Pax tecum
La
frase machacada llenaba todo mi pequeño mundo.
-¡Es
un hombre que por sus bondades no es para esta tierra! ¡Se ha entregado en
cuerpo y alma a la causa de Cristo! -decía la voz desdentada de la directora de
mi escuela.
-¡Es
en verdad un ministro de Dios! -llegaba a mis oídos la voz tipluda de la
maestra del sexto año.
-¡Que
Él lo tenga mucho tiempo sobre la tierra, para bien de nosotros los pecadores!
-terciaba la profesora de mi grupo llena de erudición gofir, mientras movía
coquetamente sus inquietantes ojazos negros.
-¡Qué
bueno es el señor obispo, señor San José lo cuide de tantos males como los hay
en esta empecatada tierra! -murmuraba la vieja portera, signándose con sus
dedos torpes y gruesos.
El
hombre santo, el hombre bondadoso, el benefactor de la especie estaba al caer.
Mis
deseos de conocerle hacían que la fecha fijada para su arribo se alargara
infinitamente.
Los
compañeros de escuela eran más felices que yo: ya conocían al prodigio,
"cuando el otro año vino a bendecir el salón del sexto".
Ellos
ya habían besado sus manos. El más afortunado en aquella ocasión había tomado
el lazo de su gran mula tordilla para que echara pie a tierra; estuvo cerquita
de él cuando bendijo a toda la clase, que arrodillada recibía en plena nuca
aquellos signos trazados en el aire con el garbo y la fe del taumaturgo
acreditado.
Un
día me sentí impotente para contener toda mi curiosidad.
El
dicho de los muchachos que me rodeaban no satisfacía ni con mucho mi afán de
investigaciones. Necesitaba saber algo más del prodigio. Urgía familiarizarme
con él antes que llegara a la escuela.
Por
eso me atreví a preguntar a mi maestra:
-¿Cómo
es el señor obispo?
-¡Oh...
es el señor obispo de una sublimidad extraordinaria, su espíritu sutil... su
gran talento... su...!
-¡Bueno,
maestra, pero yo quiero saber cómo es él!
-Así
como te dije es él en cuanto a lo espiritual... Pero no me acordaba que tú no
sabes de esas cosas... En cuanto a lo material es distinguidísimo: está en los
treinta y tres, la edad de Cristo precisamente... ¡Mira qué coincidencia! Es
rubio, de ojos claros, pelo abundante, castaño claro, quebrado; alto su cuerpo;
garboso su andar; dulce la mirada y una simpatía que se desborda.
Al
describir mi maestra al hombre extraordinario, movía sus grandes ojos negros y
relamía sus labios llena de entusiasmo.
Yo
creí en el prodigio.
Mi
ansia crecía por momentos. Llegué a no escuchar las clases sólo por estar
pensando en el momento en que lleno de fe besaría aquella mano pálida, larga,
distinguida... Aquella diestra llena de bendiciones, aquel miembro
familiarizado con las consagraciones y oliente a incienso.
Cuando
nuestra profesora nos enseñó el himno que deberíamos entonar a la llegada del
superhombre, mi vocecilla mal educada adquirió raros timbres que me
sorprendieron por lo bello. Un calosfrío extraño corría por mi cuerpo,
entornaba los ojos hasta llegar a un éxtasis que yo conceptuaba divino...
¡divino, sin género de dudas!
Una
mañana llena de sol, al salir de mi casa para la escuela, mi corazón infantil
quiso salirse del pecho, cuando vi las calles del pueblo tan bien adornadas;
festones de pino cruzaban de acera a acera, grandes banderas tricolores
colgaban de las ventanas; el empedrado del piso estaba cubierto con serrín
pintado de verde; las muchachas ataviadas de lo mejor posible mostraban su
alegre sonrisa tras el férreo enrejado de sus ventanas. En fin, a mi pueblo lo
había cambiado la fe inefable de sus moradores. ¡Y la escuela! ¡Uf! Ésta sí
que estaba lujosa. ¡El colmo del buen gusto! Desde el cubo del zaguán hasta el
último salón, todo estaba transformado... Al personal docente daba gusto verlo:
todos ataviados elegantemente. Los grandes ojos negros de mi joven profesora
lucían más bajo aquellos rizos que eran resultado de toda una noche de
tormentos por el estiramiento cruel de los "enchinadores".
Los
muchachos no deslucíamos ante el profesorado.
La
mayor parte fuimos bañados la víspera del gran día y la escuela entera olía a
jabón de Zapotlán.
Cuando
la esquila mayor fue echada a vuelo, encontró eco en todos los corazones.
Era
la señal de que el cortejo de Su Ilustrísima se encaminaba a la escuela.
¡Qué
espera tan larga, Dios mío!
Por
fin, tras de media hora de penosa intranquilidad, el cortejo obispal dobló la
esquina y llegó a la escuela.
Nuestro
himno llenó las cuatro paredes del salón de actos. Los profesores corrían de un
lado a otro para colocarse finalmente en estrecha valla... y el cortejo
precedido por Su Señoría entró en el recinto.
Nubes
de humo perfumado y sonar de campanillas.
El
obispo marchaba arrogante, sonriente, sus ojos azules se detenían mirando a los
presentes con ternura inefable. Su mano larga, fina, se posaba de cuando en
cuando sobre la monda cabeza de algún niño, que tembloroso de fe alzaba sus
ojillos rasos de lágrimas.
Por
fin llegó al solio preparado ex profeso. Volteó hacia el público, alzó
la mano y todos caímos de rodillas. La bendición episcopal llenó la gran sala y
sin duda llegó hasta los curiosos que parados de puntillas veían tras de la
ventana.
Cuando
levanté la vista confortado ya por el sagrado signo, vi que todos los presentes
se encontraban aún postrados, con la vista baja; solamente allá lejos, mi
maestra, erguida, bailaba más que nunca sus grandes ojos, tan grandes, que eran
suficientes para contener toda su coquetería.
Después
los niños desfilaron uno a uno; llegaban cerca del prelado, se postraban
devotamente y besaban llenos de unción el áureo anillo pastoral.
Me
tocó mi turno. El corazón me martirizaba con su incesante traqueteo; llegué a
las plantas de Su Ilustrísima quien me tendió la mano larga, fina... Quise
antes de besar la joya pastoral ver de cerca el milagro de aquellos ojos
claros, tranquilos, llenos de misticismo, de divinidad... ¡Pero oh, aquella
mirada dulce hacía poco, se había transformado horriblemente! Ya no estaba
perdida en no sé qué encanto celestial; sus párpados ya no caían llenos de
beatitud, sino fijos en cierto lugar se clavaban como puñales; el azul apacible
se transformó entonces en un color acerado que tenía extraños reflejos; su
boca, poco antes risueña, se plegaba hacia adentro en un rictus
indescriptible; su rostro pálido, seráfico antes, se coloreaba ahora
intensamente. Busqué con mi vista el punto en donde se clavaba la mirada del prelado,
y topé con una estupenda pantorrilla de mi joven maestra, que con el pretexto
de arreglar un adorno, trepó a una silla y descuidadamente había dado una
pequeña muestra de los encantos que guardaba tan secretamente.
Volví
a ver al obispo. Su mano sudorosa temblaba... no era aquella diestra
familiarizada con las consagraciones y olorosa a incienso; era otra, era una
mano pecadora. Cuando el obispo dijo el ritual Pax Tecum, su voz
tremolaba extrañamente.
La
directora se dio cuenta de que yo en lugar de haber besado la diestra
episcopal, había hecho un gesto de repulsión y había bajado en carrera las
escaleras del solio. Tal conducta me valió dura reprimenda. La maestra de mi clase hablaba más seguido de
las cualidades físicas del prelado que de sus virtudes espirituales. Cuando
tocaba el punto bailaba sus ojazos y relamía sus pequeños labios.
Poco
después, echando a meditar mi cerebro de chiquillo, llegué a la conclusión de
que el hombre de los ojos de color de acero y mirada caprina no podía ser diferente
al dulce mitrado de manos taumaturgas.
Era
el primer paso hacia la sublime liberación del espíritu.
Francisco
Rojas González