Agonía bajo el manto de
oro
Hacía
un rato que el estudiante Luis Bravo dormía en la cama de hierro, en el cuarto,
sencillo y pequeño, de su pensión. Había elegido aquella pensión porque tenía
muchos huéspedes que no se conocían entre sí y, por tanto, se concedían mayor
independencia. Llevaba un rato ya dormido cuando fue despertado por un rumor
que, a través del tabique, le llegaba de la habitación contigua. Pensó que no
conocía a quien la ocupaba y se disponía a dormirse de nuevo, pero nuevos
ruidos confusos le llamaron la atención e incorporó un poco la cabeza por
temor a que fuese la alarma de un incendio, riesgo que en aquella casa muy
antigua siempre existía.
Entre
los ruidos que le llegaban distinguió una voz fatigada, como de persona muy
vieja, que decía:
-No
es bastante, no es bastante.
Esto
no le interesó, no creyó que fuese indicio de nada digno de curiosidad, pero
convencido de que no podría dormirse hasta que se restableciese la calma, esperó
un poco a ver si todo callaba. Pero no fue así. Se oían pasos, conversaciones,
golpes en el suelo, arrastrar de muebles. Tuvo la certidumbre de que alguien se
había puesto enfermo; se levantó, y a oscuras, se dirigió hacia la puerta,
pero notó que por debajo del armario se veía una raya de luz, como si pasara de
la habitación aneja. Pensó que habría detrás del mueble una falsa pared y quiso
aprovechar aquella facilidad que se le presentaba para no tener necesidad de
salir al pasillo. Movió un poco el armario que por estar medio vacío no pesaba
mucho, y encontró tras él una serie de ranuras de luz que le demostraron que en
vez de pared había un tabique hecho de tablas, probablemente.
Conteniendo
la respiración miró por una de las ranuras y vio con toda claridad una
habitación, iluminada y llena de gente. Vio, acostada en una cama y cubierta
de lujosa colcha azul, una mujer anciana de piel muy pálida, apoyada en unos
cojines dorados, rodeada de personas que la atendían.
«Una
enferma -pensó el estudiante-. Una enferma que conmociona a toda la familia.»
Pero
se creyó a punto de variar de opinión cuando observó que en vez de medicinas,
le presentaban a la enferma objetos que ella parecía desdeñar. Un caballero
vestido muy elegantemente de negro le ofrecía un grueso candelabro de un metal
muy pesado y bello, labrado y bruñido. Pero la enferma no lo miró, y el caballero
dejó el candelabro en el suelo y cogió de manos de otra persona una arqueta de
plata que, respetuosamente, enseñó a la enferma. Otro caballero, haciendo grandes
reverencias, se acercó y arregló los almohadones de la cama cubriéndolos con
encajes dorados. Otros dos señores vestidos de frac y corbatas blancas traían
una piel de oso blanco que colocaron sobre la cama, y habiéndose retirado
ambos unos pasos, se adelantó otro caballero que volcó sobre la cama el
contenido de un cofrecillo, que no era otro sino joyas de gran tamaño
engarzadas en piedras preciosas. Y todo esto era hecho con grandes muestras de
acatamiento y respeto.
La
señora, en su cama, hizo gestos negativos y miraba a todos sitios con
ansiedad, como esperando algo que no fueran aquellos objetos, pero las personas
que la rodeaban y que hablaban entre sí no le traían sino enormes bandejas de
plata, abanicos de plumas de aves extrañas, ánforas envueltas en sedas y
brocados antiguos, collares de pedrería que sacaban de arquetas de marfil, y
otros objetos valiosos que se iban amontonando en la habitación.
El
estudiante Luis Bravo no sabía qué pensar ante aquella escena, pero a la vez se
sentía dominado por una gran piedad hacia la enferma: aquella señora necesitaba
una taza de caldo o un paño de agua helada en la frente en vez de aquellas
cosas inútiles que le llevaban.
Pronto
vio que unas personas cubrían el suelo con tapices persas y sobre él se iban amontonando
lienzos y tejidos de terciopelo, como para proteger a la enferma de toda
humedad, y también colgaron delante del balcón cortinas de paño.
La
habitación se iba llenando de gente muy bien vestida y discreta que mostraba su
consideración hacia los presentes. Hacían entrar del pasillo nuevas cosas, como
colmillos de elefante, cabezas de ciervos y leones disecadas, esculturas
antiguas en blanco mármol que quedaban apoyadas en las paredes, junto a muebles
de maderas finas.
Una
fuerza humanitaria y compasiva le impulsó a llevar su auxilio a la pobre
señora; dando media vuelta salió al pasillo, y abriéndose paso entre la espesa
concurrencia, se metió en la gran habitación iluminada profusamente por altos
cirios y hachones que humeaban sobre soportes de hierro. Le dio en la cara un
violento olor; allí era imposible respirar y el aire estaba tan viciado que
creyó asfixiarse, como quien penetrara en una tumba cerrada muchos siglos.
Su
entrada apenas fue percibida hasta que llegó cerca de la cama y varias manos lo
sujetaron, e interrogaron con ojos amenazadores los señores que acarreaban las
riquezas.
-Por
favor, permítanme ustedes que haga algo por esta señora. ¡Hay que dejar que
entre el aire, abrir el balcón! -habló con energía y rápidamente para que le
diese tiempo a decirlo, pero todos le mandaron callar y le empujaron hacia un
rincón.
Alguno
de los presentes le miró con benignidad, pero no le dieron importancia y se
distrajeron, porque en aquel momento entraban, en unas andas de ébano, un gran
pez de plata en el que habían trabajado centenares de artífices; lo acercaron
a la cama y allí lo dejaron.
Entonces
oyó otra vez las palabras de la anciana y se espantó:
-¡No
es bastante, quiero más, traedme más! -y sus ojos se paseaban incansables por
todo aquello y sus manos, medio cubiertas por las sortijas, arañaban la sábana
del embozo. Había aumentado la demacración de su cara y sus párpados se
rodeaban de una sombra.
Luis
Bravo vio como por la puerta metían, con gran dificultad por su tamaño,
columnas labradas de jade que colocaron alrededor del lecho. Un caballero que
llevaba varias condecoraciones sobre su levita subió en los hombros de otro
anciano y sujetó a las columnas guirnaldas de perlas y amatistas; sobre ellas
fueron adosados encajes y flecos, y con éstos formaron un dosel; la cama se
convirtió en un monumento asombroso en el que se destacaba la cara lívida, con
grandes arrugas, de la anciana.
Luis
Bravo la contemplaba y comprendió que no sólo se encontraba enferma sino que
estaba agonizando; los ojos turbios y ávidos no eran bastante para dar vida a
un rostro cadavérico y a la vez convulso por la cólera. Tembló al hacer esta
observación y se rebeló contra lo que allí ocurría.
Era
verdad que la atmósfera de la habitación se había hecho totalmente
irrespirable, y de los objetos amontonados se desprendía un polvo invisible que
secaba la garganta. Constantemente aumentaban la luz con grandes candelabros
encendidos, y los cuadros y marcos colgados por las paredes mostraban sus
colores brillantes.
No
le dejaron abrir el balcón y en cambio le dieron un incensario para que quemara
mirra. Se puso a hacerlo con toda diligencia arrodillado en el suelo, cargando
cuidadosamente el recipiente, encendiendo las brasas y moviéndolo en el aire.
Pero el tenue humo que daba la mirra se perdía entre los olores fortísimos que
llenaban la estancia. Las pieles y las armas antiguas, de las que hay en los
museos, y que aún conservaban oscuras manchas de la sangre que las había
empapado, daban su hedor peculiar. Luis Bravo se sintió morir. Pensó:
«Ahora,
fuera es de noche y el aire frío tendrá olor a lluvia, y en el firmamento las
estrellas hermosas y brillantes estarán como siempre a pesar de que nosotros
aquí nos afanamos y morimos.»
La
anciana incorporada en los almohadones levantó la voz:
-¡Dadme
más! ¡Más!
Estas
palabras imperiosas produjeron una agitación en todos los presentes. Algunos
desaparecieron en el pasillo y al cabo de unos momentos entró en la habitación
un grupo de caballeros abrumados por el peso de una enorme corona de colosal
tamaño que llegaba hasta el techo. Toda la riqueza imaginable estaba allí: cenefas
de pedrería se mezclaban con metales raros, hilos de perlas partían de la base
de oro repujado, para llegar hasta la punta donde medallones de diamantes enmarcaban
doce figuritas de platino que por medio de un resorte se movían. Todas las
coronas de los reyes de la tierra parecían reunirse en ésta que,
trabajosamente, hicieron llegar hasta la cama y con la ayuda de todos colocaron
sobre la cabeza de la enferma.
El
peso fabuloso de la gran joya pareció hundirla, pero sólo se vio que en su
frente aparecieron más arrugas y de los mechones de pelo canoso que brotaban
por debajo de la corona, goteó el sudor; pero los ojos de la enferma no se
calmaron; miró alrededor y murmuró:
-No
es bastante; quiero mucho más.
De
pronto, la corona osciló. Debajo de ella la señora había desaparecido
bruscamente. Sobre los almohadones ya no se veía su cara descompuesta ni se
notaba la señal del cuerpo bajo las riquezas que le cubrían hacía un momento.
Todos
miraron atentamente cómo se había esfumado la enferma. Ni dentro ni fuera del
lecho se la veía, y como cuando se rompe una pompa de jabón, había dejado de
ser.
Varios
caballeros se cubrieron los ojos con las manos y se les oyó sollozar, pero
desaparecieron entre la mayoría que salía despacio al pasillo.
Luis
Bravo dejó el incensario y, estupefacto aún, salió fuera. Oía conversaciones,
se habían formado corros y se charlaba. Se acercó a un grupo y oyó que decía
uno:
-Delante
de casa me voy a hacer un jardín. En los domingos, claro, en los ratos libres y
voy a poner rosales.
Otro
le interrumpió:
-Creo
que mi hijo el mayor se inclina por las matemáticas. Son de mucha utilidad para
cualquier cosa.
Otro
hombre levantó la voz:
-A
mí que no me hablen de nada hasta que me case. El
amor le hace a uno feliz como un pájaro.
Oyó
otras conversaciones: quien buscaba prestado un libro, quien preguntaba por las
señas de un conocido.
Luis
Bravo se dijo:
-Bueno,
lo mejor es acostarse y mañana veremos lo que hay que hacer.
Y
así fue. Volvió a su cuarto, se tendió en la cama, respiró tranquilo y se
durmió beatíficamente.
Juan Eduardo Zúñiga