Un califa avaro y cruel tenía
verdadera pasión por las apuestas. Pero era tan avaro y cruel que él mismo
fijaba las normas de las apuestas, para no correr el menor riesgo. Se decía que
sólo apostaba cuando tenía la certeza absoluta de que iba a ganar. Los cortesanos
encontraban mil pretextos para evitar jugar con él. El califa se veía reducido a apostar con
comerciantes, con sus mujeres, con sus guardias e incluso con sus sirvientas.
Una mañana, mientras atravesaba el patio principal, vio una enorme pila de ladrillos,
que unos albañiles acababan de apilar. Al instante gritó:
-¿Quién quiere apostar conmigo?
Ninguna persona de las que se
encontraban en aquel momento en el patio contestó. El califa repitió su
pregunta en medio de un repentino silencio:
-¿Quién quiere apostar conmigo? Y
precisó:
-¡Apuesto a que nadie es capaz de
transportar esta pila de ladrillos con la única ayuda de sus manos, de un lado
al otro del patio, antes de que el sol se ponga! ¿Quién quiere apostar?
Todos los allí presentes se
mantenían cabizbajos porque la tarea parecía imposible. Pero de repente un
joven albañil avanzó unos pasos y preguntó:
-¿Cuál sería la apuesta?
-Diez tinajas de oro si lo
consigues.
-¿Y de no conseguirlo?
-Una cabeza cortada.
El joven albañil pensó un
instante y dijo:
-Estoy listo a aceptar esa
apuesta, pero con una condición.
-Te escucho.
-Podrás detener el juego en
cualquier momento y, en caso de hacerlo, sólo me darás una tinaja de oro.
El califa hizo que le repitiese
aquella singular condición y se quedó pensativo un momento, temiéndose una
trampa. Podía detener el juego en cualquier momento y sólo perdería una tinaja
de oro. ¿Qué sentido tenía aquella cláusula? ¿Qué escondía? El albañil se negó
a decir más e hizo un movimiento para retirarse. El califa, movido por la
pasión del juego, aceptó.
El joven se puso a transportar
los ladrillos de un lado del patio al otro, con sus manos, observado por el
califa y toda la corte. Después de una hora de trabajo, sólo había transportado
una ínfima parte de la pila de ladrillos. Y sin embargo, sorprendentemente,
sonreía.
-¿Por qué sonríes? -le preguntó el califa-. ¡Está claro que has
perdido! ¡Nunca lo conseguirás!
-Te equivocas -contestó el joven
albañil, mientras atravesaba el patio. Estoy seguro de ganar.
-¿Cómo?
-Porque te has olvidado de algo.
Y por eso sonrío.
-¿De qué me he olvidado?
-Oh, una cosa muy sencilla.
El joven prosiguió con su trajín,
dejando al califa con sus oscuros
pensamientos. ¿De que se había olvidado? Recordó las frases exactas pronunciadas
y no vio ninguna posible trampa. La pila de ladrillos, después de tres horas de
trabajo, seguía allí, apenas disminuida. Tres o cuatro días no bastarían para
transportarla de un lado del patio al otro. Y sin embargo el califa se sentía inquieto.
Al principio de la hora cuarta, viendo que el
joven albañil seguía sonriendo, le preguntó:
-¿Sigues estando seguro de ganar?
-Seguro.
-¿De que me he olvidado? Dímelo.
¿He evaluado mal el volumen de esa pila de ladrillos? ¿Soy víctima de una ilusión?
-¡Oh, no! -contestó el joven-. Es algo
mucho más simple.
Y prosiguió con su tarea.
Al principio de la quinta hora el
califa, que mostraba signos de inquietud, pregunto:
-¿Sigues estando seguro de ganar?
-Lo sigo estando.
-Sin embargo, mira, la pila sigue
estando muy alta, y apenas te quedan cuatro horas antes de que el sol se ponga. ¿Cómo esperas ganar tu apuesta?
-Te lo repito -dijo el albañil
mientras transportaba un montón de ladrillos-, te has olvidado de una cosa muy
sencilla.
La frente del califa se arrugó y
los ojos se le enturbiaron. Pensó una vez más en todos los elementos del
problema sin llegar a encontrar la fatal falla donde su tesoro corría peligro
de caer. En voz baja, empapado en sudor, pidió la opinión de los consejeros que
tenía alrededor. Ni los más astutos pudieron darle respuesta alguna. Su opinión
era que de forma evidente el califa iba a ganar una vez más su apuesta y a
cortar una cabeza imprudente.
Al principio de la sexta hora el
califa, al ver que el joven albañil, a pesar del cansancio, seguía sonriendo,
le preguntó:
-¿Por qué sonríes?
-Sonrío porque voy a ganar un
tesoro.
-¡Eso es imposible! ¡El sol está
en la segunda mitad del cielo y la pila sigue siendo muy alta! No puedes ganar.
-Has olvidado algo muy sencillo
-le dijo el albañil.
-¿Qué? ¿Qué he olvidado? -gritó
el califa levantándose, acalorado, las manos temblorosas-. ¿Vas a utilizar alguna clase de sortilegio?
¿Eres un djinn? ¿Van a salir criaturas sobrenaturales de las
murallas para ayudarte?
-No -contestó el albañil-, es
mucho más sencillo que eso.
El califa convocó a los
matemáticos y a los astrólogos, hizo medir las dos pilas de ladrillos, hizo
observar el sol que seguía con su curso regular. Al principio de la séptima
hora, viendo que el joven albañil seguía sonriendo, gritó:
-¿Sigues estando seguro de ganar?
-Seguro.
-¡Apenas te queda una hora y los
ladrillos que has transportado forman una ridícula pila comparado con la otra!
¡Mira! ¡Compara las dos pilas! ¿Cómo puedes decir que estás seguro de ganar esta
apuesta?
-Te lo repito -contestó el
joven-, has olvidado una cosa muy sencilla.
-¿De qué me he olvidado?
-¿Decides detener el juego? -¡Sí!
¡Lo detengo!
-¿Y darme una tinaja de oro?
-¡Sí! ¡Te la doy! Pero dime, te
lo pido, ¿qué es eso tan sencillo de lo que me he olvidado? ¿Cómo te las
habrías apañado para privarme de mis tesoros? ¿Qué precaución no he tomado?
El joven albañil dejó en el suelo
los ladrillos que transportaba y, como el juego acababa de terminar y él había
ganado, le dijo al califa:
-No has prestado la atención
necesaria a la condición que he puesto.
-¡Sólo he pensado en esa
condición! -contestó el califa.
-Sí, pero sin comprender que para
mí una tinaja de oro, sólo una, es un inestimable tesoro. Desde el principio
sabía que no podía ganar las diez tinajas. Yo sólo, quería esa tinaja, esa
única tinaja. Tú te jugabas diez tinajas de oro y yo sólo me jugaba una.
-Pero ¿cómo has conseguido ganar?
¿Cuál es esa cosa tan sencilla de la
que me he olvidado?
-Te has olvidado -le dijo el joven-,
de lo más sencillo. Te has olvidado de que podías perder la confianza en ti
mismo.
El califa quedó en silencio.
El joven albañil cogió la tinaja
de oro que unos sirvientes acababan de traer. Se la cargó al hombro, cruzó el
patio entre las dos desiguales pilas de ladrillos y se fue a otro reino.
Jean-Claude
Carrière