Cuando
la curandera de Recemil entró en la choza, yo cabeceaba en mi rincón favorito,
cerca del lar. Me despertaron las voces de sus acompañantes:
-¡Santas
noches!
-¡Santas
noches!
Y
los zuecos sonaron con fuerza en la losa de los umbrales y más sordamente
después sobre la tierra apisonada.
La
curandera nos miró con sus verdes ojos redondos. Traía el negro mantón echado a
guisa de pañuelo sobre la cabeza; era menuda, delgada; salían sus piernas,
mondas de carne, desnudas, manchadas por el barro de los caminos, de entre la
oquedad de las madreñas, como si fuesen de madera ellas mismas, y el rojo
refajo las cobijaba después, a un palmo del suelo.
-¡Santas
noches nos dé Dios!
Mi
tío saludó también, sin alzarse del tosco banco. La curandera entonces,
inquirió:
-¿Y
Olalla?... ¿Cómo está?
Acercóse
al lecho y se inclinó para mirar el rostro de mi hermana. Los dos aldeanos que
habían entrado con la mujeruca avanzaron también lentamente.
-Sentaros
-gruñó mi tío.
Y
se sentaron junto al hogar, sobre la leña seca, que crujió y amenazó
desmoronarse con su peso.
-Entonces...,
¿está igual? -preguntaron.
-Está
igual -afirmó mi tío.
Callaron,
sin saber qué decir. La respiración de mi hermana era un ronquido débil, pero parecía
llenar todo el silencio. Se movía a veces la lengua roja del candil que
iluminaba la estancia, y la negra columnita de humo que salía de él se quebraba
y se ensanchaba al oscilar. Iban y venían entonces las sombras todas, como
columpiándose en las paredes y en el techo. Y acaso se oía el ruido de un buey
que afilaba sus cuernos en el pesebre, en el establo vecino, o su resoplar
gigantesco. Callaba después, y volvía a invadir la casa el afanoso respirar de
la enferma.
Desde
San Froilán, vivía mi hermana sin vivir, en aquel agónico letargo. Una noche
volvió sólo el ganado a nuestra choza. A ella la trajeron unos aldeanos cuando
mediaba el día siguiente. La habían descubierto en un barranco, húmedas las
ropas por el rocío, sumida en un desmayo, del que no volvió a salir. Mi tío y
yo pasamos largas horas mirándola. A veces movía los labios, como si fuese a
hablar; en alguna ocasión elevaba lentamente, trabajosamente, la morena manita
hasta el cráneo, como si la atenazase el dolor. Bajo el pelo tenía una herida
diminuta, en la que, cuando nosotros la advertimos, se había secado una sola
gota de sangre.
Y
un día y otro día así, con aquel ronquido, con aquel sopor invencible... una
vecina aconsejó:
-¿Por
qué no avisan a la curandera de Recemil, que tiene manos milagrosas?
Y
mi tío trajo a la curandera de Recemil a la grupa de su caballejo, de larga
crin negra. Hubo conciliábulo en torno al humilde lecho. Miraban todos al pobre
cuerpo inmóvil bajo la colcha de rojo percal. Dijo una vecina:
-¿Caería
por el barranco?
La
curandera no respondió. Creció el espectante silencio. Rompió a hablar después
la mujeruca, condolida, abriendo los párpados de mi hermana:
-¡No
cayó mi joya, no cayó, que fue topada en el camino por la Santa Compaña...!
Miren cómo aún tiene la cuitada en los ojos el reflejo de sus luces.
Hacináronse
las curiosas cabezas sobre la de mi hermana. La curandera mantenía alzados los
párpados con sus dedos nudosos: veíase el blanco azulado y un trozo de la
pupila de la enferma. Una voz medrosa murmuró:
-¡Es
cierto, cuitada: aún se ven ahí, una tras otra, las lucecitas de la Santa
Compaña!
Y
se santiguaron, temerosos, sobrecogidos por un hálito de misterio.
Después
la curandera explicó. Conocía más casos. Bastián, el de Treves, se había
cruzado una vez con la blanca procesión de almas en pena que recorre los campos
por la noche. Hiciéronle llevar un haz de pajas encendidas y seguir tras ella
leguas y leguas. Al amanecer se encontró quebrantado, casi exánime, en un hondo
camino de carro. Desde entonces, nunca tuvo salud. El hechizo lo iba secando,
secando... Si la misma Santa Compaña no lo hacía cesar, no habría saber humano
que lo redimiese.
Pero
Olalla podía curar. Cerca estaba la noche de ánimas, la única en que las almas
peregrinas podían acercarse a la iglesia. Allí, en la proximidad del santuario,
obligados benéficamente por su influjo, los espíritus deshacen el mal. Olalla
iría con un haz de pajas encendidas, al mediar la noche. Cuando la Santa
Compaña hubiese dado la tercera vuelta al atrio, tomaría la antorcha de manos
de la enferma, y ella sanaría. Ojos humanos no habían de ver la escena, para que
no perdiese la eficacia. Tras el muro del atrio, la curandera rezaría interín
las palabras de San Juan, llenas de poder milagroso.
*
* *
Lleváronse
a Olalla. Los aldeanos venidos con la mujeruca sostenían las parihuelas. Mi tío
iba detrás. El enorme perro que guardaba la huerta alzóse silencioso y siguió a
la breve comitiva, olisqueando el bulto de ropas que envolvían a la doliente.
Entró por el vano de la puerta un soplo de aire y se movió la lengua roja del
candil, y todas las sombras se columpiaron. En la soledad, parecióme que las
paredes de la casa se agrandaban. Era muy tarde ya; acaso rondaba la hora de
los conjuros temerosos. Yo advertía próximos los pasos del Misterio. ¡Oh, he
sentido en mi vida tantas cosas extrañas...! Entre el misterio y yo hubo
siempre como un lazo invisible. Cuando murió mi madre, yo escuché los tres
golpes que da la vara de San José en la puerta de los agonizantes y una lejana
voz me llamaba: «¡Fabián! ¡Fabián! ¡Fabián!...» Muchas veces, cuando mi tío
medita largo tiempo sentado en su banco, junto al hogar, yo veo aparecer sobre
él la cabeza del hombre al que mató en riña en su juventud. Entonces ladra el
perro, y mi tío le impone silencio con una voz; pero no sabe que yo y el perro
hemos visto el lívido rostro precisarse en el aire, como un resplandor vago.
Y
aquella noche sentí también el soplo de lo sobrenatural envolviéndome. El sueño
me invadía, pero yo luchaba con él, victorioso. Me imaginaba la ceremonia que
había de celebrarse en el atrio; veía la pequeña iglesia como una sombra más
negra entre las sombras de la noche, y a Olalla sobre las losas bordeadas de
musgo, surcadas por inscripciones mortuorias. Olalla era como una leve mancha
blanquecina. Al otro lado de la muralla, la curandera de Recemil murmuraría sus
conjuros. Suponía yo el brillo verde de sus ojos en la oscuridad. Junto a mi
hermana ardería el haz. Temblaría el resplandor en el rosetón de la iglesia, y
la sombra de un árbol cercano se prolongaría en el suelo, como queriendo huir.
Luego, los espectros altos, blancos, procesionales, de la Santa Compaña,
aparecerían silenciosos, inesperados, tras una esquina del templo, y se
aproximarían lentamente.
Tenía
miedo, pero pensaba, en medio de mis terrores, que Olalla curaría tal vez. Olalla
era mayor que yo: tendría quince años. Cuando murió, ¡me pareció el campo tan
triste...!
Me
acordaré mientras viva de aquella media hora pasada en la soledad de la casa
poblada de rumores. Movíase acaso alguna ramita seca en el montón cercano al
lar; resoplaba un buey; corría una piedrecilla por la pendiente del tejado... A
veces, al oscilar la llama del candil, parecían moverse los objetos. La puerta
estaba abierta aún, y todas las sombras de la noche atisbaban desde el umbral,
como en acecho, para saltarme. Yo las sentía cuchichear. Las sombras
cuchichean: tienen un rumor, un susurro apagado, en el que se cuentan sus
horrores.
Una
ráfaga pasó entre ellas y entró, temblando de frío. Pareció entrar con ella un
lejano grito de angustia. Sintióse el ruido de una carrera anhelosa... Me puse
en pie, asustado... El perro entró... Corrió hacia mí, estremecido, anhelante;
se escondió tras mi cuerpo... Estuvo así un minuto mortal, en que mis ojos
desencajados se fijaban en la puerta, en espera de un gigantesco horror.
Temblaban juntas nuestras carnes... Después el animal se arrastró lentamente
hacia las sombras pavorosas que llenaban el vano, y aulló como en el día que oí
los tres golpes de la vara de San José. Miraban más allá de las tinieblas sus
ojos, encendidos por el terror de sabe Dios qué escalofriante misterio visto
sobre las losas del atrio donde murió Olalla aquella noche.
Wenceslao Fernández Flórez