Los pasos perdidos
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(Jueves, 21 de junio)
Conozco el secreto del Adelantado. Ayer me lo confió,
junto al fuego, cuidando de que Yannes no pudiese oírnos. Hablan de sus
hallazgos de oro; lo creen rey de antiguos cimarrones, le atribuyen esclavos;
otros se imaginan que tiene varias mujeres en un selvático gineceo, y que sus
solitarios viajes se deben a la voluntad de que sus amantes no vean otros
hombres. La verdad es mucho más hermosa. Cuando me fue revelada en pocas
palabras, quedé maravillado por el vislumbre de una posibilidad jamás
imaginada -estoy seguro de ello- por hombre alguno de mi generación. Antes de
dormirme en la noche del colgadizo, donde el leve balanceo de nuestras hamacas
arranca un acompasado crujido a las cabuyeras, digo a Rosario, a través de los
estambres, que proseguiremos el viaje durante algunos días. Y cuando temo
encontrar alguna fatiga, algún desaliento, o una pueril preocupación por
regresar, me responde un animoso consentimiento. A ella no importa adónde
vamos, ni parece inquietarse porque haya comarcas cercanas o remotas. Para
Rosario no existe la noción de estar lejos de algún lugar prestigioso,
particularmente propicio a la plenitud de la existencia. Para ella, que ha
cruzado fronteras sin dejar de hablar el mismo idioma y que jamás pensó en
atravesar el Océano, el centro del mundo está donde el sol, a mediodía, la
alumbra desde arriba. Es mujer de tierra, y mientras se ande sobre la tierra y
se coma, y haya salud, y haya hombres a quien servir de molde y medida con la
recompensa de aquello que llama «el gusto del cuerpo», se cumple un destino
que más vale no andar analizando demasiado, porque es regido por «cosas
grandes», cuyo mecanismo es oscuro, y que, en todo caso, rebasan la capacidad
de interpretación del ser humano. Por lo mismo, suele decir que «es malo
pensar en ciertas cosas». Ella se llama a sí misma Tu mujer, refiriéndose
a ella en tercera persona: «Tu mujer se estaba durmiendo; Tu mujer te
buscaba»... Y en esa constante reiteración del posesivo encuentro como una
solidez de concepto, una cabal definición de situaciones, que nunca me diera la palabra esposa. Tu mujer es afirmación anterior a todo contrato, a todo sacramento. Tiene la
verdad primera de esa matriz que los traductores mojigatos de la Biblia sustituyen por entrañas,
restando fragor a ciertos gritos proféticos. Además, esta definidora
simplificación del texto es habitual en Rosario. Cuando alude a ciertas
intimidades de su naturaleza que no debo ignorar como amante, emplea
expresiones a la vez inequívocas y pudorosas que recuerdan las «costumbres de
mujeres» invocadas por Raquel ante Labán. Todo lo que pide Tu mujer
esta noche es que yo la
lleve conmigo adonde vaya. Agarra su hato y sigue al varón sin
preguntar más. Muy poco sé de ella. No acabo de comprender si es desmemoriada
o no quiere hablar de su pasado. No oculta que vivió con otros hombres. Pero
éstos marcaron etapas de su vida cuyo secreto defiende con dignidad -o tal vez
porque crea poco delicado dejarme suponer que algo ocurrido antes de nuestro
encuentro pueda tener alguna importancia-. Este vivir en el presente, sin poseer
nada, sin arrastrar el ayer, sin pensar en el mañana, me resulta asombroso. Y,
sin embargo, es evidente que esa disposición de ánimo debe ensanchar
considerablemente las horas de sus tránsitos de sol a sol. Habla de días que
fueron muy largos y de días que fueron muy breves, como si los días se sucedieran
en tiempos distintos -tiempos de una sinfonía telúrica que también tuviese sus
andantes y adagios, entre jornadas llevadas en movimiento presto. Lo
sorprendente es que -ahora que nunca me preocupa la hora- percibo a mi vez los
distintos valores de los lapsos, la dilatación de algunas mañanas, la
parsimoniosa elaboración de un crepúsculo, atónito ante todo lo que cabe en
ciertos tiempos de esta sinfonía que estamos leyendo al revés, de derecha a
izquierda, contra la clave de sol, retrocediendo hacia los compases del
Génesis. Porque, al atardecer, hemos caído en el habitat de un pueblo de
cultura muy anterior a los hombres con los cuales convivimos ayer. Hemos
salido del paleolítico -de las industrias paralelas a las magdalenienses y
aurignacienses, que tantas veces me hubieran detenido al borde de ciertas
colecciones de enseres líticos con un «no va más» que me situaba al comienzo de
la noche de las edades-, para entrar en un ámbito que hacía retroceder los
confines de la vida humana a lo más tenebroso de la noche de las edades. Esos
individuos con piernas y brazos que veo ahora, tan semejantes a mí; esas
mujeres cuyos senos son ubres fláccidas que cuelgan sobre vientres hinchados;
esos niños que se estiran y ovillan con gestos felinos; esas gentes que aún no
han cobrado el pudor primordial de ocultar los órganos de la generación, que están
desnudas sin saberlo, como Adán y Eva antes del pecado, son hombres, sin
embargo. No han pensado todavía en valerse de la energía de la semilla; no se
han asentado, ni se imaginan el acto de sembrar; andan delante de sí, sin
rumbo, comiendo corazones de palmeras, que van a disputar a los simios, allí
arriba, colgándose de las techumbres de la selva. Cuando las aguas en
creciente les aíslan durante meses en alguna región de entrerríos, y han pelado
los árboles como termes, devoran larvas de avispa, triscan hormigas y liendres,
escarban la tierra y tragan los gusanos y las lombrices que les caen bajo las
uñas, antes de amasar la tierra con los dedos y comerse la tierra misma. Apenas
si conocen los recursos del fuego. Sus perros huidizos, con ojos de zorros y
de lobos, son perros anteriores a los perros. Contemplo los semblantes sin
sentido para mí, comprendiendo la inutilidad de toda palabra, admitiendo de
antemano que ni siquiera podríamos hallarnos en la coincidencia de una
gesticulación. El Adelantado me agarra por un brazo y me hace asomarme a un
hueco fangoso, suerte de zahurda hedionda, llena de huesos roídos, donde veo,
erguirse las más horribles cosas que mis ojos hayan conocido: son como dos fetos
vivientes, con barbas blancas, en cuyas bocas belfudas gimotea algo semejante
al vagido de un recién nacido; enanos arrugados, de vientres enormes, cubiertos
de venas azules como figuras de planchas anatómicas, que sonríen estúpidamente,
con algo temeroso y servil en la mirada, metiéndose los dedos entre los
colmillos. Tal es el horror que me producen esos seres, que me vuelvo de
espaldas a ellos, movido, a la vez, por la repulsión y el espanto. «Cautivos
-me dice el Adelantado sarcástico-, cautivos de los otros que se tienen por la
raza superior, única dueña legítima de la selva.» Siento una suerte de vértigo
ante la posibilidad de otros escalafones de retroceso, al pensar que esas
larvas humanas, de cuyas ingles cuelga un sexo eréctil como el mío, no sean
todavía lo último. Que puedan existir, en parte, cautivos de esos
cautivos, erigidos a su vez en especie superior, predilecta y autorizada, que
no sepan roer ya ni los huesos dejados por sus perros, que disputen carroñas a
los buitres, que aúllen su celo, en las noches del celo, con aullidos de
bestia. Nada común hay entre estos entes y yo. Nada. Tampoco tengo que ver con
sus amos, los tragadores de gusanos, los lamedores de tierra, que me rodean...
Y, sin embargo, en medio de las hamacas apenas hamacas -cunas de lianas, más
bien-, donde yacen y fornican y procrean, hay una forma de barro endurecida al
sol: una especie de jarra sin asas, con dos hoyos abiertos lado a lado, en el
borde superior, y un ombligo dibujado en la parte convexa con la presión de un
dedo apoyado en la materia, cuando aún estuviese blanda. Esto es Dios. Más que
Dios: es la Madre
de Dios. Es la Madre ,
primordial de todas las religiones. El principio hembra, genésico, matriz,
situado en el secreto prólogo de todas las teogonías. La Madre , de vientre abultado,
vientre que es a la vez ubres, vaso y sexo, primera figura que modelaron los
hombres, cuando de las manos naciera la posibilidad del Objeto. Tenía ante mí a
la Madre de los
Dioses Niños, de los totems dados a los hombres para que fueran cobrando el
hábito de tratar a la divinidad, preparándose para el uso de los Dioses
Mayores. La Madre ,
«solitaria, fuera del espacio y más aún del tiempo», de quien Fausto
pronunciara el sólo enunciado de Madre, por dos veces, con terror.
Viendo ahora que las ancianas de pubis arrugado, los trepadores de árboles y
las hembras empreñadas me miran, esbozo un torpe gesto de reverencia hacia la
vasija sagrada. Estoy en morada de hombres y debo respetar a sus Dioses...
Pero he aquí que todos echan a correr. Detrás de mí, bajo un amasijo de hojas
colgadas de ramas que sirven de techo, acaban de tender el cuerpo hinchado y
negro de un cazador mordido por un crótalo. Fray Pedro dice que ha muerto hace
varias horas. Sin embargo, el Hechicero comienza a sacudir una calabaza llena
de gravilla -único instrumento que conoce esta gente- para tratar de ahuyentar
a los mandatarios de la
Muerte. Hay un silencio ritual, preparador del ensalmo, que
lleva la expectación de los que esperan a su colmo. Y en la gran selva que se
llena de espantos nocturnos, surge la Palabra. Una palabra que es ya más que palabra.
Una palabra que imita la voz de quien dice, y también la que se atribuye al
espíritu que posee el cadáver. Una sale de la garganta del ensalmador; la otra,
de su vientre. Una es grave y confusa como un subterráneo hervor de lava; la
otra, de timbre mediano, es colérica y destemplada. Se alternan. Se responden.
Una increpa cuando la otra gime; la del vientre se hace sarcasmo cuando la que
surge del gaznate parece apremiar. Hay como portamentos guturales, prolongados
en aullidos; sílabas que, de pronto, se repiten mucho, llegando a crear un
ritmo; hay trinos de súbito cortados por cuatro notas que son el embrión de una
melodía. Pero luego es el vibrar de la lengua entre los labios, el ronquido
hacia adentro, el jadeo a contratiempo sobre la maraca. Es algo situado mucho
más allá del lenguaje, y que, sin embargo, está muy lejos aún del canto. Algo
que ignora la vocalización, pero es ya algo más que palabra. A poco de
prolongarse, resulta horrible, pavorosa, esa grita sobre el cadáver rodeado de
perros mudos. Ahora, el Hechicero se le encara, vocifera, golpea con los
talones en el suelo, en lo más desgarrado de un furor imprecatorio que es ya
la verdad profunda de toda tragedia -intento primordial de lucha contra las
potencias de aniquilamiento que se atraviesan en los cálculos del hombre-.
Trato de mantenerme fuera de esto, de guardar distancias. Y, sin embargo, no
puedo sustraerme a la horrenda fascinación que esta ceremonia ejerce sobre mí...
Ante la terquedad de la Muerte ,
que se niega a soltar su presa, la
Palabra , de pronto, se ablanda y descorazona. En boca del
Hechicero, del órfico ensalmador, estertora y cae, convulsivamente, el Treno
-pues esto y no otra cosa es un treno-, dejándome deslumbrado por la
revelación de que acabo de asistir al
Nacimiento de la Música.
Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a F. J. Espeso.