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miércoles, 18 de enero de 2017

Andújar





Pax tecum

La frase machacada llenaba todo mi pequeño mundo.
-¡Es un hombre que por sus bondades no es para esta tie­rra! ¡Se ha entregado en cuerpo y alma a la causa de Cristo! -decía la voz desdentada de la directora de mi escuela.
-¡Es en verdad un ministro de Dios! -llegaba a mis oídos la voz tipluda de la maestra del sexto año.
-¡Que Él lo tenga mucho tiempo sobre la tierra, para bien de nosotros los pecadores! -terciaba la profesora de mi grupo llena de erudición gofir, mientras movía coquetamente sus inquietantes ojazos negros.
-¡Qué bueno es el señor obispo, señor San José lo cuide de tan­tos males como los hay en esta empecatada tierra! -murmuraba la vieja portera, signándose con sus dedos torpes y gruesos.
El hombre santo, el hombre bondadoso, el benefactor de la especie estaba al caer.
Mis deseos de conocerle hacían que la fecha fijada para su arribo se alargara infinitamente.
Los compañeros de escuela eran más felices que yo: ya cono­cían al prodigio, "cuando el otro año vino a bendecir el salón del sexto".
Ellos ya habían besado sus manos. El más afortunado en aque­lla ocasión había tomado el lazo de su gran mula tordilla para que echara pie a tierra; estuvo cerquita de él cuando bendijo a toda la clase, que arrodillada recibía en plena nuca aquellos signos traza­dos en el aire con el garbo y la fe del taumaturgo acreditado.
Un día me sentí impotente para contener toda mi curiosidad.
El dicho de los muchachos que me rodeaban no satisfacía ni con mucho mi afán de investigaciones. Necesitaba saber algo más del prodigio. Urgía familiarizarme con él antes que llegara a la escuela.
Por eso me atreví a preguntar a mi maestra:
-¿Cómo es el señor obispo?
-¡Oh... es el señor obispo de una sublimidad extraordinaria, su espíritu sutil... su gran talento... su...!
-¡Bueno, maestra, pero yo quiero saber cómo es él!
-Así como te dije es él en cuanto a lo espiritual... Pero no me acordaba que tú no sabes de esas cosas... En cuanto a lo material es distinguidísimo: está en los treinta y tres, la edad de Cristo pre­cisamente... ¡Mira qué coincidencia! Es rubio, de ojos claros, pelo abundante, castaño claro, quebrado; alto su cuerpo; garboso su andar; dulce la mirada y una simpatía que se desborda.
Al describir mi maestra al hombre extraordinario, movía sus grandes ojos negros y relamía sus labios llena de entusiasmo.
Yo creí en el prodigio.
Mi ansia crecía por momentos. Llegué a no escuchar las clases sólo por estar pensando en el momento en que lleno de fe besaría aquella mano pálida, larga, distinguida... Aquella diestra llena de bendiciones, aquel miembro familiarizado con las consagraciones y oliente a incienso.
Cuando nuestra profesora nos enseñó el himno que debería­mos entonar a la llegada del superhombre, mi vocecilla mal educa­da adquirió raros timbres que me sorprendieron por lo bello. Un calosfrío extraño corría por mi cuerpo, entornaba los ojos hasta lle­gar a un éxtasis que yo conceptuaba divino... ¡divino, sin género de dudas!
Una mañana llena de sol, al salir de mi casa para la escuela, mi corazón infantil quiso salirse del pecho, cuando vi las calles del pue­blo tan bien adornadas; festones de pino cruzaban de acera a acera, grandes banderas tricolores colgaban de las ventanas; el empedra­do del piso estaba cubierto con serrín pintado de verde; las mucha­chas ataviadas de lo mejor posible mostraban su alegre sonrisa tras el férreo enrejado de sus ventanas. En fin, a mi pueblo lo había cam­biado la fe inefable de sus moradores. ¡Y la escuela! ¡Uf! Ésta sí que estaba lujosa. ¡El colmo del buen gusto! Desde el cubo del zaguán hasta el último salón, todo estaba transformado... Al personal docente daba gusto verlo: todos ataviados elegantemente. Los gran­des ojos negros de mi joven profesora lucían más bajo aquellos rizos que eran resultado de toda una noche de tormentos por el estira­miento cruel de los "enchinadores".
Los muchachos no deslucíamos ante el profesorado.
La mayor parte fuimos bañados la víspera del gran día y la escuela entera olía a jabón de Zapotlán.
Cuando la esquila mayor fue echada a vuelo, encontró eco en todos los corazones.
Era la señal de que el cortejo de Su Ilustrísima se encaminaba a la escuela.
¡Qué espera tan larga, Dios mío!
Por fin, tras de media hora de penosa intranquilidad, el cortejo obispal dobló la esquina y llegó a la escuela.
Nuestro himno llenó las cuatro paredes del salón de actos. Los profesores corrían de un lado a otro para colocarse finalmente en estrecha valla... y el cortejo precedido por Su Señoría entró en el recinto.
Nubes de humo perfumado y sonar de campanillas.
El obispo marchaba arrogante, sonriente, sus ojos azules se detenían mirando a los presentes con ternura inefable. Su mano larga, fina, se posaba de cuando en cuando sobre la monda cabeza de al­gún niño, que tembloroso de fe alzaba sus ojillos rasos de lágrimas.
Por fin llegó al solio preparado ex profeso. Volteó hacia el públi­co, alzó la mano y todos caímos de rodillas. La bendición episcopal llenó la gran sala y sin duda llegó hasta los curiosos que para­dos de puntillas veían tras de la ventana.
Cuando levanté la vista confortado ya por el sagrado signo, vi que todos los presentes se encontraban aún postrados, con la vista baja; solamente allá lejos, mi maestra, erguida, bailaba más que nunca sus grandes ojos, tan grandes, que eran suficientes para con­tener toda su coquetería.
Después los niños desfilaron uno a uno; llegaban cerca del pre­lado, se postraban devotamente y besaban llenos de unción el áureo anillo pastoral.
Me tocó mi turno. El corazón me martirizaba con su incesan­te traqueteo; llegué a las plantas de Su Ilustrísima quien me ten­dió la mano larga, fina... Quise antes de besar la joya pastoral ver de cerca el milagro de aquellos ojos claros, tranquilos, llenos de misticismo, de divinidad... ¡Pero oh, aquella mirada dulce hacía poco, se había transformado horriblemente! Ya no estaba perdida en no sé qué encanto celestial; sus párpados ya no caían llenos de beatitud, sino fijos en cierto lugar se clavaban como puñales; el azul apacible se transformó entonces en un color acerado que tenía extraños reflejos; su boca, poco antes risueña, se plegaba ha­cia adentro en un rictus indescriptible; su rostro pálido, seráfico antes, se coloreaba ahora intensamente. Busqué con mi vista el punto en donde se clavaba la mirada del prelado, y topé con una estupenda pantorrilla de mi joven maestra, que con el pretexto de arreglar un adorno, trepó a una silla y descuidadamente había dado una pequeña muestra de los encantos que guardaba tan se­cretamente.
Volví a ver al obispo. Su mano sudorosa temblaba... no era aquella diestra familiarizada con las consagraciones y olorosa a incienso; era otra, era una mano pecadora. Cuando el obispo dijo el ritual Pax Tecum, su voz tremolaba extrañamente.
La directora se dio cuenta de que yo en lugar de haber besado la diestra episcopal, había hecho un gesto de repulsión y había baja­do en carrera las escaleras del solio. Tal conducta me valió dura reprimenda.  La maestra de mi clase hablaba más seguido de las cualidades físi­cas del prelado que de sus virtudes espirituales. Cuando tocaba el punto bailaba sus ojazos y relamía sus pequeños labios.

Poco después, echando a meditar mi cerebro de chiquillo, llegué a la conclusión de que el hombre de los ojos de color de acero y mira­da caprina no podía ser diferente al dulce mitrado de manos tau­maturgas.
Era el primer paso hacia la sublime liberación del espíritu.

Francisco Rojas González