Nachman en las carreras
La
gente llamaba Nachman a Nachman, como si fuera una figura histórica. No
recordaba a nadie que le hubiera llamado por el nombre de pila, ni siquiera su
madre. Tal vez algunos chicos en primaria, pero de eso hacía mucho tiempo.
Ahora que era un profesor de matemáticas de cuarenta y ocho años, el apellido
era conocido entre los matemáticos. «Nachman», decían, y eso era todo, como si
darle un tratamiento lo empequeñeciera. Como nadie lo había llamado nunca por
su nombre de pila, Nachman tenía la sensación de que no había tenido niñez, y
a veces creía que lo compensaba yendo a las carreras. Era una clase de juego,
la única que conocía, siendo los caballos los que participaban.
Como
matemático, Nachman tenía un sistema de apuestas, pero le bastaba con creer
que funcionaba. Nunca lo había probado científicamente. Confiaba en su poder.
Hasta le asustaba un poco pensar que podía dar el nombre del caballo ganador
casi cada vez. De vez en cuando, después de consultar el Daily Racing Form y
las hojas de pronósticos, se sentía tentado de nombrar al ganador, aunque solo
fuera por curiosidad. Había tenido razón las veces suficientes para creer que
podía tenerla casi siempre. Pero no tenía intención de ir más allá y aplicar
sus conocimientos.
Después
de mirar los pronósticos Nachman siempre iba al cercado, donde exponían los
caballos antes de la carrera, para estudiarlos. A sus ojos no había nada más
hermoso que un caballo de carreras. La línea del cuello y la grupa, los colores
del pelo, la elegancia de los esbeltos tobillos, la luz que se reflejaba en
los músculos cuando se movía o sencillamente la forma en que se movía. Esa
colección de elementos vivos, esa vida singular y espléndida, era un caballo de
carreras. Nachman conocía los nombres de cientos de caballos y era capaz de
recitar las estadísticas asociadas a sus carreras.
De
una tarde en el hipódromo le gustaba todo, desde la exposición de los caballos
hasta verlos dirigirse a la puerta y luego la carrera en sí. Era un magnífico
ritual que le producía una profunda satisfacción. Le encantaba la trompeta, la
voz del presentador, el público sentado en las gradas, hasta las colas ante las
ventanillas de las apuestas.
En
cuanto al sistema de apuestas, había acudido a su mente un buen día. No se
había propuesto inventarlo. Se presentó por sí solo. Eso no era nada
extraordinario, pensó. Las ideas iban y venían. La mente funcionaba de forma
independiente. La peculiaridad de la mente de Nachman era la capacidad para
reconocer los problemas y el ataque sistemático a lo desconocido. Tanto si le
gustaba como si no, su mente había inventado un sistema. Era cuestión de
estadísticas, que obtenía del Racing Form y de las distintas hojas de
pronósticos. Las estadísticas se basaban en diferentes clases de mediciones,
pero Nachman no necesitaba un ordenador para cuadrar unas estadísticas con
otras. Ni siquiera necesitaba un lápiz y un papel. Los ojos abarcaban las
cifras, la mente ajustaba los promedios y ya tenía al ganador... casi siempre,
si se molestaba en pensar en ello y hacer los cálculos.
Uno
podría decir: «Nachman, si tienes un sistema y no lo utilizas, estás apostando
contra ti mismo», y él estaría de acuerdo. Pero entonces no habría placer, ni
dramatismo ni emoción en la apuesta. Las carreras solo serían una forma de
ganar dinero. A Nachman le traía sin cuidado el dinero. Con su sueldo de la
universidad tenía más que suficiente. También cobraba cuando viajaba para dar
conferencias. Al ser un hombre soltero que vivía solo, sin gustos caros, tenía
suficiente dinero.
Iba
a las carreras y, sin pensarlo, hacía sus apuestas como alguien sin un sistema,
dándose a sí mismo la misma oportunidad de ganar que cualquiera. A veces
ganaba, otras perdía. Así debía ser, pensaba, y animaba y gritaba con todos los
demás, los asiduos. Le producía una profunda satisfacción sentirse como los
demás, un asiduo, no un bicho raro o un monstruo mental que, gracias a su don
mecánico para los números, era capaz de saber qué caballos iban a ganar antes
de casi cada carrera.
También
le daba satisfacción saludar a la gente que lo reconocían como asiduo del
hipódromo. Conocía unos pocos nombres, pero reconocía las caras y ellos
reconocían la suya, y eso le hacía sentirse como en casa. Un negro llamado
Horace a veces lo llamaba: «Eh, Nachman, ¿qué tal todo?». O: «Eh, Nachman, qué
corbata más moderna». Una vez Horace lo invitó a tomar algo entre carrera y
carrera. No tenían mucho de que hablar pero la compañía fue agradable. «Deja
que pague yo la próxima», dijo Nachman. Se enteró de que Horace era diácono y
que su iglesia estaba en Hollywood. Invitó a Nachman a ir algún domingo y él
respondió: «Me encantaría. Gracias». Poco después se separaron y se perdieron
de vista en medio de la multitud.
Cuando
empezaba una carrera, Nachman se emocionaba viendo salir los caballos por la
puerta y correr a lo largo de la barandilla hasta la curva del fondo, y
viéndolos doblar la curva en dirección a él, un frenesí de patas en movimiento,
golpeando la pista con los cascos, y con los yoqueis inclinados sobre el cuello
de los caballos, susurrándoles como amantes.
Como
Nachman creía que podía saber qué caballo iba a ganar, la emoción disminuía un
poco. Si le dijeras: «Podrías disfrutar de toda la emoción si no leyeras el Racing
Form ni las hojas de pronósticos. Entonces no sabrías nada», él estaría de
acuerdo. Hasta te confesaría que se sentía hipócrita, fingiendo no saber más
que cualquiera. Pero le encantaban el Form y los pronósticos. La información,
la inocente erudición, todo el concepto de esa literatura le parecía
fascinante. Le intrigaba que pudieran publicar tantas estadísticas sobre
caballos sin dar el nombre del caballo que seguramente ganaría la carrera.
La
gente creía que influían demasiados factores indeterminables en una carrera de
caballos. Nachman era consciente de esa creencia y sabía que los filósofos
escépticos, incluido el genio Hume, decían lo mismo que los que apostaban en
las carreras. A pesar de las estadísticas, el futuro es un misterio. Ni
siquiera puedes estar seguro de si saldrá el sol mañana. Él deseaba que fuera
cierto. Pero estaba seguro de que era básicamente falso.
Era
posible que un yóquey montara mal, un caballo enfermara o se amañara una
carrera, pero era básicamente falso que no se pudiera predecir el ganador la
mayoría de las veces, si no todas. Nachman no era un hombre que diera la
espalda a la verdad; solo jugaba a las carreras, apostando de forma intuitiva,
eligiendo los caballos por su aspecto, la fama de los yoqueis, las probabilidades
predominantes y otras consideraciones, lo que llamaba «profundos imponderables».
Lo que come un caballo, por ejemplo, puede afectar su actuación, ¿y quién sabe
si un caballo puede deprimirse? En pocas palabras, lo desconocido le inspiraba respeto.
Pero había nacido con una mente con gran potencial para saber la verdad. La
verdad era que muchas de las carreras habían terminado antes de que empezaran.
En
la carrera de ese día, un caballo llamado Frenchy ocupaba el número veinte en
la lista. Unas probabilidades tan pesimistas eran vergonzosas. ¿Por qué
participaba siquiera?
Como
siempre, consultó el Racing Form y las hojas de pronósticos, y fue a
estudiar los magníficos caballos, sobre todo a Frenchy. Tenía un color caoba
con un fuerte tono rojo. Era grande, de pecho profundo y patas largas. Tenía un
vigor y una vitalidad excepcionales en los músculos de los flancos y el lomo.
Si pegabas la oreja a él, pensó Nachman, oirías un zumbido. Qué lástima que un
caballo tan magnífico fuera perdedor. Aun mientras pensaba en ello, su sistema
introdujo en su mente información extraña. Frenchy iba a ganar. Él no había
querido saberlo, pero le gustara o no, su sistema le dijo que Frenchy iba a
ganar, aunque fuera estadísticamente imposible. Conocía el caballo. Frenchy
había registrado una velocidad récord durante los entrenamientos, pero tras
unas pocas victorias iniciales había pasado a ser el cuarto o el quinto,
dejando de tener valor. Había perdido las esperanzas de ganar. Eso le ocurría a
un caballo como le ocurría a una persona, creía Nachman. Había matemáticos con
talento que nunca lograban lo que se esperaba de ellos. Las grandes
expectativas, no los problemas matemáticos, llevaban a la impotencia mental.
Frenchy era como ellos. Sabía que se esperaba de él que saliera ganador, de
modo que no podía ganar. Frenchy era peor que un perdedor.
Pero
tal vez había cambiado algo. Tal vez era el nuevo yóquey, un mexicano llamado
Carlos Aroyo que los dueños habían traído a Estados Unidos para montar a
Frenchy. Aroyo tenía fama de entender los problemas de los caballos. Sabía
cómo hablarles. Había ganado muchas carreras. Era un gran yóquey y podías
apostar por él, si no por el caballo, pero no veinte contra uno. El sistema de
Nachman no podía manejar misterios psicológicos. Los problemas, sí. Pero los
misterios eran otra cosa.
Nachman
debía de haber cometido un error en sus cálculos. O había factores sutiles,
implícitos en su sistema, que no había sabido ver. Un error honesto. Pero tal
vez había algo más en juego. Nachman quería que Frenchy ganara porque era un
caballo hermoso. La belleza de Frenchy y el anhelo de Nachman habían entrado
en los cálculos, y habían resultado en una afirmación sentimental. Deshonesta
pero no deplorable. Simplemente humana.
Algunos
de los mejores matemáticos habían creído poder revelar los secretos de Dios,
solo porque sus pruebas eran hermosas. A Nachman le conmovía su entusiasmo
visionario, pero él no era místico. Las cifras de Frenchy estaban sencillamente
equivocadas. La belleza era irrelevante, como lo eran sus anhelos. Su sistema
se había excedido. Quería averiguar la razón, pero ese no era el momento. Solo
faltaban unos minutos para la carrera.
Se
unió a la cola de la ventanilla de las apuestas con un billete de veinte dólares
en la mano, resuelto a apostar por un caballo llamado Night Flower, no por
Frenchy. Frente a él estaba Horace y una niña de unos nueve años. Tenía el tono
de la piel, los ojos y la boca de Horace. Saltaba a la vista que era su hija.
Vio a Nachman sonreírle y dijo:
-Mi
mamá está en el hospital. Por eso no estoy en el colegio.
Horace
se volvió.
-¿Qué
tal estás, Nachman?
-Bien.
Siento lo de tu mujer, Horace.
-Todo
va bien. No le hagas caso.
-No
me deja ir al colegio porque le da miedo quedarse solo -dijo la niña.
-Cállate,
Camille -dijo Horace-. Y átate los cordones. -Luego miró a Nachman a los ojos y
añadió-: Si me quedo en casa me volveré loco.
-No
tienes que darme explicaciones. No es asunto mío.
-Hemos
ido al hospital esta mañana.
La
cola avanzó. Horace se volvió hacia la ventanilla y dijo:
-Cincuenta
dólares por Lady's Man.
-No,
cincuenta por Frenchy -dijo Nachman impulsivamente.
Horace
retiró el dinero como si se hubiera quemado la mano.
El
agente de apuestas preguntó:
-¿Por
cuál va a ser?
-Un
momento, por favor -dijo Horace, luego se volvió hacia Nachman-. Frenchy está a
veinte contra uno. ¿Sabes algo que yo no sepa?
-Frenchy
-respondió Nachman.
Su
voz sonó con autoridad, como si supiera de qué hablaba. En realidad nunca había
estado menos seguro de sí mismo, pero quería dar algo a Horace y Frenchy era
todo lo que tenía.
Horace
se volvió y deslizó el dinero sobre el mostrador. Nachman también apostó, y se
reunió con Horace y su hija. Bajaron las gradas y se abrieron paso hasta el
cercado. Horace no miró a Nachman.
-Si
no ganas, te daré cincuenta dólares -dijo Nachman, arrepentido y nervioso.
Fue
peor cuando Horace replicó:
-Yo
he hecho la apuesta. Si pierdo, pierdo. Solo hoy, Nachman. Solo hoy.
-¿Qué?
-No
lo habría hecho otro día.
-Has
hecho lo que debías -dijo Nachman incapaz de callar, tirándose un farol-.
Cuando Frenchy llegue a la meta habrás ganado mil dólares.
-No
necesito mil dólares.
-¿Qué
necesitas?
Horace
no respondió, lo que empeoró aún más las cosas. Al parecer la carrera
significaba mucho para él. Cuando empezó, Nachman tuvo que obligarse a mirar.
El
grupo se apelotonó al salir de la puerta y avanzó en bloque hasta que Night
Flower tomó la delantera. Nachman no veía a Frenchy, pero oyó decir al
presentador que corría el quinto. No apartó la vista de los caballos. Le
pareció que Horace lo miraba de reojo. Luego el presentador dijo que Frenchy
estaba tomando posiciones, que corría el cuarto, el tercero. Camille empezó a
gritar cuando los caballos llegaron a la recta final.
-Frenchy,
Frenchy.
Horace
apoyó los puños en la barandilla y la golpeó lenta y metódicamente. Nachman lo
miró, esperando establecer algún contacto, anticipando su decepción y hasta su
cólera. Frenchy no podía ganar. Al menos parecía que lo estaba haciendo mejor
que nunca, pensó Nachman. La cara de Horace no revelaba nada, pero vio la
horrible intensidad de sus puños. En la recta final Frenchy se puso a la cabeza
y ganó por tres cuerpos.
-Gracias
a Dios -dijo Nachman.
Horace
sonreía negando con la cabeza.
-No
me lo creo.
-Créelo.
Frenchy podría haber ganado por más -dijo Nachman con tono experto.
-Ha
ganado con suficiente margen.
Horace
cogió a Camille de la mano y fueron a recoger sus ganancias. Se volvió y
asintió, dando las gracias a Nachman con la mirada.
Nachman
se dirigió a la salida. Había apostado intuitivamente por Night Flower y el
caballo había quedado el último. Mientras entraba en el amplio aparcamiento se
detuvo a encender un cigarrillo para calmarse. Pasaba gente sin parar por ambos
lados. Luego oyó que alguien lo llamaba y vio a Horace acercarse con Camille.
-Creo
que no te he dado las gracias -dijo.
-No
es necesario. Me alegro de haber ayudado.
-¿Cómo
has sabido que iba a ganar?
-Un
presentimiento.
-No
me vengas con chorradas, Nachman. Sabías algo, ¿verdad?
-He
tenido un fuerte presentimiento.
-Has
tenido un fuerte presentimiento.
-Sí.
-Tal
vez hayas tenido un fuerte presentimiento, pero creo que no era sobre el
caballo sino sobre mí. Yo necesitaba una señal y tú me la has dado. Tal vez el
Señor te ha enviado y tú ni siquiera lo sabías, pero agradezco lo que has
hecho y te doy las gracias.
-Todo
va a salir bien -dijo Nachman, abrumado por el afecto y la compasión. Quería
abrazar a Horace, pero apenas lo conocía. Además, el afecto que sentía era
sobre todo hacia sí mismo. Volvió a decir-: Todo va a salir bien.
-Lo
sé.
Se
estrecharon la mano y se despidieron. Nachman se alejó con aire resuelto como
un soldado. Se podría decir que marchó eufórico por un largo pasillo de
coches, lleno de demasiados sentimientos para pensar con claridad. Había
desconfiado de su sistema pero había funcionado, lo que era maravilloso, si
bien algo inquietante. Tal vez era mejor matemático de lo que se pensaba.
Cuando llegara a casa cogería un lápiz y un papel, y trataría de averiguar qué
había ocurrido. No. Era mejor dejado estar. De pronto se dio cuenta de que
caminaba sin rumbo ni fin determinado. No recordaba dónde había aparcado.
Había cientos de coches. Se sintió confuso e impotente como un niño perdido,
pero no menos feliz. Tarde o temprano aparecería el coche. La sensación de
estar perdido no era tan desagradable.
Leonard Michaels