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viernes, 17 de febrero de 2017

Museo Picasso - Málaga


La apuesta del califa

Un califa avaro y cruel tenía verdadera pasión por las apuestas. Pero era tan avaro y cruel que él mismo fijaba las normas de las apuestas, para no correr el menor riesgo. Se decía que sólo apostaba cuando tenía la certeza absoluta de que iba a ganar. Los cortesanos encontraban mil pretextos para evitar jugar con él.  El califa se veía reducido a apostar con comerciantes, con sus mujeres, con sus guardias e incluso con sus sirvientas. Una mañana, mientras atravesaba el patio principal, vio una enorme pila de ladrillos, que unos albañiles acababan de apilar. Al instante gritó:
-¿Quién quiere apostar conmigo?
Ninguna persona de las que se encontraban en aquel momento en el patio contestó. El califa repitió su pregunta en medio de un repentino silencio:
-¿Quién quiere apostar conmigo? Y precisó:
-¡Apuesto a que nadie es capaz de transportar esta pila de ladrillos con la única ayuda de sus manos, de un lado al otro del patio, antes de que el sol se ponga!  ¿Quién quiere apostar?
Todos los allí presentes se mantenían cabizbajos porque la tarea parecía imposible. Pero de repente un joven albañil avanzó unos pasos y preguntó:
-¿Cuál sería la apuesta?
-Diez tinajas de oro si lo consigues. 
-¿Y de no conseguirlo?
-Una cabeza cortada.
El joven albañil pensó un instante y dijo:
-Estoy listo a aceptar esa apuesta, pero con una condición.
-Te escucho.
-Podrás detener el juego en cualquier momento y, en caso de hacerlo, sólo me darás una tinaja de oro.
El califa hizo que le repitiese aquella singular condición y se quedó pensativo un momento, temiéndose una trampa. Podía detener el juego en cualquier momento y sólo perdería una tinaja de oro. ¿Qué sentido tenía aquella cláusula? ¿Qué escondía? El albañil se negó a decir más e hizo un movimiento para retirarse. El califa, movido por la pasión del juego, aceptó.
El joven se puso a transportar los ladrillos de un lado del patio al otro, con sus manos, observado por el califa y toda la corte. Después de una hora de trabajo, sólo había transportado una ínfima parte de la pila de ladrillos. Y sin embargo, sorprendentemente, sonreía. 
-¿Por qué sonríes? -le preguntó el califa-. ¡Está claro que has perdido! ¡Nunca lo conseguirás!
-Te equivocas -contestó el joven albañil, mientras atravesaba el patio. Estoy seguro de ganar.
-¿Cómo?
-Porque te has olvidado de algo. Y por eso sonrío.
-¿De qué me he olvidado?
-Oh, una cosa muy sencilla.
El joven prosiguió con su trajín, dejando al califa  con sus oscuros pensamientos. ¿De que se había olvidado? Recordó las frases exactas pronunciadas y no vio ninguna posible trampa. La pila de ladrillos, después de tres horas de trabajo, seguía allí, apenas disminuida. Tres o cuatro días no bastarían para transportarla de un lado del patio al otro. Y sin embargo el califa se sentía  inquieto.
Al principio de la hora cuarta, viendo que el joven albañil seguía sonriendo, le preguntó:
-¿Sigues estando seguro de ganar?
-Seguro.
-¿De que me he olvidado? Dímelo. ¿He evaluado mal el volumen de esa pila de ladrillos?  ¿Soy víctima de una ilusión?
-¡Oh, no! -contestó el joven-. Es algo mucho  más simple.
Y prosiguió con su tarea.
Al principio de la quinta hora el califa, que mostraba signos de inquietud, pregunto: 
-¿Sigues estando seguro de ganar?
-Lo sigo estando.
-Sin embargo, mira, la pila sigue estando muy alta, y apenas te quedan cuatro horas antes de que el sol se  ponga. ¿Cómo esperas ganar tu apuesta?
-Te lo repito -dijo el albañil mientras transportaba un montón de ladrillos-, te has olvidado de una cosa muy sencilla.
La frente del califa se arrugó y los ojos se le enturbiaron. Pensó una vez más en todos los elementos del problema sin llegar a encontrar la fatal falla donde su tesoro corría peligro de caer. En voz baja, empapado en sudor, pidió la opinión de los consejeros que tenía alrededor. Ni los más astutos pudieron darle respuesta alguna. Su opinión era que de forma evidente el califa iba a ganar una vez más su apuesta y a cortar una cabeza imprudente.
Al principio de la sexta hora el califa, al ver que el joven albañil, a pesar del cansancio, seguía sonriendo, le preguntó:
-¿Por qué sonríes?
-Sonrío porque voy a ganar un tesoro.
-¡Eso es imposible! ¡El sol está en la segunda mitad del cielo y la pila sigue siendo muy alta! No puedes ganar.
-Has olvidado algo muy sencillo -le dijo el albañil.
-¿Qué? ¿Qué he olvidado? -gritó el califa levantándose, acalorado, las manos temblorosas-.  ¿Vas a utilizar alguna clase de sortilegio? ¿Eres un djinn?  ¿Van a salir criaturas sobrenaturales de las murallas para ayudarte?
-No -contestó el albañil-, es mucho más sencillo que eso.
El califa convocó a los matemáticos y a los astrólogos, hizo medir las dos pilas de ladrillos, hizo observar el sol que seguía con su curso regular. Al principio de la séptima hora, viendo que el joven albañil seguía sonriendo, gritó:
-¿Sigues estando seguro de ganar? -Seguro.
-¡Apenas te queda una hora y los ladrillos que has transportado forman una ridícula pila comparado con la otra! ¡Mira! ¡Compara las dos pilas! ¿Cómo puedes decir que estás seguro de ganar esta apuesta?
-Te lo repito -contestó el joven-, has olvidado una cosa muy sencilla.
-¿De qué me he olvidado?
-¿Decides detener el juego? -¡Sí! ¡Lo detengo!
-¿Y darme una tinaja de oro?
-¡Sí! ¡Te la doy! Pero dime, te lo pido, ¿qué es eso tan sencillo de lo que me he olvidado? ¿Cómo te las habrías apañado para privarme de mis tesoros? ¿Qué precaución no he tomado?
El joven albañil dejó en el suelo los ladrillos que transportaba y, como el juego acababa de terminar y él había ganado, le dijo al califa:
-No has prestado la atención necesaria a la condición que he puesto. 
-¡Sólo he pensado en esa condición! -contestó el califa.
-Sí, pero sin comprender que para mí una tinaja de oro, sólo una, es un inestimable tesoro. Desde el principio sabía que no podía ganar las diez tinajas. Yo sólo, quería esa tinaja, esa única tinaja. Tú te jugabas diez tinajas de oro y yo sólo me jugaba una.
-Pero ¿cómo has conseguido ganar? ¿Cuál es esa cosa tan sencilla de la que me he olvidado?
-Te has olvidado -le dijo el joven-, de lo más sencillo. Te has olvidado de que podías perder la confianza en ti mismo.
El califa quedó en silencio. 
El joven albañil cogió la tinaja de oro que unos sirvientes acababan de traer. Se la cargó al hombro, cruzó el patio entre las dos desiguales pilas de ladrillos y se fue a otro reino.

Jean-Claude Carrière