En toda su vida sólo había tenido
una inextinguible pasión: la caza. Cazaba todos los días, de la mañana a la
noche, con furioso arrebato. Cazaba tanto en invierno como en verano, en
primavera como en otoño, en los pantanos cuando los reglamentos prohibían la
caza en la llanura y los bosques; cazaba al aguardo, a caballo, con perro de
muestra, con perro corredor, al ojeo, con espejuelos, con hurón. Sólo hablaba
de caza, soñaba con la caza; repetía sin cesar: «¡Deben de ser muy desgraciados
los que no aman la caza!» Tenía ahora cincuenta años cumplidos, se conservaba
bien, seguía fuerte, aunque calvo, un poco grueso, pero vigoroso; llevaba el
bigote recortado para dejar bien al descubierto los labios y tener libre el
contorno de la boca, con el fin de poder tocar el cuerno con más
facilidad. En la comarca se le designaba
por su nombre de pila, don Héctor. Se llamaba don Héctor Gontran, barón de
Coutelier.
Vivía, en medio de los bosques,
en una casita de campo que había heredado, y aunque conocía a toda la nobleza
del departamento y encontraba a todos sus representantes varones en las
cacerías, sólo trataba asiduamente a una familia: los Courville, sus amables
vecinos, aliados de su estirpe desde hacía siglos.
En aquella casa lo mimaban, lo
querían, lo cuidaban y él decía: «Si no fuera cazador, no querría separarme de
ustedes.» El señor de Courville era su amigo y camarada desde la infancia.
Hidalgo agricultor, vivía tranquilamente con su mujer, su hija y su yerno, el
señor de Darnetot, que no hacía nada, con el pretexto de unos estudios
históricos.
El barón de Coutelier iba a cenar
a menudo a casa de sus amigos, sobre todo para contarles sus proezas con la
escopeta. Narraba largas historias de perros y de hurones, de los que hablaba
como de personajes notables a quienes hubiera conocido a fondo. Desvelaba sus
pensamientos, sus intenciones, los analizaba, los explicaba: «Cuando Médor vio que el rascón le hacía correr
así, se dijo: "Espera, buen mozo, vamos a divertirnos." Entonces,
haciéndome una seña con la cabeza para que fuera a colocarme en la esquina del
campo de trébol, empezó a ventear al sesgo con mucho ruido, moviendo las
hierbas para empujar a la pieza al ángulo
donde no podría escapar. Todo ocurrió como él había previsto; el rascón,
de repente, se encontró en la linde. Imposible llegar más lejos sin
descubrirse. Se dijo: "Me ha pillado, el maldito perro!" y se
agazapó. Médor entonces se detuvo, mirándome; yo le hago
una señal y el lo acosa. Brrr -el rascón vuela -apunto-¡pum!-, cae; y Médor, al traérmelo, movía el rabo para
decirme: "¿Buena pasada le hemos gastado, eh, don Héctor?"»
Courville, Darnetot y las dos
mujeres se reían locamente con estos pintorescos relatos, en los que el barón
ponía toda su alma. Se animaba, movía los brazos, gesticulaba con todo su
cuerpo; y cuando contaba la muerte de la pieza, reía con una formidable
carcajada, y preguntaba siempre como conclusión: «¿Verdad que ésta es buena?»
En cuanto se hablaba de otra
cosa, ya no escuchaba y canturreaba él solo toques de caza. Por eso, cuando se
hacía un instante de silencio entre dos frases, en esos momentos de bruscas treguas que cortan el
rumor de las palabras, se oía de repente un aire de caza: «.Ton, ton, ton,
torontón», que el barón lanzaba inflando los carrillos como si hubiera tenido
su cuerno.
Había vivido sólo para la caza y envejecía sin
sospecharlo ni percatarse de ello. De improviso tuvo un ataque de reuma y
guardó cama dos meses. Estuvo a punto de morir de pena y aburrimiento. Como no
tenía criada, pues le preparaba las comidas un viejo servidor, no obtenía ni cataplasmas calientes, ni
delicadezas, ni nada de lo que los
enfermos necesitan. Su enfermero fue su montero, y aquel jinete, que se aburría
al menos tanto como su amo, dormía día y noche en un sillón, mientras el barón juraba y se exasperaba
entre sus sábanas.
Las señoras de Courville iban a
verlo a veces; eran para él horas de calma y bienestar. Preparaban su tisana,
cuidaban el fuego, le servían amablemente el almuerzo, en el borde de la cama;
y cuando se marchaban, él murmuraba: «¡Diantre! Deberían ustedes venirse a
vivir aquí!» Y ellas reían de buena gana.
Cuando ya iba mejor y volvía a
cazar en los pantanos, fue una noche a cenar a casa de sus amigos; pero ya no
tenía su vivacidad ni su alegría. Lo torturaba un pensamiento incesante: el
temor de que se le reprodujeran los dolores antes de levantarse la veda. En el
momento de despedirse, mientras las mujeres lo envolvían en un mantón, le
anudaban un pañuelo al cuello, y el se dejaba por primera vez en su vida,
murmuró en tono desolado: «Si la cosa se repite, estoy aviado.»
Cuando se hubo marchado, la
señora de Darnetot le dijo a su madre: «Habría que casar al barón.»
Todos se llevaron las manos a la
cabeza. ¿Cómo no se les había ocurrido antes? Buscaron toda la velada entre las
viudas que conocían, y la elección recayó en una mujer de cuarenta años,
todavía bonita, bastante rica, de buen humor y excelente salud, que se llamaba
dona Berthe Vilers.
La invitaron a pasar un mes en su
casa. Se aburría y fue. Era bulliciosa y alegre; el barón de Coutelier le gustó
de inmediato. Se divertía con él como con un juguete vivo y se pasaba horas
enteras interrogándole socarronamente sobre los sentimientos de los conejos y
las maquinaciones de los zorros. Él distinguía gravemente los diferentes puntos
de vista de los diversos animales, y les atribuía planes y razonamientos
sutiles; como a los hombres que conocía.
La atención que ella le prestaba
le encantó; y una noche, para testimoniarle su estima, le rogó que fuera con él
de caza, cosa que jamás había hecho con ninguna mujer. La invitación pareció
tan divertida, que ella aceptó. Equiparla fue una fiesta; todos se pusieron a
ello, le ofrecieron algo; y apareció vestida a guisa de amazona, con botas,
pantalones de hombre, una falda corta, una chaqueta de terciopelo demasiado
apretada en la garganta y una gorra de mozo de jauría.
El barón parecía tan emocionado
como si fuera a disparar su primer tiro. Le explicó minuciosamente la dirección
del viento, las diferentes muestras de los perros, la forma de tirar a las
piezas; después la empujó hacia un campo, siguiéndola paso a paso, con la
solicitud de una nodriza que ve a su bebé andar por primer a vez.
Médor encontró, se arrastró, se detuvo, alzó la pata. El barón,
detrás de su alumna, temblaba como una hoja. Balbucía: «Cuidado, cuidado, son
per... per... perdices.»
Aún no había acabado cuando un
gran ruido alzó el vuelo desde tierra -brrr, brrr, brrr- y un regimiento de
grandes aves ascendió en el aire batiendo las alas.
La señora Vilers, asustada, cerró
los ojos, soltó los dos tiros, retrocedió un paso con la sacudida de la
escopeta; después, cuando recobró su sangre fría, distinguió al barón que
bailaba como un loco y a Médor que
traía dos perdices en la boca.
A partir de aquel día, el barón
de Coutelier estuvo enamorado de ella.
Decía, levantando los ojos: «¡Qué
mujer!» Y ahora iba todos los días a hablar de caza. Un día el señor de Courville,
que lo acompañaba a su casa y lo oía extasiarse con su nueva amiga, le preguntó
bruscamente: «¿Por qué no se casa con ella?» El barón se quedó pasmado: «¿Yo?
¿Yo? ¿Casarme?... Pero... en realidad...» Y enmudeció. Después, estrechando
precipitadamente la mano de su compañero, murmuró: «Hasta la vista, amigo mío»,
y desapareció a grandes pasos en la noche. Estuvo tres días sin volver. Cuando
reapareció estaba pálido a causa de sus reflexiones y más grave que de
costumbre. Se llevó aparte al señor de Courville: «Ha tenido usted una feliz
idea. Trate de prepararla para que me acepte. Diantre, una mujer así parece
hecha adrede para mí. Cazaremos juntos todo el año.»
El señor de Courville, seguro de
que no sería rechazado, respondió: «Haga su petición en seguida, amigo mío.
¿Quiere que me encargue de ello?» Pero el barón se turbó de pronto, y balbuceó:
«No... no... Primero tengo que hacer un viajecito... un viajecito... a París. En
cuanto regrese le responderé definitivamente.» No pudieron conseguir más aclaraciones,
y al día siguiente se marchó.
El viaje duró mucho. Una semana,
dos semanas, tres semanas pasaron, y el barón de Coutelier no reaparecía. Los
Courville, extrañados, inquietos, no sabían qué decir a su amiga, a quien
habían advertido de las intenciones del barón. Todos los días mandaban a su
casa en busca de noticias; ninguno de sus servidores las había recibido.
Ahora bien, una noche, cuando la
señora Vilers cantaba acompañándose al piano, llegó una criada, con gran
misterio, a buscar al señor de Courville, diciéndole en voz baja que un señor
preguntaba por él. Era el barón, cambiado, envejecido, con ropas de viaje. En
cuanto vio a su viejo amigo, le agarró las manos, y con voz un poco fatigada:
«Llego en este momento, mi querido amigo, y acudo a verlo; no puedo más.»
Después vaciló, visiblemente turbado: «Quería decirle... en seguida... que
ese... ese asunto... ya sabe usted... ha fallado.»
El señor de Courville lo miraba
estupefacto. «¿Cómo? ¿Fallado? ¿Y por qué?» «¡Oh! No me interrogue... por favor,
sería demasiado penoso decirlo; pero tenga la seguridad de que actúo como... un
hombre honrado. No puedo... No tengo derecho, compréndalo; no tengo derecho a
casarme con esa señora. Esperaré a que se marche para volver por aquí; me
resultaría demasiado doloroso verla. Adiós.»
Y escapó.
Toda la familia deliberó,
discutió, supuso mil cosas. Se llegó a la conclusión de que la vida del barón
ocultaba un gran misterio, que quizá tenía hijos naturales, una vieja relación.
En fin, el asunto parecía grave, y para no entrar en complicaciones
dificultosas, advirtieron hábilmente a la señora Vilers, que regresó a su casa
tan viuda como había llegado.
Transcurrieron aún tres meses.
Una noche que había cenado fuerte y trastabillaba un poco, el barón de
Coutelier, al fumar su pipa por la noche con el señor de Courville, le dijo:
«¡Si supiera usted cuán a menudo pienso en su amiga, se compadecería de mí!»
El otro, a quien la conducta del
barón en aquella circunstancia había ofendido un poco, le dijo vivamente sus pensamientos:
«Diantre, amigo mío, cuando uno tiene secretos en su existencia, no llega tan
lejos al principio como hizo usted; pues, a fin de cuentas, seguramente podía
usted prever el motivo de su retirada.»
El barón dejó de fumar, confuso.
«Sí y no. En fin, nunca hubiera
creído lo que me ocurrió.»
El señor de Courville,
impaciente, prosiguió: «Debe preverse todo.»
Pero el señor de Coutelier,
sondeando con los ojos las tinieblas para estar seguro de que nadie los
escuchaba, prosiguió en voz baja:
«Veo perfectamente que les he
herido, y voy a decírselo todo para disculparme. Desde hace veinte años, amigo
mío, vivo sólo para la caza. Sólo eso me gusta. Ya lo sabe usted; sólo me ocupo
de eso. Por ello, en el momento de contraer unos deberes con esa señora, me
entró un escrúpulo, un escrúpulo de conciencia. Hace tanto tiempo que he
perdido la costumbre de... de... del amor, en fin, que no sabía si sería capaz
aún de... de... ya sabe usted... ¡Figúrese! Hace ahora exactamente dieciséis
años que... que... por última vez, ya entiende. En estas tierras no es fácil
el... el... usted ya cae. Y además tenía otras cosas que hacer. Prefiero
disparar un tiro. En resumen, en el momento de comprometerme delante del
alcalde y del cura a... a... a lo que usted sabe, me dio miedo. Me dije: Caray,
y si... si... fuera a fallar. Un hombre honrado no falta nunca a sus
compromisos; y con eso yo adquiría un compromiso sagrado respecto a esa
persona. En fin, para saber a que atenerme, me prometí ir a pasar ocho días en
París.
«Al cabo de ocho días, nada, nada
de nada. Y no es por no haber
ensayado. Cogí lo mejor que había en todos los estilos. Le aseguro que ellas
hicieron lo que pudieron... Sí, ciertamente, no omitieron nada... Pero, ¿qué
quiere usted? Se retiraban siempre con las manos vacías... vacías... vacías...
«Esperé entonces quince días,
tres semanas, siempre aguardando. Comí en los restaurantes un montón de cosas
picantes, que me arruinaron el estómago, y... y... nada... siempre nada.
«Comprenderá usted que, en esas
condiciones, ante esa comprobación, no podía sino... sino... sino retirarme. Y
eso es lo que hice.»
El Señor de Courville se retorcía
para no reírse. Estrechó gravemente las manos del barón, diciéndole: «Lo
compadezco», y lo acompañó hasta la mitad del camino de su casa. Después,
cuando se encontró a solas con su mujer, se lo contó todo, ahogándose de risa.
Pero la señora de Courville no reía;
escuchaba muy atenta, y cuando su marido hubo acabado, respondió con toda
seriedad: «El barón es un necio, querido mío; tenía miedo, eso es todo. Voy a
escribirle a Berthe que vuelva, y pronto.»
Y como el señor de Courville
objetase el largo e inútil ensayo de su amigo, ella prosiguió: «¡Bah! Cuando
uno ama a su mujer, ¿comprende?, esa cosa... reaparece siempre.»
Y el señor de Courville no
replicó nada, un poco confuso también él.
Guy de Maupassant