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martes, 7 de febrero de 2017

Eumo Editorial - Universitat de Vic


Lo que vio el perro

Cuando la curandera de Recemil entró en la choza, yo cabeceaba en mi rincón favorito, cerca del lar. Me despertaron las voces de sus acompañantes:
-¡Santas noches!
-¡Santas noches!
Y los zuecos sonaron con fuerza en la losa de los umbrales y más sordamente después sobre la tierra apisonada.
La curandera nos miró con sus verdes ojos redondos. Traía el negro mantón echado a guisa de pañuelo sobre la cabeza; era menuda, delgada; salían sus piernas, mondas de carne, desnudas, manchadas por el barro de los caminos, de entre la oquedad de las madreñas, como si fuesen de madera ellas mismas, y el rojo refajo las cobijaba después, a un palmo del suelo.
-¡Santas noches nos dé Dios!
Mi tío saludó también, sin alzarse del tosco banco. La curandera entonces, inquirió:
-¿Y Olalla?... ¿Cómo está?
Acercóse al lecho y se inclinó para mirar el rostro de mi hermana. Los dos aldeanos que habían entrado con la mujeruca avanzaron también lentamente.
-Sentaros -gruñó mi tío.
Y se sentaron junto al hogar, sobre la leña seca, que crujió y amenazó desmoronarse con su peso.
-Entonces..., ¿está igual? -preguntaron.
-Está igual -afirmó mi tío.
Callaron, sin saber qué decir. La respiración de mi hermana era un ronquido débil, pero parecía llenar todo el silencio. Se movía a veces la lengua roja del candil que iluminaba la estancia, y la negra columnita de humo que salía de él se quebraba y se ensanchaba al oscilar. Iban y venían entonces las sombras todas, como columpiándose en las paredes y en el techo. Y acaso se oía el ruido de un buey que afilaba sus cuernos en el pesebre, en el establo vecino, o su resoplar gigantesco. Callaba después, y volvía a invadir la casa el afanoso respirar de la enferma.
Desde San Froilán, vivía mi hermana sin vivir, en aquel agónico letargo. Una noche volvió sólo el ganado a nuestra choza. A ella la trajeron unos aldeanos cuando mediaba el día siguiente. La habían descubierto en un barranco, húmedas las ropas por el rocío, sumida en un desmayo, del que no volvió a salir. Mi tío y yo pasamos largas horas mirándola. A veces movía los labios, como si fuese a hablar; en alguna ocasión elevaba lentamente, trabajosamente, la morena manita hasta el cráneo, como si la atenazase el dolor. Bajo el pelo tenía una herida diminuta, en la que, cuando nosotros la advertimos, se había secado una sola gota de sangre.
Y un día y otro día así, con aquel ronquido, con aquel sopor invencible... una vecina aconsejó:
-¿Por qué no avisan a la curandera de Recemil, que tiene manos milagrosas?
Y mi tío trajo a la curandera de Recemil a la grupa de su caballejo, de larga crin negra. Hubo conciliábulo en torno al humilde lecho. Miraban todos al pobre cuerpo inmóvil bajo la colcha de rojo percal. Dijo una vecina:
-¿Caería por el barranco?
La curandera no respondió. Creció el espectante silencio. Rompió a hablar después la mujeruca, condolida, abriendo los párpados de mi hermana:
-¡No cayó mi joya, no cayó, que fue topada en el camino por la Santa Compaña...! Miren cómo aún tiene la cuitada en los ojos el reflejo de sus luces.
Hacináronse las curiosas cabezas sobre la de mi hermana. La curandera mantenía alzados los párpados con sus dedos nudosos: veíase el blanco azulado y un trozo de la pupila de la enferma. Una voz medrosa murmuró:
-¡Es cierto, cuitada: aún se ven ahí, una tras otra, las lucecitas de la Santa Compaña!
Y se santiguaron, temerosos, sobrecogidos por un hálito de misterio.
Después la curandera explicó. Conocía más casos. Bastián, el de Treves, se había cruzado una vez con la blanca procesión de almas en pena que recorre los campos por la noche. Hiciéronle llevar un haz de pajas encendidas y seguir tras ella leguas y leguas. Al amanecer se encontró quebrantado, casi exánime, en un hondo camino de carro. Desde entonces, nunca tuvo salud. El hechizo lo iba secando, secando... Si la misma Santa Compaña no lo hacía cesar, no habría saber humano que lo redimiese.
Pero Olalla podía curar. Cerca estaba la noche de ánimas, la única en que las almas peregrinas podían acercarse a la iglesia. Allí, en la proximidad del santuario, obligados benéficamente por su influjo, los espíritus deshacen el mal. Olalla iría con un haz de pajas encendidas, al mediar la noche. Cuando la Santa Compaña hubiese dado la tercera vuelta al atrio, tomaría la antorcha de manos de la enferma, y ella sanaría. Ojos humanos no habían de ver la escena, para que no perdiese la eficacia. Tras el muro del atrio, la curandera rezaría interín las palabras de San Juan, llenas de poder milagroso.
* * *
Lleváronse a Olalla. Los aldeanos venidos con la mujeruca sostenían las parihuelas. Mi tío iba detrás. El enorme perro que guardaba la huerta alzóse silencioso y siguió a la breve comitiva, olisqueando el bulto de ropas que envolvían a la doliente. Entró por el vano de la puerta un soplo de aire y se movió la lengua roja del candil, y todas las sombras se columpiaron. En la soledad, parecióme que las paredes de la casa se agrandaban. Era muy tarde ya; acaso rondaba la hora de los conjuros temerosos. Yo advertía próximos los pasos del Misterio. ¡Oh, he sentido en mi vida tantas cosas extrañas...! Entre el misterio y yo hubo siempre como un lazo invisible. Cuando murió mi madre, yo escuché los tres golpes que da la vara de San José en la puerta de los agonizantes y una lejana voz me llamaba: «¡Fabián! ¡Fabián! ¡Fabián!...» Muchas veces, cuando mi tío medita largo tiempo sentado en su banco, junto al hogar, yo veo aparecer sobre él la cabeza del hombre al que mató en riña en su juventud. Entonces ladra el perro, y mi tío le impone silencio con una voz; pero no sabe que yo y el perro hemos visto el lívido rostro precisarse en el aire, como un resplandor vago.
Y aquella noche sentí también el soplo de lo sobrenatural envolviéndome. El sueño me invadía, pero yo luchaba con él, victorioso. Me imaginaba la ceremonia que había de celebrarse en el atrio; veía la pequeña iglesia como una sombra más negra entre las sombras de la noche, y a Olalla sobre las losas bordeadas de musgo, surcadas por inscripciones mortuorias. Olalla era como una leve mancha blanquecina. Al otro lado de la muralla, la curandera de Recemil murmuraría sus conjuros. Suponía yo el brillo verde de sus ojos en la oscuridad. Junto a mi hermana ardería el haz. Temblaría el resplandor en el rosetón de la iglesia, y la sombra de un árbol cercano se prolongaría en el suelo, como queriendo huir. Luego, los espectros altos, blancos, procesionales, de la Santa Compaña, aparecerían silenciosos, inesperados, tras una esquina del templo, y se aproximarían lentamente.
Tenía miedo, pero pensaba, en medio de mis terrores, que Olalla curaría tal vez. Olalla era mayor que yo: tendría quince años. Cuando murió, ¡me pareció el campo tan triste...!
Me acordaré mientras viva de aquella media hora pasada en la soledad de la casa poblada de rumores. Movíase acaso alguna ramita seca en el montón cercano al lar; resoplaba un buey; corría una piedrecilla por la pendiente del tejado... A veces, al oscilar la llama del candil, parecían moverse los objetos. La puerta estaba abierta aún, y todas las sombras de la noche atisbaban desde el umbral, como en acecho, para saltarme. Yo las sentía cuchichear. Las sombras cuchichean: tienen un rumor, un susurro apagado, en el que se cuentan sus horrores.
Una ráfaga pasó entre ellas y entró, temblando de frío. Pareció entrar con ella un lejano grito de angustia. Sintióse el ruido de una carrera anhelosa... Me puse en pie, asustado... El perro entró... Corrió hacia mí, estremecido, anhelante; se escondió tras mi cuerpo... Estuvo así un minuto mortal, en que mis ojos desencajados se fijaban en la puerta, en espera de un gigantesco horror. Temblaban juntas nuestras carnes... Después el animal se arrastró lentamente hacia las sombras pavorosas que llenaban el vano, y aulló como en el día que oí los tres golpes de la vara de San José. Miraban más allá de las tinieblas sus ojos, encendidos por el terror de sabe Dios qué escalofriante misterio visto sobre las losas del atrio donde murió Olalla aquella noche.

Wenceslao Fernández Flórez