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lunes, 2 de enero de 2017

Códices Medievales

                        

Los pasos perdidos

                                             23                                                   
(Jueves, 21 de junio)

Conozco el secreto del Adelantado. Ayer me lo confió, junto al fuego, cuidando de que Yannes no pudiese oírnos. Hablan de sus hallazgos de oro; lo creen rey de antiguos cimarrones, le atribuyen esclavos; otros se imaginan que tiene varias mujeres en un selvático gineceo, y que sus solitarios viajes se deben a la voluntad de que sus amantes no vean otros hombres. La verdad es mucho más hermosa. Cuando me fue revelada en pocas palabras, quedé maravillado por el vislumbre de una posibilidad ja­más imaginada -estoy seguro de ello- por hombre alguno de mi generación. Antes de dormirme en la noche del colgadizo, donde el leve balanceo de nues­tras hamacas arranca un acompasado crujido a las cabuyeras, digo a Rosario, a través de los estambres, que proseguiremos el viaje durante algunos días. Y cuando temo encontrar alguna fatiga, algún de­saliento, o una pueril preocupación por regresar, me responde un animoso consentimiento. A ella no im­porta adónde vamos, ni parece inquietarse porque haya comarcas cercanas o remotas. Para Rosario no existe la noción de estar lejos de algún lugar pres­tigioso, particularmente propicio a la plenitud de la existencia. Para ella, que ha cruzado fronteras sin dejar de hablar el mismo idioma y que jamás pensó en atravesar el Océano, el centro del mundo está donde el sol, a mediodía, la alumbra desde arriba. Es mujer de tierra, y mientras se ande sobre la tierra y se coma, y haya salud, y haya hombres a quien ser­vir de molde y medida con la recompensa de aquello que llama «el gusto del cuerpo», se cumple un desti­no que más vale no andar analizando demasiado, por­que es regido por «cosas grandes», cuyo mecanismo es oscuro, y que, en todo caso, rebasan la capacidad de interpretación del ser humano. Por lo mis­mo, suele decir que «es malo pensar en ciertas co­sas». Ella se llama a sí misma Tu mujer, refirién­dose a ella en tercera persona: «Tu mujer se esta­ba durmiendo; Tu mujer te buscaba»... Y en esa constante reiteración del posesivo encuentro como una solidez de concepto, una cabal definición de si­tuaciones, que nunca me diera la palabra esposa. Tu mujer es afirmación anterior a todo contrato, a todo sacramento. Tiene la verdad primera de esa matriz que los traductores mojigatos de la Biblia sustituyen por entrañas, restando fragor a ciertos gritos profé­ticos. Además, esta definidora simplificación del tex­to es habitual en Rosario. Cuando alude a ciertas intimidades de su naturaleza que no debo ignorar como amante, emplea expresiones a la vez inequí­vocas y pudorosas que recuerdan las «costumbres de mujeres» invocadas por Raquel ante Labán. Todo lo que pide Tu mujer esta noche es que yo la lleve conmigo adonde vaya. Agarra su hato y sigue al va­rón sin preguntar más. Muy poco sé de ella. No aca­bo de comprender si es desmemoriada o no quiere hablar de su pasado. No oculta que vivió con otros hombres. Pero éstos marcaron etapas de su vida cuyo secreto defiende con dignidad -o tal vez porque crea poco delicado dejarme suponer que algo ocurri­do antes de nuestro encuentro pueda tener alguna importancia-. Este vivir en el presente, sin po­seer nada, sin arrastrar el ayer, sin pensar en el ma­ñana, me resulta asombroso. Y, sin embargo, es evi­dente que esa disposición de ánimo debe ensanchar considerablemente las horas de sus tránsitos de sol a sol. Habla de días que fueron muy largos y de días que fueron muy breves, como si los días se sucedie­ran en tiempos distintos -tiempos de una sinfonía telúrica que también tuviese sus andantes y adagios, entre jornadas llevadas en movimiento presto. Lo sorprendente es que -ahora que nunca me preocu­pa la hora- percibo a mi vez los distintos valores de los lapsos, la dilatación de algunas mañanas, la parsimoniosa elaboración de un crepúsculo, atónito ante todo lo que cabe en ciertos tiempos de esta sinfonía que estamos leyendo al revés, de derecha a izquierda, contra la clave de sol, retrocediendo ha­cia los compases del Génesis. Porque, al atardecer, hemos caído en el habitat de un pueblo de cultura muy anterior a los hombres con los cuales convivi­mos ayer. Hemos salido del paleolítico -de las in­dustrias paralelas a las magdalenienses y aurigna­cienses, que tantas veces me hubieran detenido al borde de ciertas colecciones de enseres líticos con un «no va más» que me situaba al comienzo de la noche de las edades-, para entrar en un ámbito que hacía retroceder los confines de la vida humana a lo más tenebroso de la noche de las edades. Esos in­dividuos con piernas y brazos que veo ahora, tan se­mejantes a mí; esas mujeres cuyos senos son ubres fláccidas que cuelgan sobre vientres hinchados; esos niños que se estiran y ovillan con gestos felinos; esas gentes que aún no han cobrado el pudor pri­mordial de ocultar los órganos de la generación, que están desnudas sin saberlo, como Adán y Eva antes del pecado, son hombres, sin embargo. No han pen­sado todavía en valerse de la energía de la semilla; no se han asentado, ni se imaginan el acto de sem­brar; andan delante de sí, sin rumbo, comiendo co­razones de palmeras, que van a disputar a los simios, allí arriba, colgándose de las techumbres de la sel­va. Cuando las aguas en creciente les aíslan durante meses en alguna región de entrerríos, y han pelado los árboles como termes, devoran larvas de avispa, triscan hormigas y liendres, escarban la tierra y tra­gan los gusanos y las lombrices que les caen bajo las uñas, antes de amasar la tierra con los dedos y comerse la tierra misma. Apenas si conocen los re­cursos del fuego. Sus perros huidizos, con ojos de zorros y de lobos, son perros anteriores a los perros. Contemplo los semblantes sin sentido para mí, com­prendiendo la inutilidad de toda palabra, admitiendo de antemano que ni siquiera podríamos hallarnos en la coincidencia de una gesticulación. El Adelantado me agarra por un brazo y me hace asomarme a un hueco fangoso, suerte de zahurda hedionda, llena de huesos roídos, donde veo, erguirse las más horribles cosas que mis ojos hayan conocido: son como dos fe­tos vivientes, con barbas blancas, en cuyas bocas bel­fudas gimotea algo semejante al vagido de un recién nacido; enanos arrugados, de vientres enormes, cu­biertos de venas azules como figuras de planchas anatómicas, que sonríen estúpidamente, con algo te­meroso y servil en la mirada, metiéndose los dedos entre los colmillos. Tal es el horror que me producen esos seres, que me vuelvo de espaldas a ellos, movido, a la vez, por la repulsión y el espanto. «Cautivos -me dice el Adelantado sarcástico-, cautivos de los otros que se tienen por la raza superior, única dueña legítima de la selva.» Siento una suerte de vértigo ante la posibilidad de otros escalafones de retroceso, al pensar que esas larvas humanas, de cuyas ingles cuelga un sexo eréctil como el mío, no sean todavía lo último. Que puedan existir, en parte, cautivos de esos cautivos, erigidos a su vez en especie superior, predilecta y autorizada, que no sepan roer ya ni los huesos dejados por sus perros, que disputen carro­ñas a los buitres, que aúllen su celo, en las noches del celo, con aullidos de bestia. Nada común hay entre estos entes y yo. Nada. Tampoco tengo que ver con sus amos, los tragadores de gusanos, los la­medores de tierra, que me rodean... Y, sin embargo, en medio de las hamacas apenas hamacas -cunas de lianas, más bien-, donde yacen y fornican y pro­crean, hay una forma de barro endurecida al sol: una especie de jarra sin asas, con dos hoyos abiertos lado a lado, en el borde superior, y un ombligo dibu­jado en la parte convexa con la presión de un dedo apoyado en la materia, cuando aún estuviese blanda. Esto es Dios. Más que Dios: es la Madre de Dios. Es la Madre, primordial de todas las religiones. El prin­cipio hembra, genésico, matriz, situado en el secreto prólogo de todas las teogonías. La Madre, de vientre abultado, vientre que es a la vez ubres, vaso y sexo, primera figura que modelaron los hombres, cuando de las manos naciera la posibilidad del Objeto. Tenía ante mí a la Madre de los Dioses Niños, de los to­tems dados a los hombres para que fueran cobrando el hábito de tratar a la divinidad, preparándose para el uso de los Dioses Mayores. La Madre, «solitaria, fuera del espacio y más aún del tiempo», de quien Fausto pronunciara el sólo enunciado de Madre, por dos veces, con terror. Viendo ahora que las ancianas de pubis arrugado, los trepadores de árboles y las hembras empreñadas me miran, esbozo un torpe gesto de reverencia hacia la vasija sagrada. Estoy en morada de hombres y debo respetar a sus Dio­ses... Pero he aquí que todos echan a correr. Detrás de mí, bajo un amasijo de hojas colgadas de ramas que sirven de techo, acaban de tender el cuerpo hin­chado y negro de un cazador mordido por un crótalo. Fray Pedro dice que ha muerto hace varias horas. Sin embargo, el Hechicero comienza a sacudir una calabaza llena de gravilla -único instrumento que conoce esta gente- para tratar de ahuyentar a los mandatarios de la Muerte. Hay un silencio ritual, preparador del ensalmo, que lleva la expecta­ción de los que esperan a su colmo. Y en la gran selva que se llena de espantos nocturnos, surge la Palabra. Una palabra que es ya más que palabra. Una palabra que imita la voz de quien dice, y tam­bién la que se atribuye al espíritu que posee el cadáver. Una sale de la garganta del ensalmador; la otra, de su vientre. Una es grave y confusa como un subterráneo hervor de lava; la otra, de timbre mediano, es colérica y destemplada. Se alternan. Se responden. Una increpa cuando la otra gime; la del vientre se hace sarcasmo cuando la que surge del gaznate parece apremiar. Hay como portamentos gu­turales, prolongados en aullidos; sílabas que, de pronto, se repiten mucho, llegando a crear un ritmo; hay trinos de súbito cortados por cuatro notas que son el embrión de una melodía. Pero luego es el vibrar de la lengua entre los labios, el ronquido hacia adentro, el jadeo a contratiempo sobre la ma­raca. Es algo situado mucho más allá del lenguaje, y que, sin embargo, está muy lejos aún del canto. Algo que ignora la vocalización, pero es ya algo más que palabra. A poco de prolongarse, resulta horrible, pa­vorosa, esa grita sobre el cadáver rodeado de perros mudos. Ahora, el Hechicero se le encara, vocifera, golpea con los talones en el suelo, en lo más des­garrado de un furor imprecatorio que es ya la verdad profunda de toda tragedia -intento primordial de lucha contra las potencias de aniquilamiento que se atraviesan en los cálculos del hombre-. Trato de mantenerme fuera de esto, de guardar distancias. Y, sin embargo, no puedo sustraerme a la horrenda fascinación que esta ceremonia ejerce sobre mí... Ante la terquedad de la Muerte, que se niega a soltar su presa, la Palabra, de pronto, se ablanda y desco­razona. En boca del Hechicero, del órfico ensalma­dor, estertora y cae, convulsivamente, el Treno -pues esto y no otra cosa es un treno-, dejándome deslumbrado por la revelación de que acabo de asistir al Nacimiento de la Música.

Alejo Carpentier


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