Habíamos escalado ya la montaña de tres mil pies de
altura. No para enterrar en su cima la botella ni tampoco para plantar la
bandera de los alpinistas denodados. Pasados unos minutos comenzamos el
descenso. Como es costumbre en estos casos, mi compañero me seguía atado a la
misma cuerda que rodeaba mi cintura. Yo había contado exactamente treinta
metros de descenso cuando mi compañero, pegando con su zapato armado de púas
metálicas un rebote a una piedra, perdió el equilibrio y, dando una voltereta,
vino a quedar situado delante de mí. De modo que la cuerda enredada entre mis
dos piernas tiraba con bastante violencia obligándome, a fin de no rodar al
abismo, a encorvar las espaldas. Él, a su vez, tomó impulso y movió su cuerpo
en dirección al terreno que yo, a mi vez, dejaba a mis espaldas. Su resolución
no era descabellada o absurda; antes bien, respondía a un profundo conocimiento
de esas situaciones que todavía no están anotadas en los manuales. El ardor
puesto en el movimiento fue causa de una ligera alteración; de pronto advertí
que mi compañero pasaba como un bólido por entre mis dos piernas y, que acto
seguido, el tirón dado por la cuerda amarrada como he dicho a su espalda me
volvía de espaldas a mi primitiva posición de descenso. Por su parte, él, obedeciendo
sin duda a iguales leyes físicas que yo, una vez recorrida la distancia que la
cuerda le permitía, fue vuelto de espaldas a la dirección seguida por su
cuerpo, lo que, lógicamente, nos hizo encontramos frente a frente. No nos
dijimos palabra, pero sabíamos que el despeñamiento sería inevitable. En
efecto, pasado un tiempo indefinible, comenzamos a rodar. Como mi única
preocupación era no perder los ojos, puse todo mi empeño en preservados de los
terribles efectos de la caída. En cuanto a mi compañero, su única angustia era que
su hermosa barba, de un gris admirable de vitral gótico, no llegase a la
llanura ni siquiera ligeramente empolvada. Entonces yo puse todo mi empeño en
cubrir con mis manos aquella parte de su cara cubierta por su barba; y él, a su
vez, aplicó las suyas a mis ojos. La velocidad crecía por momentos, como es
obligado en estos casos de los cuerpos que caen en el vacío. De pronto miré a
través del ligerísimo intersticio que dejaban los dedos de mi compañero y
advertí que en ese momento un afilado picacho le llevaba la cabeza, pero de
pronto hube de volver la mía para comprobar que mis piernas quedaban separadas
de mi tronco a causa de una roca, de origen posiblemente calcáreo, cuya forma
dentada cercenaba lo que se ponía a su alcance con la misma perfección de una
sierra para planchas de transatlánticos. Con algún esfuerzo, justo es
reconocerlo, íbamos salvando, mi compañero su hermosa barba, y yo, mis ojos.
Es verdad que a trechos, que yo liberalmente calculo de unos cincuenta pies,
una parte de nuestro cuerpo se separaba de nosotros; por ejemplo, en cinco
trechos perdimos: mi compañero, la oreja izquierda, el codo derecho, una
pierna (no recuerdo cuál), los testículos y la nariz; yo, por mi parte, la
parte superior del tórax, la columna vertebral, la ceja izquierda, la oreja
izquierda y la yugular. Pero no es nada en mil pies de la llanura, ya sólo nos
quedaba, respectivamente, lo que sigue: a mi compañero, las dos manos (pero
sólo hasta su carpo) y su hermosa barba gris; a mí, las dos manos (igualmente
sólo hasta su carpo) y los ojos. Una ligera angustia comenzó a poseernos. ¿Y si
nuestras manos eran arrancadas por algún pedrusco? Seguimos descendiendo.
Aproximadamente a unos diez pies de la llanura la pértiga abandonada de un
labrador enganchó graciosamente las manos de mi compañero, pero yo, viendo a
mis ojos huérfanos de todo amparo, debo confesar que para eterna, memorable
vergüenza mía, retiré mis manos de su hermosa barba gris a fin de protegerlos
de todo impacto. No pude cubrirlos, pues otra pértiga colocada en sentido
contrario a la ya mencionada enganchó igualmente mis dos manos, razón por la
cual quedamos por primera vez alejados uno del otro en todo el descenso. Pero no
pude hacer lamentaciones, pues ya mis ojos llegaban sanos y salvos al césped de
la llanura y podían ver, un poco más allá, la hermosa barba gris de mi
compañero que resplandecía en toda su gloria.
Virgilio Piñera