Blogs que sigo

martes, 15 de noviembre de 2016

Musée de la Roche




La herrumbre

En toda su vida sólo había tenido una inextinguible pasión: la caza. Cazaba todos los días, de la mañana a la noche, con furioso arrebato. Cazaba tanto en invierno como en verano, en primavera como en otoño, en los pantanos cuando los reglamentos prohibían la caza en la llanura y los bosques; cazaba al aguardo, a caballo, con perro de muestra, con perro corredor, al ojeo, con espejuelos, con hurón. Sólo hablaba de caza, soñaba con la caza; repetía sin cesar: «¡Deben de ser muy desgraciados los que no aman la caza!» Tenía ahora cincuenta años cumplidos, se conservaba bien, seguía fuerte, aunque calvo, un poco grueso, pero vigoroso; llevaba el bigote recortado para dejar bien al descubierto los labios y tener libre el contorno de la boca, con el fin de poder tocar el cuerno con más facilidad.  En la comarca se le designaba por su nombre de pila, don Héctor. Se llamaba don Héctor Gontran, barón de Coutelier.
Vivía, en medio de los bosques, en una casita de campo que había heredado, y aunque conocía a toda la nobleza del departamento y encontraba a todos sus representantes varones en las cacerías, sólo trataba asiduamente a una familia: los Courville, sus amables vecinos, aliados de su estirpe desde hacía siglos.
En aquella casa lo mimaban, lo querían, lo cuidaban y él decía: «Si no fuera cazador, no querría separarme de ustedes.» El señor de Courville era su amigo y camarada desde la infancia. Hidalgo agricultor, vivía tranquilamente con su mujer, su hija y su yerno, el señor de Darnetot, que no hacía nada, con el pretexto de unos estudios históricos.
El barón de Coutelier iba a cenar a menudo a casa de sus amigos, sobre todo para contarles sus proezas con la escopeta. Narraba largas historias de perros y de hurones, de los que hablaba como de personajes notables a quienes hubiera conocido a fondo. Desvelaba sus pensamientos, sus intenciones, los analizaba, los explicaba: «Cuando Médor vio que el rascón le hacía correr así, se dijo: "Espera, buen mozo, vamos a divertirnos." Entonces, haciéndome una seña con la cabeza para que fuera a colocarme en la esquina del campo de trébol, empezó a ventear al sesgo con mucho ruido, moviendo las hierbas para empujar a la pieza al ángulo  donde no podría escapar. Todo ocurrió como él había previsto; el rascón, de repente, se encontró en la linde. Imposible llegar más lejos sin descubrirse. Se dijo: "Me ha pillado, el maldito perro!" y se agazapó. Médor  entonces se detuvo, mirándome; yo le hago una señal y el lo acosa. Brrr -el rascón vuela -apunto-¡pum!-, cae; y Médor, al traérmelo, movía el rabo para decirme: "¿Buena pasada le hemos gastado, eh, don Héctor?"»
Courville, Darnetot y las dos mujeres se reían locamente con estos pintorescos relatos, en los que el barón ponía toda su alma. Se animaba, movía los brazos, gesticulaba con todo su cuerpo; y cuando contaba la muerte de la pieza, reía con una formidable carcajada, y preguntaba siempre como conclusión: «¿Verdad que ésta es buena?»
En cuanto se hablaba de otra cosa, ya no escuchaba y canturreaba él solo toques de caza. Por eso, cuando se hacía un instante de silencio entre dos frases, en esos  momentos de bruscas treguas que cortan el rumor de las palabras, se oía de repente un aire de caza: «.Ton, ton, ton, torontón», que el barón lanzaba inflando los carrillos como si hubiera tenido su cuerno.
Había vivido sólo para la caza y envejecía sin sospecharlo ni percatarse de ello. De improviso tuvo un ataque de reuma y guardó cama dos meses. Estuvo a punto de morir de pena y aburrimiento. Como no tenía criada, pues le preparaba las comidas un viejo servidor,  no obtenía ni cataplasmas calientes, ni delicadezas, ni  nada de lo que los enfermos necesitan. Su enfermero fue su montero, y aquel jinete, que se aburría al menos tanto como su amo, dormía día y noche en un sillón,  mientras el barón juraba y se exasperaba entre sus sábanas.
Las señoras de Courville iban a verlo a veces; eran para él horas de calma y bienestar. Preparaban su tisana, cuidaban el fuego, le servían amablemente el almuerzo, en el borde de la cama; y cuando se marchaban, él murmuraba: «¡Diantre! Deberían ustedes venirse a vivir aquí!» Y ellas reían de buena gana.
Cuando ya iba mejor y volvía a cazar en los pantanos, fue una noche a cenar a casa de sus amigos; pero ya no tenía su vivacidad ni su alegría. Lo torturaba un pensamiento incesante: el temor de que se le reprodujeran los dolores antes de levantarse la veda. En el momento de despedirse, mientras las mujeres lo envolvían en un mantón, le anudaban un pañuelo al cuello, y el se dejaba por primera vez en su vida, murmuró en tono desolado: «Si la cosa se repite, estoy aviado.»
Cuando se hubo marchado, la señora de Darnetot le dijo a su madre: «Habría que casar al barón.»
Todos se llevaron las manos a la cabeza. ¿Cómo no se les había ocurrido antes? Buscaron toda la velada entre las viudas que conocían, y la elección recayó en una mujer de cuarenta años, todavía bonita, bastante rica, de buen humor y excelente salud, que se llamaba dona Berthe Vilers.
La invitaron a pasar un mes en su casa. Se aburría y fue. Era bulliciosa y alegre; el barón de Coutelier le gustó de inmediato. Se divertía con él como con un juguete vivo y se pasaba horas enteras interrogándole socarronamente sobre los sentimientos de los conejos y las maquinaciones de los zorros. Él distinguía gravemente los diferentes puntos de vista de los diversos animales, y les atribuía planes y razonamientos sutiles; como a los hombres que conocía.
La atención que ella le prestaba le encantó; y una noche, para testimoniarle su estima, le rogó que fuera con él de caza, cosa que jamás había hecho con ninguna mujer. La invitación pareció tan divertida, que ella aceptó. Equiparla fue una fiesta; todos se pusieron a ello, le ofrecieron algo; y apareció vestida a guisa de amazona, con botas, pantalones de hombre, una falda corta, una chaqueta de terciopelo demasiado apretada en la garganta y una gorra de mozo de jauría.
El barón parecía tan emocionado como si fuera a disparar su primer tiro. Le explicó minuciosamente la dirección del viento, las diferentes muestras de los perros, la forma de tirar a las piezas; después la empujó hacia un campo, siguiéndola paso a paso, con la solicitud de una nodriza que ve a su bebé andar por primer a vez.
Médor encontró, se arrastró, se detuvo, alzó la pata. El barón, detrás de su alumna, temblaba como una hoja. Balbucía: «Cuidado, cuidado, son per... per... perdices.»
Aún no había acabado cuando un gran ruido alzó el vuelo desde tierra -brrr, brrr, brrr- y un regimiento de grandes aves ascendió en el aire batiendo las alas.
La señora Vilers, asustada, cerró los ojos, soltó los dos tiros, retrocedió un paso con la sacudida de la escopeta; después, cuando recobró su sangre fría, distinguió al barón que bailaba como un loco y a Médor que traía dos perdices en la boca.
A partir de aquel día, el barón de Coutelier estuvo enamorado de ella.
Decía, levantando los ojos: «¡Qué mujer!» Y ahora iba todos los días a hablar de caza. Un día el señor de Courville, que lo acompañaba a su casa y lo oía extasiarse con su nueva amiga, le preguntó bruscamente: «¿Por qué no se casa con ella?» El barón se quedó pasmado: «¿Yo? ¿Yo? ¿Casarme?... Pero... en realidad...» Y enmudeció. Después, estrechando precipitadamente la mano de su compañero, murmuró: «Hasta la vista, amigo mío», y desapareció a grandes pasos en la noche. Estuvo tres días sin volver. Cuando reapareció estaba pálido a causa de sus reflexiones y más grave que de costumbre. Se llevó aparte al señor de Courville: «Ha tenido usted una feliz idea. Trate de prepararla para que me acepte. Diantre, una mujer así parece hecha adrede para mí. Cazaremos juntos todo el año.»
El señor de Courville, seguro de que no sería rechazado, respondió: «Haga su petición en seguida, amigo mío. ¿Quiere que me encargue de ello?» Pero el barón se turbó de pronto, y balbuceó: «No... no... Primero tengo que hacer un viajecito... un viajecito... a París. En cuanto regrese le responderé definitivamente.» No pudieron conseguir más aclaraciones, y al día siguiente se marchó.
El viaje duró mucho. Una semana, dos semanas, tres semanas pasaron, y el barón de Coutelier no reaparecía. Los Courville, extrañados, inquietos, no sabían qué decir a su amiga, a quien habían advertido de las intenciones del barón. Todos los días mandaban a su casa en busca de noticias; ninguno de sus servidores las había recibido.
Ahora bien, una noche, cuando la señora Vilers cantaba acompañándose al piano, llegó una criada, con gran misterio, a buscar al señor de Courville, diciéndole en voz baja que un señor preguntaba por él. Era el barón, cambiado, envejecido, con ropas de viaje. En cuanto vio a su viejo amigo, le agarró las manos, y con voz un poco fatigada: «Llego en este momento, mi querido amigo, y acudo a verlo; no puedo más.» Después vaciló, visiblemente turbado: «Quería decirle... en seguida... que ese... ese asunto... ya sabe usted... ha fallado.»
El señor de Courville lo miraba estupefacto. «¿Cómo? ¿Fallado? ¿Y por qué?» «¡Oh! No me interrogue... por favor, sería demasiado penoso decirlo; pero tenga la seguridad de que actúo como... un hombre honrado. No puedo... No tengo derecho, compréndalo; no tengo derecho a casarme con esa señora. Esperaré a que se marche para volver por aquí; me resultaría demasiado doloroso verla. Adiós.»
Y escapó.
Toda la familia deliberó, discutió, supuso mil cosas. Se llegó a la conclusión de que la vida del barón ocultaba un gran misterio, que quizá tenía hijos naturales, una vieja relación. En fin, el asunto parecía grave, y para no entrar en complicaciones dificultosas, advirtieron hábilmente a la señora Vilers, que regresó a su casa tan viuda como había llegado.
Transcurrieron aún tres meses. Una noche que había cenado fuerte y trastabillaba un poco, el barón de Coutelier, al fumar su pipa por la noche con el señor de Courville, le dijo: «¡Si supiera usted cuán a menudo pienso en su amiga, se compadecería de mí!»
El otro, a quien la conducta del barón en aquella circunstancia había ofendido un poco, le dijo vivamente sus pensamientos: «Diantre, amigo mío, cuando uno tiene secretos en su existencia, no llega tan lejos al principio como hizo usted; pues, a fin de cuentas, seguramente podía usted prever el motivo de su retirada.» 
El barón dejó de fumar, confuso.
«Sí y no. En fin, nunca hubiera creído lo que me  ocurrió.»
El señor de Courville, impaciente, prosiguió: «Debe preverse todo.»
Pero el señor de Coutelier, sondeando con los ojos las tinieblas para estar seguro de que nadie los escuchaba, prosiguió en voz baja:
«Veo perfectamente que les he herido, y voy a decírselo todo para disculparme. Desde hace veinte años, amigo mío, vivo sólo para la caza. Sólo eso me gusta. Ya lo sabe usted; sólo me ocupo de eso. Por ello, en el momento de contraer unos deberes con esa señora, me entró un escrúpulo, un escrúpulo de conciencia. Hace tanto tiempo que he perdido la costumbre de... de... del amor, en fin, que no sabía si sería capaz aún de... de... ya sabe usted... ¡Figúrese! Hace ahora exactamente dieciséis años que... que... por última vez, ya entiende. En estas tierras no es fácil el... el... usted ya cae. Y además tenía otras cosas que hacer. Prefiero disparar un tiro. En resumen, en el momento de comprometerme delante del alcalde y del cura a... a... a lo que usted sabe, me dio miedo. Me dije: Caray, y si... si... fuera a fallar. Un hombre honrado no falta nunca a sus compromisos; y con eso yo adquiría un compromiso sagrado respecto a esa persona. En fin, para saber a que atenerme, me prometí ir a pasar ocho días en París.
«Al cabo de ocho días, nada, nada de nada. Y no es por no haber ensayado. Cogí lo mejor que había en todos los estilos. Le aseguro que ellas hicieron lo que pudieron... Sí, ciertamente, no omitieron nada... Pero, ¿qué quiere usted? Se retiraban siempre con las manos vacías... vacías... vacías...
«Esperé entonces quince días, tres semanas, siempre aguardando. Comí en los restaurantes un montón de cosas picantes, que me arruinaron el estómago, y... y... nada... siempre nada.
«Comprenderá usted que, en esas condiciones, ante esa comprobación, no podía sino... sino... sino retirarme. Y eso es lo que hice.»
El Señor de Courville se retorcía para no reírse. Estrechó gravemente las manos del barón, diciéndole: «Lo compadezco», y lo acompañó hasta la mitad del camino de su casa. Después, cuando se encontró a solas con su mujer, se lo contó todo, ahogándose de risa. Pero la señora de Courville no reía; escuchaba muy atenta, y cuando su marido hubo acabado, respondió con toda seriedad: «El barón es un necio, querido mío; tenía miedo, eso es todo. Voy a escribirle a Berthe que vuelva, y pronto.»
Y como el señor de Courville objetase el largo e inútil ensayo de su amigo, ella prosiguió: «¡Bah! Cuando uno ama a su mujer, ¿comprende?, esa cosa... reaparece siempre.»
Y el señor de Courville no replicó nada, un poco confuso también él. 

Guy de Maupassant