Hacía
calor y jugábamos a «saltar el burro». En casa quedaba mi padre acostado. Mi
hermana mayor y mi madre habían ido a por leña.
No
es que mi padre no trabajara, es que había terminado la guerra civil tres días
antes y aún tenía la tristura de la derrota metida dentro del cuerpo. No salía
a la calle, y permanecía tiempo y tiempo encerrado en su habitación.
Lo
más que hacía era el contarnos historias o andar por el pasillo a grandes
zancadas. Sentado en el borde de la cama nos acariciaba la cara, o nos revolvía
la maraña rubia de la cabeza con sus manos rudas y suaves a un tiempo. Su voz
era agradable y sus historias nos llegaban al corazón. Permanecíamos embobados delante
de él, y, luego, nos refugiábamos en sus brazos.
Madre
era alta y tenía la mirada grande y como llena de orgullo. Hablaba poco y nos regañaba mucho. Mas, a pesar de ello, sabía
mejor que nadie el consolarnos con su silencio. Recta y sencilla, la mirábamos
con adoración. Quizá nosotros, mi hermana y yo, éramos más parecidos a nuestro
padre y no la entendíamos por completo.
Mi
padre, seguro estoy que la adoraba, sabía permanecer junto a ella en silencio,
y también contarle cosas agradables que deseaba para todos nosotros y para la
gente. Tenía gran fe en sus ideas y creía a pies juntillas todos los proyectos
que forjaba en su mente. Madre le escuchaba con aquella rara sonrisa que sólo
de tarde en tarde florecía en su boca. A nosotros, mi hermana y yo, nos gustaba
mucho cuando sonreía.
Mas
en estos días su fortaleza de ánimo la había abandonado. Andaba nerviosa y nos regañaba
más que de costumbre cuando alborotábamos la casa.
Padre,
desde su cuarto, decía en alta voz que nos dejara jugar que no le molestábamos.
Aquella
mañana ella se sentó en la cama y empezó a hablar:
-¿Por
qué no te marchas? Se están llevando a mucha gente.
-¿Para
qué? Da lo mismo, a nada conduce el huir. Esperaremos a ver qué pasa.
Cayó
el silencio en la habitación en que estaban mis padres, sentados el uno junto
al otro.
Volvió
a hablar mi madre:
-¿Por
qué no sales con los chicos a tomar el aire? Llevas mucho tiempo encerrado.
Yo
estaba en el comedor escuchando la conversación.
-Mañana,
si estoy en casa, les llevaré a dar un paseo.
Cuando
padre estaba libre de trabajo, y era domingo o fiesta, nos llevaba a dar
grandes caminatas. Yo no cambiaba por nada aquellas mañanas en que salíamos
temprano y en la esquina de una calle desayunábamos café con churros. Íbamos al
Retiro a montar en las barcas y luego nos sentábamos en un banco de madera hasta
la hora de la comida.
Pero
lo que más le gustaba era el callejear por barrios alejados que ya lindaban con
los arenales de los alrededores de Madrid. Gustaba de entrar en las tabernas, y
yo disfrutaba de lo lindo cuando mi padre pedía dos vasos de vino, el mío con
gaseosa, y me hablaba de cosas serias, como si yo fuera un compañero suyo.
A
veces, nos quedábamos a ver un partido de fútbol y se nos hacía tarde. Y madre
nos regañaba, pues el arroz que comíamos todos los domingos se pasaba dentro
del horno.
Madre
casi nunca venía con nosotros, era poco andariega.
El
caso es que, como dije, aquella tarde hacía calor y jugábamos a «saltar el
burro».
La
calle estaba llena de gente y de otras banderas que yo no recordaba. Pasaban
grupos de voluntarios italianos que decían cosas a las muchachas que tomaban el
sol recostadas contra las fachadas de las casas. También recuerdo a unos
soldados moros que vendían relojes y garbanzos. Cuando se acercaban ofreciendo sus
mercancías, o a meterse con las mujeres, suspendíamos nuestros juegos para
mirarles, entre atemorizados y atraídos, pues tenían facha de fieros guerreros.
Una mujer dijo que no nos acercáramos a ellos, que tendrían piojos. No
vendieron nada y se alejaron entre las bromas de unas muchachas que se reían de
de sus pantalones grandes, anchos como bragas de mujer.
Fue
entonces cuando se acercó mi padre. Iba entre dos hombres bien vestidos. Tenía
la cara seria y tranquila.
-Oye,
me voy con estos señores. Díselo a mamá. Me llevan a Las Salesas, detenido.
Me
miró largamente. Mis amigos se habían acercado. Las mujeres que tomaban el sol,
quedaron en silencio.
Me
acarició la cabeza de esa manera que tanto me gustaba. Sonreía.
-Cuando
gusten.
Se
fueron andando despacio, mi padre entre los dos hombres, seguidos por las miradas
de las mujeres, las mías y las de mis amigos.
Una
mujer dijo: ¡Maldita guerra!
Inesperadamente
comencé a andar detrás del grupo. Al llegar a la esquina volví la cabeza para
mirar a mi calle y a mi casa. Los chicos de nuevo habían comenzado a jugar a «dola».
Las vecinas seguían cosiendo, seguramente hablando de mi pobre madre.
Doblé
la esquina, lleno de tristeza. Había visto en el cine muchas historias de
prisioneros de guerra, verdaderas aventuras de hombres duros a través de unas
montañas o de una llanada sin límites. De grandes marchas a través de la lluvia
y de la nieve en noches oscuras y terribles.
Pero
hacía sol, y esto era todo. Mi padre caminaba por la calle como un hombre más,
acaso más serio y silencioso, y yo iba tras él.
Bajamos
por Trafalgar hasta Luchana. Esta calle era la linde de nuestras correrías
habituales. Permanecía indeciso pensando en ello, mas de nuevo continué el
camino por la acera de enfrente a la que llevaban a mi padre.
Vi
que le metían en un caserón que estaba pegado a una iglesia con una escalinata
muy grande. Junto al portón grande que tenía una puerta chica en una de sus
hojas, dos guardias civiles permanecían apoyados en sus fusiles. En la puerta
guardaba cola un grupo de gente silenciosa, y pude ver que, de rato en rato, una
furgoneta cerrada llegaba llena de hombres con las manos esposadas.
Pregunté
a una mujer que si aquello era Las Salesas, y me contestó que sí, y que a quién
tenía dentro. La dije que acababan de meter a mi padre. La mujer añadió que
sería bueno que lleváramos una manta y comida, pues allí dentro no les daban
nada.
Ya
oscurecía cuando regresé a casa. Volví siguiendo los carriles del tranvía.
Madre ya lo sabía, se lo había dicho una vecina. Ni siquiera me regañó, aunque
ya era tarde y no había merendado.
Pasaban
los días, y madre lloraba por las noches. Por las mañanas llevaba el paquete
con la comida de padre y luego se iba a trabajar. Fregaba las escaleras de una
casa muy cercana a la nuestra, y yo no quería jugar en la calle, pues el ver a
mi madre arrodillada fregando el portal me daba vergüenza y pena. Me hubiera
gustado ser mayor, y le decía que cuando lo fuera, ella no tendría necesidad de
fregar suelos. Sonreía, y por las noches, yo no podía ir al colegio, me tomaba
la lección que me ponía por las mañanas.
Por
las tardes trabajaba lavando ropa en casa de algún vecino de la calle. Mi
hermana hacía la comida, y ya, como una mujer mayor, cuidaba de mí y hasta me
regañaba.
Me
dijo que nuestro padre estaba en la cárcel por «rojo». Yo le dije que si él era «rojo», yo también lo sería
cuando mayor. Mi hermana se quedaba en casa casi todo el día, y, al atardecer, cuando
yo iba a jugar y quedaba sola, cantaba por escuchar su voz y no sentir miedo de
las habitaciones vacías. Si no tenía nada que hacer, salía al pasillo y se
sentaba en la escalera, debajo de la bombilla, a esperar a madre, y a comerse
un tarugo de pan y a leer una novela.
En
la escalera no sentía miedo alguno, pues veía subir a los vecinos y escuchaba
las voces de ellos.
Madre,
cuando la encontró la primera vez y ella le dijo por qué lo hacía, la dio un
moquete para luego en la cama llorar más que de costumbre. Por eso, aunque
seguía sentándose en la escalera, en cuanto oía su voz dando las buenas noches
a los porteros, escapaba a correr para casa y se sentaba en la cocina.
Yo,
muchas veces, como me sabía el camino, andando por encima de los raíles del
tranvía iba hasta Las Salesas. Miraba un rato a los guardias y a la gente, que,
como todos los días, se arremolinaba junto a las puertas con sus paquetes
debajo del brazo. Luego daba vuelta al edificio para irme a los jardines de atrás
y allí jugar. Al principio no conocía a nadie y me entretenía viendo patinar a
los chicos por la explanada de cemento. Cuando tuve amigos, algunas veces me
dejaron patinar, aunque se reían de mis caídas. Pero no me importaba, me
encontraba a gusto allí, a la sombra de la cárcel donde mi padre estaba. Miraba
una a una todas las ventanas del edificio, preguntándome tras cuál de ellas se
encontraría. Cuando el sol se ocultaba, volvía a mirar a la puerta por donde lo
metieran, y regresaba al barrio andando de nuevo sobre los raíles.
Una
de las tardes vi a mi padre. Salió por el portón entre dos guardias civiles. Le
vi desde la acera de enfrente. Llevaba las manos esposadas, igual que cuando
jugábamos a policías y ladrones. Una mujer y un hombre que iban para la
Castellana se pararon a mirarle. Hablaban, yo les escuché por oír qué decían. Ella
dijo: «¡Pobre hombre! Lo llevan a declarar».
La
gente volvía sus cabezas o se detenía. Dije en alta voz que aquel hombre era mi
padre y luego eché a correr. La gente me miró, pero no hice caso.
Me
puse delante de ellos. Un guardia me apartó de un manotón.
-Fuera,
chico. ¡Vete!
Padre
me miró largamente y se le incendiaron los ojos.
-Hola,
hijo.
El
otro guardia, el más viejo, dijo a su compañero:
-Deja
un poco, es su hijo.
Padre
extendió las manos, las dos a un tiempo, y me revolvió el pelo. Chocaron los
grilletes y luego brillaron un instante bajo el sol de la tarde.
-Adiós,
hijo.
Entraron
en otro edificio y desde la puerta se volvió para sonreír. Sentado junto a las
verjas de la iglesia, en el encintado de la acera, veía patinar a mis amigos,
pero no me acerqué a ellos.
Doblaban
las campanas y las estuve escuchando. Pensé que cuando le tomaran declaración,
eso había dicho la mujer, podría volver a verle. Jugué al «palmo y dao» con unas
piedras que encontré en la calzada. Y cuando, aburrido, me senté de nuevo, estuve
contando tranvías.
Salió
la luna y miré para su cara sucia. Conté, también, más de cien estrellas. Pero
padre no salía. Me recosté en un tapial, el sereno preguntó qué hacía allí, y
por qué no iba para casa. No le dije nada y me escondí detrás de un árbol.
Era
ya oscuro del todo. De cuando en cuando pasaba algún coche con los focos encendidos.
De nuevo el sereno me encontró y no sé por qué, pero salí corriendo.
Tenía
hambre y un escalofrío culebreaba por mi espalda. Comencé a andar pegado a las
fachadas de los edificios. Llevaba las manos metidas dentro de los bolsillos
del pantalón.
El
portal ya estaba cerrado. Madre y mi hermana aguardaban junto al quicio. Llegué
hasta ellas, despacio, silenciosamente. No me disculpé, no dije nada. Madre me
paró con una voz;
-¡Sinvergüenza!
No
dije nada, dócilmente subí los escalones escuchando la regañina.
-Tu
padre fuera y tú dándome disgustos -. Luego añadió con voz quebrada -: Anda,
cena.
Mojé
en el café una rebanada de pan untado de aceite. Mientras madre miraba el
suelo, Luisa, mi hermana, miraba para el pan, con ojos de hambre. Era la
escasez de la guerra, el hambre de la posguerra.
-¿Dónde
has estado?
Tampoco
contesté, pero no pude mirarle a la cara. Luego ya, cuando me encontré
arrebujado en la cama, lloré un rato pensando en que no me había atrevido a
contarles que había visto a mi padre esposado, conducido por la calle entre dos
guardias civiles.
Y
pensando en ello quedé dormido hasta las nueve del otro día...
Armando López Salinas