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martes, 29 de noviembre de 2016

Rutes de Constantí



La caída

Habíamos escalado ya la montaña de tres mil pies de altura. No para enterrar en su cima la botella ni tampoco para plantar la bandera de los alpinistas denodados. Pasados unos minutos comenzamos el descenso. Como es costumbre en estos casos, mi compañero me seguía atado a la misma cuer­da que rodeaba mi cintura. Yo había contado exactamente treinta metros de descenso cuando mi compañero, pegando con su zapato armado de púas metálicas un rebote a una pie­dra, perdió el equilibrio y, dando una voltereta, vino a que­dar situado delante de mí. De modo que la cuerda enredada entre mis dos piernas tiraba con bastante violencia obligán­dome, a fin de no rodar al abismo, a encorvar las espaldas. Él, a su vez, tomó impulso y movió su cuerpo en dirección al terreno que yo, a mi vez, dejaba a mis espaldas. Su resolu­ción no era descabellada o absurda; antes bien, respondía a un profundo conocimiento de esas situaciones que todavía no están anotadas en los manuales. El ardor puesto en el mo­vimiento fue causa de una ligera alteración; de pronto adver­tí que mi compañero pasaba como un bólido por entre mis dos piernas y, que acto seguido, el tirón dado por la cuerda amarrada como he dicho a su espalda me volvía de espaldas a mi primitiva posición de descenso. Por su parte, él, obe­deciendo sin duda a iguales leyes físicas que yo, una vez re­corrida la distancia que la cuerda le permitía, fue vuelto de espaldas a la dirección seguida por su cuerpo, lo que, lógica­mente, nos hizo encontramos frente a frente. No nos dijimos palabra, pero sabíamos que el despeñamiento sería inevita­ble. En efecto, pasado un tiempo indefinible, comenzamos a rodar. Como mi única preocupación era no perder los ojos, puse todo mi empeño en preservados de los terribles efectos de la caída. En cuanto a mi compañero, su única angustia era que su hermosa barba, de un gris admirable de vitral gótico, no llegase a la llanura ni siquiera ligeramente empolvada. Entonces yo puse todo mi empeño en cubrir con mis manos aquella parte de su cara cubierta por su barba; y él, a su vez, aplicó las suyas a mis ojos. La velocidad crecía por momentos, como es obligado en estos casos de los cuerpos que caen en el vacío. De pronto miré a través del ligerísimo intersticio que dejaban los dedos de mi compañero y advertí que en ese mo­mento un afilado picacho le llevaba la cabeza, pero de pronto hube de volver la mía para comprobar que mis piernas que­daban separadas de mi tronco a causa de una roca, de origen posiblemente calcáreo, cuya forma dentada cercenaba lo que se ponía a su alcance con la misma perfección de una sie­rra para planchas de transatlánticos. Con algún esfuerzo, justo es reconocerlo, íbamos salvando, mi compañero su her­mosa barba, y yo, mis ojos. Es verdad que a trechos, que yo liberalmente calculo de unos cincuenta pies, una parte de nuestro cuerpo se separaba de nosotros; por ejemplo, en cin­co trechos perdimos: mi compañero, la oreja izquierda, el co­do derecho, una pierna (no recuerdo cuál), los testículos y la nariz; yo, por mi parte, la parte superior del tórax, la colum­na vertebral, la ceja izquierda, la oreja izquierda y la yugular. Pero no es nada en mil pies de la llanura, ya sólo nos queda­ba, respectivamente, lo que sigue: a mi compañero, las dos manos (pero sólo hasta su carpo) y su hermosa barba gris; a mí, las dos manos (igualmente sólo hasta su carpo) y los ojos. Una ligera angustia comenzó a poseernos. ¿Y si nuestras ma­nos eran arrancadas por algún pedrusco? Seguimos descen­diendo. Aproximadamente a unos diez pies de la llanura la pértiga abandonada de un labrador enganchó graciosamente las manos de mi compañero, pero yo, viendo a mis ojos huér­fanos de todo amparo, debo confesar que para eterna, memo­rable vergüenza mía, retiré mis manos de su hermosa barba gris a fin de protegerlos de todo impacto. No pude cubrirlos, pues otra pértiga colocada en sentido contrario a la ya men­cionada enganchó igualmente mis dos manos, razón por la cual quedamos por primera vez alejados uno del otro en todo el descenso. Pero no pude hacer lamentaciones, pues ya mis ojos llegaban sanos y salvos al césped de la llanura y podían ver, un poco más allá, la hermosa barba gris de mi compañero que resplandecía en toda su gloria.

Virgilio Piñera