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jueves, 12 de enero de 2017

Museu Nacional de Arte Contemporânea do Chiado


El seno desnudo

El señor Palomar camina por una playa solitaria. Encuentra unos pocos bañistas. Una joven tendida en la arena toma el sol con el seno descubierto. Palomar, hombre discreto, vuelve la mirada hacia el horizonte marino. Sabe que en circunstancias análogas, al acercarse un desconocido, las mujeres se apresu­ran a cubrirse, y eso no le parece bien: porque es molesto para la bañista que tomaba el sol tranquila; porque el hombre que pasa se siente inoportuno; porque el tabú de la desnudez queda im­plícitamente confirmado; porque las convenciones respetadas a medias propagan inseguridad e incoherencia en el compor­tamiento, en vez de libertad y franqueza.
Por eso, apenas ve perfilarse desde lejos la nube rosa-bron­ceado de un torso desnudo de mujer, se apresura a orientar la cabeza de modo que la trayectoria de la mirada quede suspen­dida en el vacío y garantice su cortés respeto por la frontera in­visible que circunda a las personas.
Pero -piensa mientras sigue andando y, apenas el horizonte se despeja, recuperando el libre movimiento del globo ocular­ yo, al proceder así, manifiesto una negativa a ver, es decir, ter­mino también por reforzar la convención que considera ilícita la vista de los senos, o sea instituyo una especie de corpiño mental suspendido entre mis ojos y ese seno que, por el vis­lumbre que de él me ha llegado desde los límites de mi campo visual, me parece fresco y agradable de ver. En una palabra, mi no mirar presupone que estoy pensando en esa desnudez que me preocupa y ésta sigue siendo en el fondo una actitud indis­creta y retrógrada.
De regreso, Palomar vuelve a pasar delante de la bañista, y esta vez mantiene la mirada fija delante, de modo que roce con ecuánime uniformidad la espuma de las olas que se re­traen, los cascos de las barcas varadas, la toalla extendida en la arena, la henchida luna de piel más clara con el halo moreno del pezón, el perfil de la costa en la calina, gris contra el cielo.
Sí -reflexiona, satisfecho de sí mismo, prosiguiendo el ca­mino-, he conseguido que los senos quedaran absorbidos completamente por el paisaje, y que mi mirada no pesara más que la mirada de una gaviota o de una merluza.
Pero ¿será justo proceder así? -sigue reflexionando-. ¿No es equiparar a la persona humana al nivel de las cosas, consi­derarla un objeto, y lo que es peor, considerar objeto aquello que en la persona es específico del sexo femenino? ¿No estoy, quizá, perpetuando la vieja costumbre de la supremacía mas­culina, encallecida con los años en insolencia rutinaria?
Gira y vuelve sobre sus pasos. Ahora, al deslizar su mirada por la playa con objetividad imparcial, procede de modo que, apenas el seno de la mujer entra en su campo visual, se note una discontinuidad, una desviación, casi un escabullirse. La mirada avanza hasta rozar la piel tensa, se retrae, como apre­ciando con un leve sobresalto la diversa consistencia de la vi­sión y el valor especial que adquiere, y por un momento se mantiene en mitad del aire, describiendo una curva que acom­paña el relieve de los senos desde cierta distancia, elusiva, pero también protectora, para reanudar después su curso como si no hubiera pasado nada.
Creo que así mi posición resulta bastante clara -piensa Palomar-, sin malentendidos posibles. Pero ¿este sobrevolar de la mirada no podría a fin de cuentas entenderse como una ac­titud de superioridad, una depreciación de lo que los senos son y significan, un ponerlos en cierto modo aparte, al margen o entre paréntesis? Resulta que ahora vuelvo a relegar los se­nos a la penumbra donde los han mantenido como pecado si­glos de pudibundez maníaco sexual y de concupiscencia...
Tal interpretación va contra las mejores intenciones de Pa­lomar, que, pese a pertenecer a una generación madura para la cual la desnudez del seno femenino se asociaba a la idea de intimidad amorosa, acoge sin embargo favorablemente este cambio de las costumbres, sea por lo que ello significa de re­flejo de una mentalidad más abierta de la sociedad, sea porque esa visión en particular le resulta agradable. Este estímulo desinteresado es lo que desearía llegar a expresar con su mirada.
Da media vuelta. Con paso resuelto avanza una vez más ha­cia la mujer tendida al sol. Ahora su mirada, rozando voluble­mente el paisaje, se detendrá en los senos con un cuidado es­pecial, pero se apresurará a integrarlos en un impulso de benevolencia y de gratitud por todo, por el sol y el cielo, por los pinos encorvados y la duna y la arena y los escollos y las nu­bes y las algas, por el cosmos que gira en torno a esas cúspides nimbadas.
Esto tendría que bastar para tranquilizar definitivamente a la bañista solitaria y para despejar el terreno de inferencias desviantes. Pero, apenas vuelve a acercarse, ella se incorpora de golpe, se cubre, resopla, se aleja encogiéndose de hombros con fastidio como si huyese de la insistencia molesta de un sá­tiro.
El peso muerto de una tradición de prejuicios impide apre­ciar en su justo mérito las intenciones más esclarecidas, con­cluye amargamente Palomar.

Italo Calvino