Yushka
Hace mucho ya, en tiempos pasados, vivía en nuestra calle
un hombre que aparentaba tener muchos años y que trabajaba en una herrería
junto a la carretera grande que iba a Moscú. Era ayudante auxiliar del herrero
principal, que tenía mal la vista y poca fuerza en las manos. Cargaba agua, arena
y carbón para la herrería, avivaba la forja con el fuelle, aguantaba el hierro
caliente en el yunque mientras el herrero principal lo martilleaba, entraba el
caballo al establo y hacía cualquier otro trabajo. Su nombre era Yefim, pero
todos lo llamaban Yushka. Era pequeño de estatura y flaco. En su cara arrugada,
en lugar de barba y bigote, crecían aislados algunos pelos canosos. Tenía los
ojos blancos como los de un ciego y siempre húmedos, con lágrimas tibias.
Yushka alquilaba parte de la cocina al dueño de la herrería.
Por la mañana salía a su trabajo y no regresaba hasta la noche, a dormir. El
dueño le pagaba su trabajo con pan, sopa y papilla, pero el té, el azúcar y la
ropa debía comprarlos con su sueldo, que era de siete rublos y sesenta kópeks
al mes. Yushka, sin embargo, no tomaba té y no compraba azúcar. Bebía agua y
usaba siempre la misma ropa, que no había cambiado en años. En verano solía
andar descalzo. Vestía pantalón y camisa negros manchados de hollín por el
mucho trabajo y en los que las chispas habían hecho agujeros, de modo que en
muchos lugares se veía su cuerpo blanco. En invierno se cubría con una zamarra
que había heredado de su padre, ya muerto, y calzaba el mismo par de botas de
fieltro a las que cada otoño cosía nuevas suelas y con las que había andado
todos los inviernos de su larga vida.
Por la mañana temprano, cuando Yushka iba por la calle hacia
la herrería, los viejos y las viejas se levantaban y decían que por ahí iba
Yushka a trabajar, así que debían levantarse y despertar a los jóvenes. Y por
la tarde, cuando Yushka volvía a dormir, la gente decía que ya era hora de
comer y de irse a la cama, porque Yushka ya se iba a dormir.
Y los niños pequeños, e incluso aquellos que ya eran adolescentes,
cuando veían al viejo Yushka caminando silenciosamente, dejaban de jugar y
corrían tras él gritándole: «¡Ahí va Yushka! ¡Ahí va Yushka!».
Los niños recogían ramas secas, piedras y puñados de
basura y se los lanzaban a Yushka.
«¡Yushka! -gritaban los niños-. ¿Verdad que eres Yushka?»
El viejo no les contestaba ni se enfadaba; seguía en
silencio su camino y no se cubría la cara para protegerse de las piedras y la
basura.
Los niños se sorprendían de que estuviera vivo y de
que no se enfadara con ellos. Y de nuevo le gritaban: «Yushka, ¿existes de
verdad o no?».
Luego volvían a lanzarle cosas que recogían del
suelo, corrían hacia él, lo tocaban, lo empujaban, sin entender por qué no les
gritaba, por qué no cogía una rama seca y corría tras ellos como hacen los
adultos. Los niños no conocían a nadie igual, por eso dudaban de que Yushka
estuviera vivo. Al tocarlo o al golpearlo comprobaban que era de carne y hueso,
y que estaba vivo.
Entonces volvían a empujar a Yushka y le tiraban
piedras: preferían que se enfadara si de verdad estaba vivo. Yushka seguía su
camino en silencio y entonces eran los niños los que empezaban a enfadarse con
Yushka. Les aburría que se quedara siempre callado, que no los asustara ni
corriera tras ellos. Empujaban todavía más fuerte al viejo, gritaban corriendo
alrededor de él para que contestara enfadado y los divirtiera. Ellos correrían
asustados alejándose de él, alegres se burlarían desde lejos y lo volverían a
llamar para después correr y esconderse en la oscuridad del anochecer, en la
sombra de las casas, en los arbustos de los jardines y de los huertos. Pero
Yushka no los tocaba ni les contestaba.
Cuando lo obligaban a detenerse o le hacían demasiado
daño, les decía: «¿Por qué, queridos míos, por qué, pequeñitos míos...? ¡Seguro
que es porque me amáis...! ¿Por qué os hago tanta falta...? Esperad, no quiero
que me toquéis, me habéis echado tierra en los ojos, no veo nada».
Los niños no lo oían ni lo entendían. Seguían empujándolo
y riéndose de él. Les divertía poder hacer con él lo que quisieran y que él no
hiciera nada.
Yushka también se divertía con ellos. Sabía por qué los niños
se reían de él y lo molestaban. Confiaba en que los niños lo amaban, que lo
necesitaban, sólo que no sabían amar a las personas, no sabían qué hacer con el
amor, y por esto lo molestaban.
En sus casas, los padres decían a los niños que no estudiaban
o a los desobedientes: «¡Serás como Yushka! Crecerás y andarás descalzo en
verano y con botas rotas en invierno. Todos te molestarán. No tomarás té con
azúcar, sino agua sola».
Los adultos, al toparse con Yushka en la calle, a veces
también lo ofendían. En ocasiones los adultos sufrían alguna desdicha inmensa
o una ofensa, o simplemente estaban borrachos, y entonces una furia rabiosa
embargaba sus corazones. Al ver a Yushka camino de la herrería, o que regresaba
a dormir a su casa, el adulto le decía: «¿Por qué andas por aquí si eres tan
extravagante, tan diferente de los demás? ¿Sobre qué algo tan especial estás
pensando?».
Yushka se detenía, lo escuchaba y no le respondía.
«Pero ¿es que no tienes palabras? ¡Ni que fueras un
animal! Tienes que vivir simple y honestamente, como vivo yo, y no andar
pensando en cosas secretas. ¡Habla! ¿Vivirás como es debido? ¿No? ¡Aja...! ¡De
acuerdo!»
Y tras aquella conversación en la que Yushka no había
dicho nada, el adulto se convencía de que el culpable de todo era Yushka y, acto
seguido, comenzaba a golpearlo. La docilidad de Yushka enfurecía aún más al
adulto, que lo golpeaba más de lo que había querido al principio, y en este
enfurecimiento olvidaba momentáneamente su desgracia.
Yushka permanecía largo rato sobre el polvo de la
carretera. Al volver en sí se ponía de pie sin ayuda. A veces iba a buscarlo la
hija del dueño de la herrería, lo levantaba y se lo llevaba a casa.
-Sería mejor que te murieras, Yushka -le decía la hija del dueño-.
¿Para qué vives?
Yushka la miraba con asombro. No entendía por qué debía morirse si
había nacido para vivir.
-Mis padres me hicieron. Ésta
fue su voluntad -respondía Yushka-. No puedo morir. Además, ayudo a tu padre en
la herrería.
-¡Valiente ayudante! ¡Cualquier
otro ocuparía tu puesto!
-Dasha, ¡la gente me quiere!
Dasha se reía.
-Hoy te han hecho un corte en
la mejilla, te sangra; la semana pasada te partieron la oreja, y dices que la
gente te quiere.
-La gente me quiere sin saberlo -le decía Yushka-. A veces el
corazón de la gente es ciego.
-¡Sí, tienen el corazón ciego,
pero ojos que ven! -decía Dasha-. ¡Anda, camina más deprisa! Te quieren de
corazón, pero te golpean por interés.
-Sí, es verdad. Se enfadan
conmigo por interés -admitió Yushka-. Me ordenan que no ande por la calle y me
destrozan el cuerpo.
-¡Ay, Yushka, Yushka! -suspiraba Dasha-. -Y mi padre dice que
todavía no eres viejo.
-¡Claro que no soy viejo...! Sufro del pecho desde niño, por eso
tengo tan mal aspecto y parezco un viejo...
A causa de su enfermedad,
Yushka dejaba al dueño durante un mes todos los veranos. Iba a pie hasta una
aldea muy lejana donde al parecer vivían sus parientes. Sin embargo, nadie
sabía qué parentesco tenían con él.
Hasta el mismo Yushka no se
acordaba, y un verano decía que en aquella aldea vivía una hermana viuda, y al
verano siguiente que tenía una sobrina allí. A veces decía que se iba a la
aldea y otras a Moscú. La gente pensaba que en aquella aldea vivía una hija a
la que Yushka quería mucho, y que era tan bondadosa como su padre.
Al llegar junio, o en agosto,
Yushka se echaba al hombro su alforja, en la que ponía pan, y se marchaba. Por
el camino respiraba el aroma de la hierba y los bosques, miraba las nubes
blancas que nacían en el cielo, escuchaba la voz de los ríos murmurando en los
bancos de piedras, y su pecho enfermo descansaba, dejaba de sentir su
enfermedad, la tisis. Al internarse en aquellos parajes totalmente
despoblados, Yushka ya no escondía su amor a los seres vivos. Se inclinaba
hacia la tierra y besaba las flores, tratando de no respirar sobre ellas para
no marchitarlas con su respiración, acariciaba la corteza de los árboles,
levantaba las mariposas y los insectos que caían muertos y estudiaba sus caras
sintiéndose huérfano sin ellos. Los pájaros cantaban en el cielo. Libélulas,
otros insectos y grillos laboriosos emitían alegres sonidos en la hierba, y el
alma de Yushka se sentía ligera y en su pecho entraba el dulce aroma de las
flores, que olían a humedad y a luz solar.
Por el camino, Yushka descansaba. Se sentaba a la sombra
de los árboles en la linde de la carretera y dormitaba en el calor y la
tranquilidad. Tras descansar y recuperar el aliento, ya no volvía a recordar su
enfermedad y seguía su camino alegre, como si fuera una persona saludable.
Yushka tenía cuarenta años, pero desde hacía mucho su enfermedad lo torturaba
envejeciéndolo prematuramente, por lo que a todos parecía decrépito.
Y así, cada año, salía Yushka a los campos, bosques y ríos
rumbo a una lejana aldea o hacia Moscú, donde quizá lo esperaba alguien o
quizá no: nadie en la ciudad lo sabía a ciencia cierta.
Pasaba un mes, y Yushka regresaba y volvía a trabajar en
la herrería desde la mañana hasta que caía la noche. Vivía igual que antes, y
niños y adultos, los vecinos del pueblo, seguían riéndose de él, echándole en
cara su resignada estupidez, molestándolo.
Imperturbable, Yushka vivía hasta el verano siguiente, y
en cuanto éste llegaba se echaba su alforja al hombro, ponía en una bolsita
aparte toda la paga del año, unos cien rublos, se colgaba la bolsita al cuello
y salía sin que nadie supiera adónde ni a quién iba a ver.
Con los años, Yushka estaba cada vez más débil, porque el
tiempo de su vida se acortaba y su enfermedad del pecho martirizaba su cuerpo y
lo agotaba. Un verano, cuando ya había
llegado el momento de que Yushka partiera hacia la lejana aldea, se quedó en
la herrería. Un atardecer, ya casi de noche, Yushka salió arrastrando los pies
de la herrería y se dirigió a la casa del dueño. Un alegre transeúnte, que
conocía a Yushka, se rió al verlo:
-¿Para qué sigues pisando la tierra, pelele de dios?
¡Ojalá te mueras, porque sin ti quizá esto será más alegre...!
Y en aquel instante, quizá por primera vez en su
vida, Yushka se enfadó.
-¿Qué te pasa? ¿Te molesto o qué...? Mis padres me
trajeron al mundo para que viviera. Nací según la ley. El mundo también me
necesita, como a ti, ¡así que sin mí tampoco estaría bien...!
El transeúnte interrumpió a Yushka irritado.
-Pero ¿cuándo has empezado a hablar? ¿Quién eres tú, chiflado
inútil, para compararte nada menos que conmigo?
-No me comparo -dijo Yushka-, pero la necesidad nos hace
a todos iguales...
-¡No te hagas el sabihondo! -gritó el transeúnte-.
¡Yo sé más que tú! ¡Mira por dónde se pone ahora a hablar! ¡Te voy a enseñar lo
que es ser inteligente!
Alzando la mano, el transeúnte, con la fuerza de su
enfado, empujó a Yushka por el pecho. Yushka cayó boca arriba.
Yushka quedó un rato tendido en esa posición. Luego
se dio la vuelta, se quedó boca abajo, no se movió más y no se levantó.
Al poco rato pasó por allí una persona, un carpintero
del taller de muebles. Llamó a Yushka. Después lo giró y vio la oscuridad en
sus ojos blancos e inmóviles. Tenía la boca negra. El carpintero la limpió con
la mano y se dio cuenta de que era sangre coagulada. Tocó la tierra bajo la
cabeza de Yushka y la sintió húmeda por la sangre que había salido de la
garganta de Yushka.
«Está muerto -dijo en un suspiro el carpintero-. Adiós,
Yushka, perdónanos a todos. La gente te despreció, pero ¿cómo se atrevían a
juzgarte...?»
El dueño de la herrería preparó a Yushka para el
entierro. Dasha, la hija del dueño, lavó su cuerpo que pusieron sobre la mesa
del herrero. Todo el pueblo, los jóvenes y los viejos, todos los que habían
conocido a Yushka y se habían reído de él en vida, y lo habían molestado, se
dieron cita junto a su cuerpo para despedirse de él.
Después enterraron a Yushka y todos lo olvidaron. Pero sin
Yushka la gente empezó a vivir peor. Todo su enfado y sus burlas se quedaban
entre ellos, porque ya no vivía Yushka, que aguantaba sin chistar cualquier
furia, el ensañamiento, la burla y la hostilidad ajena.
Se acordaron de Yushka cuando el otoño ya estaba bien
avanzado. Un oscuro día de mal tiempo, llegó a la herrería una joven y preguntó
al dueño dónde podía encontrar a Yefim Dmítrievich.
-¿Qué Yefim Dmítrievich? -se sorprendió el herrero-. Nunca
hemos tenido a nadie con ese nombre.
La muchacha, sin embargo, no se fue. Permaneció en silencio
como esperando algo. El herrero la miró para calcular qué clase de visita le
había traído la tempestad. La joven era pequeña y menuda, pero su limpia y
suave cara era tan delicada y dulce, sus ojos grises miraban con tanta
tristeza como si estuvieran a punto de llenarse de lágrimas, que el corazón del
herrero se ablandó y de pronto cayó en la cuenta:
-¿No será Yushka? Sí, es él, en su pasaporte ponía
Dmítrievich...
-Yushka -susurró la muchacha-. Es verdad. Él se
llamaba a sí mismo Yushka.
El herrero se quedó callado y después preguntó:
-¿Y usted quién es? ¿Una pariente?
-No, no soy familia suya. Me quedé huérfana y Yefim Dmítrievich
me buscó una familia en Moscú. Después me envió a la escuela... Todos los años
iba a verme y me llevaba el dinero del año para que pudiera vivir y estudiar.
Ahora ya he crecido, he terminado la universidad, pero este año Yefim
Dmítrievich no ha ido a verme. Dígame dónde está. Me contó que ha trabajado con
usted durante veinticinco años...
-Pasó un cuarto de siglo, envejecimos juntos -dijo el
herrero.
Cerró la herrería y llevó a la visitante al
cementerio. La muchacha permaneció en silencio y se apretó contra la tierra en
la que yacía Yushka, la persona que la había alimentado desde su niñez, que
nunca había comido azúcar para que ella pudiera comerla.
Ella sabía que Yushka estaba aquejado por una enfermedad
y había estudiado medicina para curar a la persona que más la había amado en
este mundo y a la que ella había amado con todo el calor y la luz de su corazón.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces. La joven doctora
se quedó en nuestra ciudad. Empezó a trabajar en el hospital atendiendo a las
personas con tuberculosis, visitando las casas en las que había enfermos, sin
cobrar nada por su trabajo. Ahora también ella ha envejecido, pero como cura y
consuela durante todo el día a los enfermos, alivia sin cesar sus sufrimientos
y aleja la muerte de los más débiles. Todos la conocen en la ciudad. La llaman
la hija del buen Yushka, aunque hace ya mucho olvidaron quién era Yushka y que
ella no era su hija.
Andrei Platonov