sobre la conducta del gobierno, pero sin
reparar para nada en su existencia.
-¿Cuál fue la
verdad de todo esto, John? –preguntó Charles de pronto, volviéndose hacia él-.
¿Qué te hizo renunciar de ese modo tan repentino?
-Yo no he
renunciado -replicó John.
-Pero ahora
no tienes la menor posibilidad –dijo Charles bruscamente.
-No estoy de
acuerdo contigo -dijo John con convicción. Charles lo miró y se sintió
profundamente incómodo; las más extraordinarias dudas se apoderaron de él;
tenía la extraña sensación de que hablaban de cosas distintas. Miró a su
alrededor buscando alivio a su terrible desánimo, pero el desorden que reinaba
en la habitación le deprimió aún más. ¿Qué hacían aquel bastón y aquella bolsa
vieja colgados en la pared? ¿Y todas esas piedras? Al mirar de nuevo a John
advirtió en su expresión algo fijo y distante que le asustó. Sabía perfectamente
que su mera aparición en cualquier tribuna pública estaba totalmente fuera de
lugar.
-Bonitas
piedras -dijo lo más alegremente que pudo; y añadiendo que tenía una cita, dejó a John... para siempre.
Virginia Woolf