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jueves, 17 de noviembre de 2016

Ferrer-Dalmau 2










Yushka

Hace mucho ya, en tiempos pasados, vivía en nuestra calle un hombre que aparentaba tener muchos años y que trabaja­ba en una herrería junto a la carretera grande que iba a Mos­cú. Era ayudante auxiliar del herrero principal, que tenía mal la vista y poca fuerza en las manos. Cargaba agua, arena y carbón para la herrería, avivaba la forja con el fuelle, aguan­taba el hierro caliente en el yunque mientras el herrero prin­cipal lo martilleaba, entraba el caballo al establo y hacía cualquier otro trabajo. Su nombre era Yefim, pero todos lo llamaban Yushka. Era pequeño de estatura y flaco. En su cara arrugada, en lugar de barba y bigote, crecían aislados algunos pelos canosos. Tenía los ojos blancos como los de un ciego y siempre húmedos, con lágrimas tibias.
Yushka alquilaba parte de la cocina al dueño de la herre­ría. Por la mañana salía a su trabajo y no regresaba hasta la noche, a dormir. El dueño le pagaba su trabajo con pan, sopa y papilla, pero el té, el azúcar y la ropa debía comprarlos con su sueldo, que era de siete rublos y sesenta kópeks al mes. Yushka, sin embargo, no tomaba té y no compraba azúcar. Bebía agua y usaba siempre la misma ropa, que no había cambiado en años. En verano solía andar descalzo. Vestía pantalón y camisa negros manchados de hollín por el mucho trabajo y en los que las chispas habían hecho agujeros, de modo que en muchos lugares se veía su cuerpo blanco. En in­vierno se cubría con una zamarra que había heredado de su padre, ya muerto, y calzaba el mismo par de botas de fieltro a las que cada otoño cosía nuevas suelas y con las que había andado todos los inviernos de su larga vida.
Por la mañana temprano, cuando Yushka iba por la calle hacia la herrería, los viejos y las viejas se levantaban y decían que por ahí iba Yushka a trabajar, así que debían levantarse y despertar a los jóvenes. Y por la tarde, cuando Yushka volvía a dormir, la gente decía que ya era hora de comer y de irse a la cama, porque Yushka ya se iba a dormir.
Y los niños pequeños, e incluso aquellos que ya eran ado­lescentes, cuando veían al viejo Yushka caminando silencio­samente, dejaban de jugar y corrían tras él gritándole: «¡Ahí va Yushka! ¡Ahí va Yushka!».
Los niños recogían ramas secas, piedras y puñados de basura y se los lanzaban a Yushka.
«¡Yushka! -gritaban los niños-. ¿Verdad que eres Yushka?»
El viejo no les contestaba ni se enfadaba; seguía en silencio su camino y no se cubría la cara para protegerse de las pie­dras y la basura.
Los niños se sorprendían de que estuviera vivo y de que no se enfadara con ellos. Y de nuevo le gritaban: «Yushka, ¿existes de verdad o no?».
Luego volvían a lanzarle cosas que recogían del suelo, corrían hacia él, lo tocaban, lo empujaban, sin entender por qué no les gritaba, por qué no cogía una rama seca y corría tras ellos como hacen los adultos. Los niños no conocían a nadie igual, por eso dudaban de que Yushka estuviera vivo. Al tocarlo o al golpearlo comprobaban que era de carne y hueso, y que estaba vivo.
Entonces volvían a empujar a Yushka y le tiraban piedras: preferían que se enfadara si de verdad estaba vivo. Yushka seguía su camino en silencio y entonces eran los niños los que empezaban a enfadarse con Yushka. Les aburría que se quedara siempre callado, que no los asustara ni corriera tras ellos. Empujaban todavía más fuerte al viejo, gritaban corriendo alrededor de él para que contestara enfadado y los divirtiera. Ellos correrían asustados alejándose de él, alegres se burlarían desde lejos y lo volverían a llamar para después correr y esconderse en la oscuridad del anochecer, en la sombra de las casas, en los arbustos de los jardines y de los huertos. Pero Yushka no los tocaba ni les contestaba.
Cuando lo obligaban a detenerse o le hacían demasiado daño, les decía: «¿Por qué, queridos míos, por qué, pequeñitos míos...? ¡Seguro que es porque me amáis...! ¿Por qué os hago tanta falta...? Esperad, no quiero que me toquéis, me habéis echado tierra en los ojos, no veo nada».
Los niños no lo oían ni lo entendían. Seguían empujándolo y riéndose de él. Les divertía poder hacer con él lo que quisie­ran y que él no hiciera nada.
Yushka también se divertía con ellos. Sabía por qué los ni­ños se reían de él y lo molestaban. Confiaba en que los niños lo amaban, que lo necesitaban, sólo que no sabían amar a las personas, no sabían qué hacer con el amor, y por esto lo mo­lestaban.
En sus casas, los padres decían a los niños que no estudia­ban o a los desobedientes: «¡Serás como Yushka! Crecerás y andarás descalzo en verano y con botas rotas en invierno. Todos te molestarán. No tomarás té con azúcar, sino agua sola».
Los adultos, al toparse con Yushka en la calle, a veces tam­bién lo ofendían. En ocasiones los adultos sufrían alguna desdicha inmensa o una ofensa, o simplemente estaban borra­chos, y entonces una furia rabiosa embargaba sus corazones. Al ver a Yushka camino de la herrería, o que regresaba a dor­mir a su casa, el adulto le decía: «¿Por qué andas por aquí si eres tan extravagante, tan diferente de los demás? ¿Sobre qué algo tan especial estás pensando?».
Yushka se detenía, lo escuchaba y no le respondía.
«Pero ¿es que no tienes palabras? ¡Ni que fueras un animal! Tienes que vivir simple y honestamente, como vivo yo, y no andar pensando en cosas secretas. ¡Habla! ¿Vivirás como es debido? ¿No? ¡Aja...! ¡De acuerdo!»
Y tras aquella conversación en la que Yushka no había di­cho nada, el adulto se convencía de que el culpable de todo era Yushka y, acto seguido, comenzaba a golpearlo. La doci­lidad de Yushka enfurecía aún más al adulto, que lo golpea­ba más de lo que había querido al principio, y en este enfure­cimiento olvidaba momentáneamente su desgracia.
Yushka permanecía largo rato sobre el polvo de la carrete­ra. Al volver en sí se ponía de pie sin ayuda. A veces iba a buscarlo la hija del dueño de la herrería, lo levantaba y se lo llevaba a casa.
-Sería mejor que te murieras, Yushka -le decía la hija del dueño-. ¿Para qué vives?
Yushka la miraba con asombro. No entendía por qué debía morirse si había nacido para vivir.
-Mis padres me hicieron. Ésta fue su voluntad -respondía Yushka-. No puedo morir. Además, ayudo a tu padre en la herrería.
-¡Valiente ayudante! ¡Cualquier otro ocuparía tu puesto!
-Dasha, ¡la gente me quiere!
Dasha se reía.
-Hoy te han hecho un corte en la mejilla, te sangra; la se­mana pasada te partieron la oreja, y dices que la gente te quiere.
-La gente me quiere sin saberlo -le decía Yushka-. A veces el corazón de la gente es ciego.
-¡Sí, tienen el corazón ciego, pero ojos que ven! -decía Dasha-. ¡Anda, camina más deprisa! Te quieren de corazón, pero te golpean por interés.
-Sí, es verdad. Se enfadan conmigo por interés -admitió Yushka-. Me ordenan que no ande por la calle y me destro­zan el cuerpo.
-¡Ay, Yushka, Yushka! -suspiraba Dasha-. -Y mi padre dice que todavía no eres viejo.
-¡Claro que no soy viejo...! Sufro del pecho desde niño, por eso tengo tan mal aspecto y parezco un viejo...
A causa de su enfermedad, Yushka dejaba al dueño duran­te un mes todos los veranos. Iba a pie hasta una aldea muy le­jana donde al parecer vivían sus parientes. Sin embargo, na­die sabía qué parentesco tenían con él.
Hasta el mismo Yushka no se acordaba, y un verano decía que en aquella aldea vivía una hermana viuda, y al verano si­guiente que tenía una sobrina allí. A veces decía que se iba a la aldea y otras a Moscú. La gente pensaba que en aquella al­dea vivía una hija a la que Yushka quería mucho, y que era tan bondadosa como su padre.
Al llegar junio, o en agosto, Yushka se echaba al hombro su alforja, en la que ponía pan, y se marchaba. Por el camino respiraba el aroma de la hierba y los bosques, miraba las nubes blancas que nacían en el cielo, escuchaba la voz de los ríos murmurando en los bancos de piedras, y su pecho enfer­mo descansaba, dejaba de sentir su enfermedad, la tisis. Al in­ternarse en aquellos parajes totalmente despoblados, Yushka ya no escondía su amor a los seres vivos. Se inclinaba hacia la tierra y besaba las flores, tratando de no respirar sobre ellas para no marchitarlas con su respiración, acariciaba la corte­za de los árboles, levantaba las mariposas y los insectos que caían muertos y estudiaba sus caras sintiéndose huérfano sin ellos. Los pájaros cantaban en el cielo. Libélulas, otros insec­tos y grillos laboriosos emitían alegres sonidos en la hierba, y el alma de Yushka se sentía ligera y en su pecho entraba el dulce aroma de las flores, que olían a humedad y a luz solar.
Por el camino, Yushka descansaba. Se sentaba a la sombra de los árboles en la linde de la carretera y dormitaba en el ca­lor y la tranquilidad. Tras descansar y recuperar el aliento, ya no volvía a recordar su enfermedad y seguía su camino alegre, como si fuera una persona saludable. Yushka tenía cuarenta años, pero desde hacía mucho su enfermedad lo torturaba envejeciéndolo prematuramente, por lo que a todos parecía decrépito.
Y así, cada año, salía Yushka a los campos, bosques y ríos rumbo a una lejana aldea o hacia Moscú, donde quizá lo es­peraba alguien o quizá no: nadie en la ciudad lo sabía a cien­cia cierta.
Pasaba un mes, y Yushka regresaba y volvía a trabajar en la herrería desde la mañana hasta que caía la noche. Vivía igual que antes, y niños y adultos, los vecinos del pueblo, se­guían riéndose de él, echándole en cara su resignada estupi­dez, molestándolo.
Imperturbable, Yushka vivía hasta el verano siguiente, y en cuanto éste llegaba se echaba su alforja al hombro, po­nía en una bolsita aparte toda la paga del año, unos cien ru­blos, se colgaba la bolsita al cuello y salía sin que nadie su­piera adónde ni a quién iba a ver.
Con los años, Yushka estaba cada vez más débil, porque el tiempo de su vida se acortaba y su enfermedad del pecho martirizaba su cuerpo y lo agotaba. Un verano, cuando ya había llegado el momento de que Yushka partiera hacia la le­jana aldea, se quedó en la herrería. Un atardecer, ya casi de noche, Yushka salió arrastrando los pies de la herrería y se dirigió a la casa del dueño. Un alegre transeúnte, que conocía a Yushka, se rió al verlo:
-¿Para qué sigues pisando la tierra, pelele de dios? ¡Ojalá te mueras, porque sin ti quizá esto será más alegre...!
Y en aquel instante, quizá por primera vez en su vida, Yushka se enfadó.
-¿Qué te pasa? ¿Te molesto o qué...? Mis padres me traje­ron al mundo para que viviera. Nací según la ley. El mundo también me necesita, como a ti, ¡así que sin mí tampoco esta­ría bien...!
El transeúnte interrumpió a Yushka irritado.
-Pero ¿cuándo has empezado a hablar? ¿Quién eres tú, chiflado inútil, para compararte nada menos que conmigo?
-No me comparo -dijo Yushka-, pero la necesidad nos hace a todos iguales...
-¡No te hagas el sabihondo! -gritó el transeúnte-. ¡Yo sé más que tú! ¡Mira por dónde se pone ahora a hablar! ¡Te voy a enseñar lo que es ser inteligente!
Alzando la mano, el transeúnte, con la fuerza de su enfado, empujó a Yushka por el pecho. Yushka cayó boca arriba.
Yushka quedó un rato tendido en esa posición. Luego se dio la vuelta, se quedó boca abajo, no se movió más y no se levantó.
Al poco rato pasó por allí una persona, un carpintero del ta­ller de muebles. Llamó a Yushka. Después lo giró y vio la os­curidad en sus ojos blancos e inmóviles. Tenía la boca negra. El carpintero la limpió con la mano y se dio cuenta de que era sangre coagulada. Tocó la tierra bajo la cabeza de Yushka y la sintió húmeda por la sangre que había salido de la garganta de Yushka.
«Está muerto -dijo en un suspiro el carpintero-. Adiós, Yushka, perdónanos a todos. La gente te despreció, pero ¿cómo se atrevían a juzgarte...?»
El dueño de la herrería preparó a Yushka para el entierro. Dasha, la hija del dueño, lavó su cuerpo que pusieron sobre la mesa del herrero. Todo el pueblo, los jóvenes y los viejos, todos los que habían conocido a Yushka y se habían reído de él en vida, y lo habían molestado, se dieron cita junto a su cuerpo para despedirse de él.
Después enterraron a Yushka y todos lo olvidaron. Pero sin Yushka la gente empezó a vivir peor. Todo su enfado y sus burlas se quedaban entre ellos, porque ya no vivía Yush­ka, que aguantaba sin chistar cualquier furia, el ensañamien­to, la burla y la hostilidad ajena.
Se acordaron de Yushka cuando el otoño ya estaba bien avanzado. Un oscuro día de mal tiempo, llegó a la herrería una joven y preguntó al dueño dónde podía encontrar a Ye­fim Dmítrievich.
-¿Qué Yefim Dmítrievich? -se sorprendió el herrero-. Nunca hemos tenido a nadie con ese nombre.
La muchacha, sin embargo, no se fue. Permaneció en silen­cio como esperando algo. El herrero la miró para calcular qué clase de visita le había traído la tempestad. La joven era pequeña y menuda, pero su limpia y suave cara era tan deli­cada y dulce, sus ojos grises miraban con tanta tristeza como si estuvieran a punto de llenarse de lágrimas, que el corazón del herrero se ablandó y de pronto cayó en la cuenta:
-¿No será Yushka? Sí, es él, en su pasaporte ponía Dmítrievich...
-Yushka -susurró la muchacha-. Es verdad. Él se llamaba a sí mismo Yushka.
El herrero se quedó callado y después preguntó:
-¿Y usted quién es? ¿Una pariente?
-No, no soy familia suya. Me quedé huérfana y Yefim Dmítrievich me buscó una familia en Moscú. Después me envió a la escuela... Todos los años iba a verme y me lleva­ba el dinero del año para que pudiera vivir y estudiar. Aho­ra ya he crecido, he terminado la universidad, pero este año Yefim Dmítrievich no ha ido a verme. Dígame dónde está. Me contó que ha trabajado con usted durante veinticinco años...
-Pasó un cuarto de siglo, envejecimos juntos -dijo el herrero.
Cerró la herrería y llevó a la visitante al cementerio. La muchacha permaneció en silencio y se apretó contra la tierra en la que yacía Yushka, la persona que la había alimentado desde su niñez, que nunca había comido azúcar para que ella pudiera comerla.
Ella sabía que Yushka estaba aquejado por una enferme­dad y había estudiado medicina para curar a la persona que más la había amado en este mundo y a la que ella había ama­do con todo el calor y la luz de su corazón.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces. La joven docto­ra se quedó en nuestra ciudad. Empezó a trabajar en el hospi­tal atendiendo a las personas con tuberculosis, visitando las casas en las que había enfermos, sin cobrar nada por su tra­bajo. Ahora también ella ha envejecido, pero como cura y consuela durante todo el día a los enfermos, alivia sin cesar sus sufrimientos y aleja la muerte de los más débiles. Todos la conocen en la ciudad. La llaman la hija del buen Yushka, aunque hace ya mucho olvidaron quién era Yushka y que ella no era su hija.

Andrei Platonov