El hombre del hielo de la calle Market
A principios de la década de 1970
trabajé durante tres años como conductor de un trolebús de la línea 8 para la
Compañía de Transportes Municipales de San Francisco. La calle Market es una
vía principal y durante el día la recorren gentes de todos los niveles
sociales. Yo trabajaba de noche y mi turno comenzaba a la hora punta. Durante
los primeros recorridos de la jornada llevaba sobre todo a oficinistas que iban
desde el distrito financiero al área residencial que quedaba al oeste del
centro urbano. Ya más avanzada la noche, los pasajeros eran menos variados:
trabajadores del turno de noche, gente que salía de juerga y los «habituales»
de la calle Market. Los habituales eran aquellos que vivían en dicha calle o en
sus alrededores y casi todos, sin excepción, se alojaban en pensiones o en
hoteles baratos. El mayor centro de acogida de la asistencia social era un
edificio colosal conocido como el Lincoln. Estaba situado casi al principio de
la calle Market, a una manzana de los muelles.
El Hotel Lincoln era un edificio
de cinco plantas que tenía unas doscientas o trescientas habitaciones
pequeñitas. Una vez entré cuando fui a visitar a un amigo al que le iban mal
las cosas. Ésta no es su historia, pero mi recuerdo de ese edificio proviene de
esa visita. Nada más entrar en el estrecho vestíbulo, uno se encontraba de
frente con una cabina pequeñita de enrejado metálico. Dentro había un aburrido
conserje que realizaba transacciones poco frecuentes. A su derecha había uno de
esos ascensores antiguos que no tenían cristales ni paredes sólidas: otra
cabina. A la derecha del ascensor había un pasillo largo y estrecho con una
escalera en cada extremo. Los desnudos suelos de madera tenían ya surcos de
tantos años de uso. Cada pocos metros se sucedían las puertas de los pequeños
habitáculos, que constituían los dominios privados de cada residente.
En el Hotel Lincoln vivía todo
tipo de gente. Algunos eran huéspedes transitorios, a quienes la seguridad
social les había procurado un alojamiento de emergencia. Unos pocos eran presos
que estaban en libertad condicional. Sin embargo, la mayoría eran residentes
fijos que se quedaban allí meses y hasta años; muchos de ellos eran gente que
vivía sola y que se las arreglaba para pagar el modesto alquiler gracias a sus
pensiones, a la seguridad social o a las ayudas por invalidez. Unos hacían
trabajos deplorables ganando apenas lo suficiente como para subsistir. La
mayoría estaba entre la mediana edad y la vejez. Casi todos tenían una
característica en común: la dignidad. Sus medios eran limitados; su futuro,
gris; pero se comportaban con dignidad y solían tratarse los unos a los otros
con amabilidad.
Ya casi al final de mi jornada,
tenía un pequeño número de pasajeros habituales que subían y bajaban del
trolebús en las mismas paradas y a la misma hora todas las noches. Uno de ellos
era un hombre de raza negra que parecía tener edad para retirarse. Era delgado,
un poco más bajo que la media y se movía con rapidez y seguridad. Yo diría que
era enjuto y fibroso. Como era muy reservado y nunca iniciaba ninguna
conversación, yo jamás me habría fijado en él si no hubiera sido porque todos
los viernes a las 11.20 de la noche subía al trolebús cargando al hombro un
enorme saco verde, de un material muy resistente, de los que se utilizan para
la basura. Su contenido tintineaba y hacia ruiditos como un sonajero. Era igual
de grande que el saco de Santa Claus, aunque transportado por un Santa Claus
bajito, fibroso y urbano. Yo me moría de curiosidad por saber que hacía aquel
tipo con aquella bolsa, pero preferí respetar su silencio. Se subía en la calle Siete y se bajaba en la calle
Mayor, que era la parada más próxima al Hotel Lincoln.
Mi curiosidad iba creciendo
viernes tras viernes. Después de cuatro o cinco semanas, decidí arriesgarme y
preguntarle. Cuando subió al trolebús y me enseñó su ticket de transbordo, le
pregunté:
-¿Le importa si le pregunto qué
es lo que lleva en ese saco?
-Hielo -contestó.
-¿Hielo?
-Sí, hielo.
No cabía duda de que no era un
hombre locuaz. Yo no dije nada más, aunque esperaba que me ampliase la
información. Los habituales de la calle Market suelen ser personas solitarias y
enseguida entablan conversación cuando alguien les da pie. Pero él no volvió a
abrir la boca. Yo estaba demasiado perplejo para tirarle de la lengua. Poco después
bajaba del trolebús con su tintineante cargamento.
Mediada la siguiente semana, ya había resuelto
aprovechar la próxima oportunidad y desvelar el misterio del Hombre del Hielo
de la calle Market. Estaba ansioso de hacerlo. ¿Y si no volvía a aparecer? ¿Se
convertiría en uno de esos misterios de la vida que nunca se resuelven? Durante
todo el viernes estuve esperando el momento de nuestro encuentro. Por fin, cuando me acercaba a la parada de la
calle Siete a las 11.20 de la noche, le vi esperando con el saco. Cuando subió
le saludé.
-Hola
-Hola -contestó.
Parecía que nuestra escueta
conversación del viernes anterior había dejado alguna huella. Fui directo al
grano.
-¿Es hielo lo que lleva en el
saco?
-Sí -contestó.
Dejando de lado cualquier reticencia,
le confesé que sentía una gran
curiosidad por saber por qué cargaba con aquel enorme saco de hielo. Y entonces
me contó su historia. Trabajaba en la cocina de la cafetería de la Universidad
de San Francisco. Fregaba el suelo y sacaba la basura. El viernes la cocina se
cerraba durante todo el fin de semana. Para ahorrar electricidad, la
universidad desconectaba las neveras. Puesto que durante esos días el hielo se
derretía, a él se le permitía coger todo el que quisiese.
Casi todos los trabajos tienen
sus beneficios adicionales. Los cocineros consiguen comida gratis. A algunos
profesores todavía les regalan manzanas. A los oficinistas nunca les faltan
clips ni gomas. A aquel empleado se le permitía llevarse una vez a la semana todo el agua congelada que
pudiese acarrear. A estas alturas,
Querido Lector, es probable que usted también esté pensando lo que pensaba yo
en aquel momento: que aquello no era más que una codicia absurda que le
condenaba a llevar a cuestas una pesada carga todos los viernes por la noche.
Pero estaba equivocado. A continuación me explicó que vivía (como yo había
supuesto) en el Hotel Lincoln. En su habitación tenía un gran cajón congelador
que mantenía el hielo durante todo el fin de semana.
Muchos de los que residían en el
hotel recibían cheques semanales y a veces podían permitirse el lujo de
invertir en una petaca de whisky. Todos estaban invitados a pasar por su
habitación a coger hielo gratis. A veces le ofrecían una copa. A veces
aceptaba, pero no siempre. Por sus modales, resultaba obvio que no era un
borracho. Un pequeño grupo de sus vecinos -pensionistas, inválidos, fracasados-
se reunía con frecuencia para compartir su botín y él para compartir el de
ellos.
Cumplía un papel social en el
centro de una comunidad. Transportaba hielo que pronto se derretiría y
desaparecería. Pero mientras se derretía, había gente que se reunía para
compartir hielo, bebidas, compañía y muchos brindis de buena ventura.
Los tiempos cambian.
Donde estaba el Hotel Lincoln,
hoy se levanta el edificio del Banco de la Reserva Federal.
R. C. van Kooy
Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a José Víctor.