La generala
Marfa Petrovna Pechónkina o, como la llaman los hombres, Pechónjija, que lleva
ya diez años dedicándose a la homeopatía, un martes de mayo recibe en su
gabinete a los enfermos. Ante ella, sobre la mesa, hay una farmacia
homeopática, un vademécum de medicina y el recetario de la farmacia. De la
pared cuelgan, con marco dorado y bajo cristal, cartas de un homeópata
petersburgués, en opinión de María Petrovna muy famoso e incluso gran médico, y
el retrato del padre Aristarco, a quien la generala debe su salvación: la
renuncia a la perniciosa alopatía y el conocimiento de la verdad. En la
antesala, los pacientes, en su mayor parte mujiks. Todos ellos, excepto dos o tres, van descalzos, pues la
generala les manda dejar en el patio las malolientes botas.
María Petrovna ha visitado ya diez personas y llama a la undécima:
-¡Gavrila Gruzd!
La puerta se
abre, y en vez de Gavrila Gruzd entra en el gabinete Zamujrishin, vecino de la
generala, propietario de los venidos a menos, pequeño vejete de avinagrados
ojos, con la gorra de noble bajo el brazo. Pone el bastón en un ángulo, se
acerca a la generala y, en silencio, hinca a sus pies una rodilla.
-¡Qué hace! ¡Qué hace, Kuzmá Kuzmich! -se horroriza la generala,
poniéndose como una amapola-. ¡Por el amor de Dios!
-¡No me
levantaré mientras viva! -dice Zamujrishin, apretando los labios contra la
mano de ella-. ¡Que todo el mundo vea mi genuflexión, ángel nuestro de la
guarda, bienhechora del género humano! ¡Que la vea! ¡Ante el hada bienhechora
que me ha dado la vida, que me ha
señalado el camino verdadero y ha iluminado mi mente escéptica, ante esta hada,
medicina nuestra milagrosa, madre de huérfanos y viudas, estoy dispuesto no ya
a permanecer arrodillado, sino a arrojarme al fuego! ¡Me he curado! ¡He
renacido, hechicera!
-Estoy... muy
contenta... -balbucea la generala, poniéndose roja de satisfacción-. Es tan
agradable oírlo... ¡Siéntese, por favor! ¡Sí, el otro martes estaba usted tan
gravemente enfermo!
-¡Y tanto! ¡Me
da miedo recordarlo! -dice Zamujrishin sentándose-. Tenía reuma en todos los
miembros y en todos los órganos. He estado ocho años sufriendo, sin saber lo
que era reposo... ¡Ni de día ni de noche, bienhechora mía! Me hice reconocer
por doctores, fui a los profesores de Kazán, probé barros diferentes, bebí
aguas, ¡qué no había probado! Todo lo que tenía lo he gastado en medicarme,
bella señora mía. Todos esos doctores, si no ha sido para mal, no me han
servido para nada. Me hundían la enfermedad hacia dentro. Hacia dentro sí la
hundían, pero su ciencia no llegaba a echarla fuera... Sólo les gusta tomar
dinero, los bandidos, pero del bien de la humanidad poco se preocupan. Te
receta uno alguna quiromancia y tú bebe. Son unos asesinos, en una palabra.
¡De no haber sido por usted, ángel mío, ya estaría en la tumba! Llego a casa,
el otro martes, después de haber estado aquí, miro los granitos que usted me
dio entonces y pienso: «¿De qué pueden servir? ¿Es posible que estos granitos
de arena, casi invisibles, puedan curar mi enorme y ya vieja enfermedad?» Eso
pienso, incrédulo, y me sonrío, pero tan pronto como tomé un granito,
¡instantáneamente!, fue como si no estuviera enfermo o como si todo se me
hubiera pasado, sin dejar rastro. Mi mujer se me queda mirando con los ojos
bien abiertos y no cree lo que ve: «¿Eres tú, Kolia?» «Soy yo», digo. Nos
pusimos los dos de rodillas ante el icono y no nos cansábamos de rogar por
nuestro ángel: «¡Mándale, Señor, todo cuanto nosotros sentimos!»
Zamujrishin se
seca los ojos con la manga, se levanta de la silla y manifiesta la intención de
hincar otra vez una rodilla al suelo, pero la generala le detiene y le hace sentar.
-¡No me lo
agradezca a mí! -dice, roja de emoción y contemplando, admirada, el retrato del padre Aristarco-. ¡A mí, no!
¡Aquí yo no soy más que un instrumento dócil!... ¡Realmente es un milagro! ¡Un
reumatismo de ocho años curado con un granito de escrofuloso!
-Usted tuvo a
bien darme tres granitos. De ellos tomé uno a la comida ¡y el efecto fue instantáneo!
Tomé el otro por la noche, y el tercero al día siguiente; desde entonces, no he
notado nada más. ¡Lo que se dice ni una punzada! ¡Y pensar que ya me disponía a
morir y había escrito a mi hijo, en Moscú, para que viniera! ¡Dios le ha dado
luces, curadora nuestra! Ahora, ya ve, camino y es como si estuviera en el
paraíso... Aquel martes, cuando vine a verla, iba cojo, y ahora estoy dispuesto
a correr aunque sea tras una liebre... Podría vivir aunque fueran cien años.
Sólo tenemos una desgracia: las privaciones. Estoy sano, mas ¿de qué me sirve
la salud si no tengo con qué vivir? La necesidad me ha hecho más daño que la
enfermedad... Vaya como ejemplo aunque sea lo que le voy a decir... Ahora es
el tiempo de sembrar la avena, pero
¿cómo sembrarla, si falta la simiente? Habría que comprarla, pero el
dinero... Ya se sabe cómo estamos de dinero.
-Yo le daré
avena, Kuzmá Kuzmich... ¡Quédese sentado, quédese sentado! ¡Me ha dado una
alegría tan grande, me ha procurado tanta satisfacción, que no es usted quien
ha de darme las gracias a mí, sino yo a usted!
-¡Es usted
nuestra alegría! ¡Pero cuánta bondad crea Dios! ¡Alégrese, señora mía, contemplando sus
buenas obras! Nosotros, pecadores, no tenemos de qué alegrarnos... Somos gente
pequeña, apocada, inútil... morralla...
Nobles, lo
somos sólo de nombre, porque en el aspecto material somos como los mujiks, hasta peor... Vivimos en
casas de obra de albañilería, pero esto no es más que un espejismo, porque el
tejado tiene goteras... No hay con qué comprar tablones.
-Le daré
tablones, Kuzmá Kuzmich.
Zamujrishin le
saca aún una vaca, una carta de recomendación para su hija, a la que tiene la
intención de llevar a un
colegio, y... conmovido por la magnanimidad de la generala, son tantos los
sentimientos que le embargan, que empieza a lloriquear, tuerce la boca y saca
el pañuelo del bolsillo... La generala ve cómo, junto con el pañuelo, le sale
del bolsillo un papelito rojo, que cae silenciosamente al suelo.
-No lo
olvidaré por los siglos de los siglos... -balbucea-. Encargaré a mis hijos que
no lo olviden, y a mis nietos... de generación en generación... Ésta es, hijos,
la que me ha salvado de la tumba, la que...
Después de
haberse despedido de su paciente, la generala permanece unos momentos, con los
ojos llenos de lágrimas, mirando al padre Aristarco; después, abarca con mirada
acariciadora y llena de veneración la pequeña farmacia, el vademécum de
medicina, el recetario, el sillón en que hace sólo unos instantes estaba
sentado el hombre al que ella había salvado de la muerte, y su mirada cae
sobre el papelito que se había caído al paciente. La generala recoge el papel,
lo despliega y ve en él tres granitos,
los mismos tres granitos que ella había dado a Zamujrishin el martes
último.
-Son los
mismos... -dice perpleja-. Hasta el papel es el mismo... ¡Ni siquiera lo ha
desplegado! ¿Qué ha tomado, pues? ¡Qué extraño!... ¡No habrá pretendido
engañarme!
En el alma de
la generala, por primera vez en diez años, brota la duda... La generala llama a
los enfermos siguientes y, al hablar con ellos de sus enfermedades, nota lo que
antes pasaba imperceptiblemente por sus oídos. Los enfermos, sin excepción,
como si se hubiesen puesto de acuerdo, al principio la alaban por su milagrosa
manera de curar, se entusiasman por su sabiduría médica, ponen de vuelta y
media a los doctores alópatas, y luego, cuando ella está roja de emoción,
comienzan a exponer sus necesidades. Uno le pide un pequeño trozo de tierra
para arar; otro, algo de leña; el tercero, permiso para cazar en sus bosques, y
así por el estilo. Ella mira la abierta y bondadosa fisonomía del padre
Aristarco, que le ha descubierto la verdad, y una nueva verdad empieza a
desazonarle el alma. Una verdad mala, penosa...
¡Qué ladino
es el hombre!
A. Chejov