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jueves, 9 de febrero de 2017

Museo Lladró


Objetos sólidos

Lo único que se movía sobre el vasto semicírculo de la playa era una pequeña mancha negra. A medida que se acercaba al esqueleto de la barca sardinera varada en la arena, cierta tenuidad en su negrura dejó ver que la man­cha en cuestión poseía cuatro piernas; y poco a poco re­sultó evidente que estaba compuesta por dos hombres jó­venes. Aun así, con su silueta recortada contra la arena, había en ellos una inconfundible vitalidad; un indescripti­ble vigor en el avance y el retroceso de los cuerpos que, si bien era leve, revelaba que una violenta discusión sur­gía de las diminutas bocas de aquellas dos cabezas. Esto quedaba corroborado, al mirar con más atención, por las constantes embestidas de un bastón situado a la derecha. «¿Intentas decirme...? ¿De verdad piensas...?», esto pare­cía afirmar el bastón que avanzaba del lado de las olas trazando largas líneas rectas en la arena.
-¡Al diablo la política! -emitió claramente el cuerpo de la izquierda, y mientras se pronunciaban estas pala­bras, las bocas, las narices, las barbillas, los bigotitos, las gorras de tweed, las botas toscas, los abrigos de caza y los calcetines de rombos de los dos hablantes se volvieron cada vez más nítidos; el humo de sus pipas ascendía por el aire; no había nada tan sólido, tan vivo, tan intenso, rojo, hirsuto y viril como estos dos cuerpos en millas y millas a la redonda de mar y dunas.
Se sentaron en la arena junto al esqueleto de la negra barca sardinera. Ya sabéis que el cuerpo parece relajarse al dar por concluida una discusión, y pedir disculpas por haberse exaltado, aplacándose y expresando con la laxitud de su postura su disposición a ocuparse de algo nuevo... cualquier cosa, lo primero que encuentre a mano. Por eso Charles, que había azotado la playa con su bastón durante más o menos media milla, comenzó a tirar fragmentos de pizarra sobre la superficie del agua, y John, que había exclamado «¡Al diablo la política!», comenzó a escarbar con los dedos en la arena. Hundió la mano más allá de la muñeca, lo cual le obligó a subirse ligeramente la manga, y sus ojos perdieron su intensidad o, mejor dicho, ese trasfondo de reflexión y experiencia que confiere a los ojos de los adultos una profundidad inescrutable despareció, dejando sólo esa superficie clara y transparente que no expresa sino asombro y que se ve en los ojos de los niños de corta edad. Sin duda alguna el hecho de escarbar en la arena tenía algo que ver con todo esto. Recordó que, después de cavar durante un rato, el agua rezuma alrededor de las puntas de los dedos; el hoyo se convierte entonces en un foso; en un pozo; en un manantial; en un canal secreto que llega hasta el mar. Mientras decidía en cuál de estas cosas iba a convertirlo, sin dejar de trabajar con los dedos en el agua, éstos tropezaron con un objeto duro -un trozo de materia sólida- y poco a poco desenterraron un gran fragmento irregular y lo sacaron a la superficie. Una vez eliminada la capa de arena que lo cubría se apreció un tono verde. Era un trozo de cristal, tan grueso que resultaba casi opaco. El mar lo había pulido por completo, privándolo de toda arista y toda forma, de tal manera que resultaba imposible decir si había sido botella, vaso o cristal de ventana. No era más que un trozo de vidrio; era casi una piedra preciosa. Bastaba con engastarlo en una montura de oro o ensartarlo en un alambre para transformarlo en una joya; en un colgante o un reflejo ver­de y apagado en un dedo. Tal vez, a fin de cuentas, fuese una auténtica gema; tal vez perteneció a una triste prince­sa que deslizaba la mano por el agua sentada en la popa de la embarcación y escuchaba el canto de los esclavos que la transportaban por la bahía a golpe de remo. O tal vez las tablas de roble de un cofre isabelino hundido y re­pleto de tesoros se habían roto y, tras rodar y rodar, rodar y rodar, sus esmeraldas habían llegado finalmente a la pla­ya. John dio la vuelta al cristal; lo puso a contraluz; lo su­jetó de modo que su masa irregular ocultó el cuerpo de su amigo y su brazo derecho extendido. El verde se acla­raba y oscurecía ligeramente, según se pusiera el cristal contra el cielo o contra el cuerpo. A John le gustaba; le in­trigaba; era un objeto tan duro, tan compacto, tan defini­do, en comparación con el mar vago y la costa brumosa.
Entonces le interrumpió un suspiro... profundo, definiti­vo, que le hizo tomar conciencia de que su amigo Charles había tirado ya todas las piedrecitas que tenía a su alcance, o bien que había llegado a la conclusión de que no valía la pena tirarlas. Se comieron los bocadillos sentados el uno junto al otro. Hecho esto, y tras haberse sacudido y puesto en pie, John cogió el trozo de cristal y lo observó en silen­cio. Charles también lo miró. Pero entonces descubrió que no era plano y, cargando su pipa, dijo con esa energía con que se pone fin a una cadena de pensamientos absurdos:
-Volviendo a lo que decía...
No vio, o si lo vio apenas reparó en ello, que John, tras observar el cristal un momento, como si dudase, se lo guardó en el bolsillo. Este impulso podría haber sido el mismo que mueve a un niño a recoger una piedra en un camino, prometiéndole una vida cálida y segura sobre la repisa de la chimenea del cuarto de los niños, deleitán­dose en la sensación de poder y benevolencia que tal ac­ción proporciona, y creyendo que el corazón de la piedra brinca de alegría al verse escogida entre un millón de piedras iguales a ella para gozar de esta dicha en lugar de pasar la vida expuesta al frío y a la humedad del camino. «¡Podría haber sido cualquier otra entre todos los millo­nes de piedras, pero fui yo, yo, yo!»
Tanto si fue éste como si no el pensamiento que ocu­pó la mente de John, lo cierto es que el trozo de cristal encontró su lugar en la repisa de la chimenea, sobre un montón de facturas y cartas, y no sólo sirvió como exce­lente pisapapeles, sino que también se convirtió en un punto sobre el cual la mirada del joven se detenía de ma­nera natural cuando apartaba la vista de su lectura. Al ser observado una y otra vez de manera inconsciente por una mente ocupada en cualquier otro pensamiento, cual­quier objeto se mezcla tan profundamente con la materia del pensamiento que pierde su forma real y se recompo­ne de un modo distinto, convirtiéndose en una forma ideal que visita nuestra mente cuando menos lo espera­mos. Y fue así como John comenzó a sentirse atraído por los escaparates de las tiendas de regalos cuando iba por la calle, simplemente porque veía algo que le recordaba al trozo de cristal. Cualquier cosa, con tal de que fuese un objeto más o menos redondeado, acaso con una llama agonizante profundamente hundida en su masa, cual­quier cosa -porcelana, cristal, ámbar, roca, mármol-, hasta el suave huevo ovalado de un ave prehistórica, le servía. Adquirió también la costumbre de andar con la mirada fija en el suelo, sobre todo cuando se acercaba a los solares donde se acumula la basura doméstica. Era frecuente encontrar en ellos tales objetos... arrojados, in­servibles, informes, desechados. En pocos meses reunió cuatro o cinco ejemplares que ocuparon su lugar en la repisa de la chimenea. Además, eran útiles, pues un hom­bre que aspira a un escaño en el Parlamento y está a punto de iniciar una brillante carrera debe mantener en orden cierto número de papeles: direcciones de electo­res, declaraciones políticas, peticiones de suscripciones, invitaciones a cenas, etc.
Cierto día, al salir de su despacho en el Colegio de Abogados de Londres para coger un tren con la inten­ción de participar en un acto electoral, sus ojos descu­brieron un curioso objeto que yacía medio oculto en una de esas pequeñas franjas de césped que rodean la entrada de los grandes edificios oficiales. No acertaba sino a tocarlo con la punta del bastón a través de la verja; pero veía que era un fragmento de porcelana de forma sumamente curiosa, más parecido a una estrella de mar que a ninguna otra cosa... tallado, o roto accidentalmente, en cinco puntas irregulares pero inconfundibles. Su tono era predominantemente azul, pero una especie de vetas o manchas cubrían el azul, y unas líneas de color carmesí le conferían una suntuosidad y un lustre de lo más atractivo. John estaba decidido a poseer aquel objeto; pero cuanto más lo empujaba con el bastón, más lo alejaba de sí. Finalmente se vio obligado a volver a su despacho e improvisar un aro de alambre sujeto a la punta del bastón, con el cual, a fuerza de gran cuidado y habilidad, consiguió situar el trozo de porcelana al alcance de la mano. Al cogerlo lanzó una exclamación triunfal. En ese momento el reloj daba la hora. Era evidente que ya no llegaba a su cita. El acto se celebró sin él. Pero, ¿cómo se había roto el trozo de porcelana de una forma tan curiosa? Tras examinarlo atentamente no le cupo duda de que la forma de estrella era accidental -lo cual resultaba aún más extraño- y pensó que era poco probable que hubiese otro igual. Colocado en la repisa de la chimenea, en el extremo opuesto a donde se encontraba el trozo de cristal que desenterrara de la arena, el fragmento de porcelana parecía una criatura de otro mundo, extraña y fantástica como un arlequín. Parecía hacer piruetas en el espacio, parpadeando como una estrella temblorosa. El contraste que se creaba entre la porcelana, tan viva y vigilante, y el cristal, tan mudo y contemplativo, le fascinaba, y se preguntaba con asombro cómo era posible que los dos objetos hubiesen llegado a existir en el mismo mundo y, lo que es más, a encontrarse en la misma y estrecha repisa de mármol de la misma habitación. La pregunta quedó sin respuesta.
Comenzó entonces a frecuentar esos lugares donde abunda la porcelana rota, tales como descampados junto a las vías férreas, solares de casas derribadas y pueblos de los alrededores de Londres. Pero los objetos de por­celana rara vez se arrojan desde grandes alturas; éste es uno de los actos humanos menos frecuentes. Deben coincidir por una parte una casa muy alta y por otra una mujer de impulsos tan irrefrenables y carácter tan apasionado como para arrojar sus jarrones o sus floreros por la ventana sin preguntarse si hay alguien debajo. No era difícil encontrar porcelana rota en abundancia, pero rota en accidentes domésticos sin importancia, sin in­tención, sin carácter. A medida que fue ahondando en la cuestión se asombraba cada vez más ante la inmensa variedad de formas que cabía encontrar sólo en Lon­dres, y hallaba aún más causa de asombro y especula­ción en las diferencias de calidades y formas. Se llevaba a casa los mejores ejemplares y los colocaba en la repisa de la chimenea, donde, sin embargo, su función era ca­da vez más ornamental, pues los papeles necesitados de un peso para mantenerse en su sitio eran cada vez más escasos.
Descuidaba sus obligaciones o las despachaba distraí­damente, y cuando recibía visitas de sus electores, éstos quedaban negativamente impresionados por el aspecto que ofrecía la repisa de su chimenea. El caso es que no fue elegido para representarlos en el Parlamento y su ami­go Charles, que se lo tomó muy a pecho y corrió a mani­festarle su condolencia, lo encontró tan poco abatido por el desastre que llegó a suponer que el asunto era demasia­do grave como para asimilarlo de repente.
Lo cierto es que ese día John había ido al municipio de Barnes y allí, debajo de una aulaga, había encontra­do un curioso trozo de hierro. Era casi idéntico al cris­tal en cuanto a su forma, compacto y esférico, pero tan frío y pesado, tan negro y metálico que era evidente­mente ajeno a la tierra y tenía su origen en alguna es­trella muerta o bien eran los restos de algún satélite. El bolsillo se hundía bajo su peso; la repisa de la chime­nea se hundía bajo su peso; irradiaba frío. Y pese a todo, el meteorito reposaba en el mismo lugar que el trozo de cristal y la porcelana en forma de estrella.
Mientras su mirada vagaba de un objeto a otro, el joven se sentía atormentado por la necesidad de poseer objetos que llegasen a superar incluso a aquellos. Se entregó a la búsqueda con más y más afán. De no haber estado consumido por la ambición y convencido de que algún día hallaría su recompensa en algún montón de basura, las desilusiones sufridas, por no hablar de la fatiga y las burlas de que era objeto, le habrían obligado a abandonar su empeño. Provisto de una bolsa y un largo bastón en el que había acoplado un gancho adaptable, registraba los depósitos de tierra; hurgaba entre la maleza; rebuscaba en los callejones y en los espacios entre los muros, donde sabía que encontraría ese tipo de objetos desechados. Los desengaños se multiplicaban a medida que su criterio se volvía más estricto y su gusto más severo, pero siempre había un destello de esperanza, un trozo de porcelana o cristal rotos de forma curiosa que le incitaban a seguir. Pasaron los días. Ya no era joven. Su carrera -es decir, su carrera política- pertenecía ya al pasado. La gente dejó de visitarlo. Era demasiado silencioso como para que valiese la pena invitarlo a cenar. Jamás habló con nadie de sus serias ambiciones; a juzgar por cómo se comportaban los demás, estaba claro que no lo entendían.
Entonces se recostó en su sillón y observó cómo Charles levantaba las piedras de la repisa de la chimenea una docena de veces y volvía a colocarlas enfáticamente para subrayar lo que estaba diciendo sobre la conducta del gobierno, pero sin reparar para nada en su existencia.
-¿Cuál fue la verdad de todo esto, John? –preguntó Charles de pronto, volviéndose hacia él-. ¿Qué te hizo renunciar de ese modo tan repentino?
-Yo no he renunciado -replicó John.
-Pero ahora no tienes la menor posibilidad –dijo Charles bruscamente.
-No estoy de acuerdo contigo -dijo John con convicción. Charles lo miró y se sintió profundamente incómodo; las más extraordinarias dudas se apoderaron de él; tenía la extraña sensación de que hablaban de cosas distintas. Miró a su alrededor buscando alivio a su terri­ble desánimo, pero el desorden que reinaba en la habita­ción le deprimió aún más. ¿Qué hacían aquel bastón y aquella bolsa vieja colgados en la pared? ¿Y todas esas piedras? Al mirar de nuevo a John advirtió en su expre­sión algo fijo y distante que le asustó. Sabía perfectamen­te que su mera aparición en cualquier tribuna pública estaba totalmente fuera de lugar.
-Bonitas piedras -dijo lo más alegremente que pu­do; y añadiendo que tenía una cita, dejó a John... para siempre.

Virginia Woolf